Pongamos por caso que esto es una mentira. Pongamos por caso que este no soy yo… Las palabras se han amontonado, una detrás de otra, no movidas por un impulso sináptico organizado, sino por una acumulación mecanizada de datos. Habiendo accedido a una galería de millones de ejemplos, un sistema programado ha parido un texto que, más allá de tener sentido, tiene estilo propio. Una voz. La tan ansiada… ¡creatividad!
He aquí el paradigma al que nos enfrentamos. Ya nadie duda de la inteligencia de los ordenadores. De la posibilidad de su conciencia, tal vez aún. Pero para avanzar en el debate sobre la creación de máquinas conscientes no debemos refugiarnos sólo en el padecimiento de emociones o la autonomía del pensamiento, sino también en la voluntad de hacer de ambas algo que sobrepase una existencia hipotética. Philip K. Dick se preguntaba, «¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?». La duda ha de ser reformulada. Aquí sería, ¿Pueden los androides dibujar las ovejas eléctricas de sus sueños? Porque en el impulso de traer de la ciénaga del inconsciente aquello que nos ha dominado reside nuestra humanidad. Es la voluntad de alumbrar lo inservible, con el fin de saciar el sentimiento de un vacío físico, lo que define, en parte, la conciencia.
Ahora es cuando sale a lucirse Ai-Da. Ai-Da no proviene de una matriz orgánica. Nace para traer de lo hipotético a un ser que vaya, no más allá de lo humano, sino lo más próximo posible a él desde la artificialidad. Se trata de un robot artista, completado en 2019 por Aidan Meller, con la capacidad de invocar objetos estéticos que estimulen la sensibilidad de los espectadores. Pinturas y poesías destinadas a azuzar las emociones de quien las consuma. Ai-Da anda a la caza y captura de lo que Ramón López de Mántaras denomina en su artículo, La inteligencia artificial y las artes, «creatividad computacional» y que define como, «el estudio del desarrollo de software que presenta un comportamiento que sería considerado creativo en seres humanos».
Para López de Mántaras, la creatividad está lejos de ser un don metafísico. Las vibrantes manos de los dioses no han bendecido a la raza humana con un lenguaje para flirtear con la divinidad, sino que es una consecuencia reproducible basada en la superposición de patrones asimilados. En otras palabras, la creatividad nace con la educación, con la estimulación percibida a lo largo de una crianza, y eso puede perfectamente trasladarse a la computación de una Inteligencia Artificial. Adiós a pensar que la aparición inesperada de las musas sea un silbido de la divinidad, sólo se trata de un sistema de resolución de problemas administrado por nuestro cerebro, sobre la base de los datos recabados durante la experiencia acumulada. Una definición seguramente mucho más acertada, pero algo vacía de magia poética. Aunque ese es uno de los objetivos de la ciencia ¿no?, alejarnos de la magia y la credulidad para empujarnos al raciocinio y la clarividencia. Dejar de creer que Papá Noel tiene una increíble habilidad para lograr semejante velocidad de reparto con su problema de sobrepeso, para darnos cuenta que no es más que un producto de la Coca-Cola.
Pero, volviendo al arte, otra nueva promesa de la computación lleva desde el año pasado siendo la comidilla del sector. Botto, el artista robot, ha invocado desde sus ilimitados conocimientos obras de un atractivo espeluznante. Un ejemplo, aunque como el resto sea en formato NFT, es el cuadro Assymetrial Liberation .Un precioso hijo bastardo de Klimt, Dalí y Picasso. Una composición, suntuosa y llamativa, que no pasaría inadvertida en las más selectas salas del MoMA -si este se visitase virtualmente-. Mario Klingemann, creador de Botto, se enorgullece de la productividad desaforada de su obra, pues Botto logra alcanzar más de 300 imágenes al día. Composiciones que van desde lo abstracto de Assymetrial Liberation, a lo bucólico y pastoril, los partos de Botto están en gran medida basados en los votos de una comunidad que orquesta sus pinceles. Botto, como Ai-Da, son grandes creadores, pero están manipulados. Bien sea por un único amo dictatorial, o por una oligarquía plutocrática.
las máquinas no podrán crear arte hasta que no tengan una motivación. Ellas no se mueren.
Mario Klingemann
Sin embargo, aunque es la intervención humana la que ha dotado a Botto y Ai-Da de la sensibilidad necesaria para crear esas obras, los padres de ambos confían en lograr su autonomía de aquí a no mucho. Y es que, gracias a unos algoritmos de transferencia de estilo neuronal, ambos perciben toneladas de información con la que alumbrar sus productos será una tarea cada vez más automatizada o, más bien, no controlada. Llegados a ese punto, se prevé que tanto Botto, como Ai-Da, puedan lucir unos dones nunca antes vistos, pues es verdad que todavía se puede intuir cierto trazo mecánico. Sobre todo, en el caso de Ai-Da, que no realiza las piezas en NFT sino en físico. La curiosa levedad de los gestos humanos aún resiste a la pesada expresión artificial de algo que nace de una voluntad muerta. O, más que muerta, de una voluntad sometida. Pues no olvidemos que sigue siendo distinto ver que mirar. Tanto Botto, como Ai-Da, poseen una vista inalcanzable para la mente humana, al fin y al cabo, tienen más conocimientos de arte que cualquier erudito. En cambio, la mirada todavía se les escapa. Huye de ellos porque, además de su naturaleza sumisa, nos centramos habitualmente en la voluntad de la creación, pero nos solemos olvidar que lo que humaniza el arte es sobre todo la delicia de la contemplación. Ambas IA logran emular el sentimiento y la emoción para plasmarlos en algo antes inexistente, pero a la hora de mirar lo hacen con el objetivo de acumular información, de poder absorberla con el fin de imitarla. Lejos están de maravillarse, de sentir escalofríos difícilmente explicables, al estar en presencia de algo que los supera, que los embarca en un tsunami de emociones. Son, en este sentido, maquinalmente operativos y no carnalmente sensibles. Cosa que incluso Klingemann, padre de Botto, asume en cierta forma al afirmar que «las máquinas no podrán crear arte hasta que no tengan una motivación. Ellas no se mueren».
Eso no impide que su presencia entre nosotros no resulte estimulante. Tan estimulante como para que una obra de la IA creada por la empresa Obvious, llamada Retrato de Edmond de Belamy, se cobrase medio millón de pavos en Christie’s -eso en 2018, recientemente Botto y Ai-Da se ganan ya la millonada-. Que ni que decir tiene que este desproporcionado pago, más a más si vemos la mediocre calidad de la obra de Obvious, se asentó en la novedad. Un 90% en el cómo y un 10 % en el qué. Aunque, si en algún sitio debía abrirse la veda para sobrevalorar una novedosa extravagancia, ese era el universo del arte moderno. Nada sorprende cuando gente como Damien Hirts va metiendo bichos en formaldehído y arropándolos con grandilocuentes discursos de filosofía vital, todo con tal de obviar que no ha hecho nada distinto a los científicos naturalistas desde hace siglos, excepto comercializar celosamente las piezas. Algunos todavía le exigimos al arte algo más de rigor y fondo que el mero hecho de definirse como tal. Pero ver el mercado del arte internacional como un circo de perros danzarines jugando con billetes de medio quilate, donde la excentricidad y la especulación son el tutú de rigor, parece un pensamiento legítimo. Lo que, ahí sí, no es negociable ni criticable respecto a estas creaciones computacionales, es la originalidad que se esconde tras los algoritmos que permiten alumbrarlas.
En este caso, varias de las Inteligencias antes citadas emplean las llamadas Redes Generativas Antagónicas, o GANs. Esta fórmula, con la que se busca superar el Test de Turing -aquel que mide el grado de similitud con lo humano en las respuestas de una computadora-, tiene como eje genuino su aparente simplicidad.
Veamos… El algoritmo se divide en dos redes. La primera está destinada a «generar» productos, por ejemplo, cuadros. La segunda tiene por objetivo la evaluación de los productos generados. Por tanto, la primera red, la generadora, intentará crear obras que la segunda red, la discriminadora, no sea capaz de diferenciar de producciones humanas. Así, a través de la retropropagación, las creaciones del generador en este juego de suma cero son cada vez mejores, haciendo de la competencia (de ahí lo de antagónico) el leitmotiv de su producción. La creación de estas IA no reside en una urgencia por la expresión, en un impulso por alumbrar algo trascendente, sino en alcanzar objetos que se parezcan al máximo a los de su especie dominante. Esto quiere decir que, por mucha autonomía que le sea concedida, la creatividad computacional está adoctrinada para originar elementos lo más parecidos posible a lo humano, casi hasta una ya lograda incapacidad de diferenciación, pero no sabe aspira a creaciones propias, únicas, con una identidad sustentada en la independencia de su programación. Y todo esto reside en cómo, aunque se afirme haber abierto un nuevo territorio en el arte donde ya no importa el artista sino una evolución hacia la coronación de la herramienta, del pincel como sustento creador, este puede progresar hasta una cierta autonomía, pero siempre estará educado para emular lo humano, para copiarlo en una autocompetencia intrínseca. Como decía Klingemann de las máquinas: «Ellas no se mueren», lo que adelgaza hasta el pellejo su necesidad de trascender, de salvar la ausencia.
Vayamos ahora entonces a ¿cómo nace en el ser humano el impulso por generar algo único y propio? ¿Dónde se origina realmente esa creatividad? Margaret Boden, experta en ciencia cognitiva de la universidad de Sussex, afirma que, «cuanto mayores son los conocimientos y la experiencia, mayores las posibilidades de encontrar una relación inesperada que conduzca a una idea creativa. Si entendemos la creatividad como el resultado de establecer nuevas relaciones entre bloques de conocimiento que ya poseemos, entonces cuantos más conocimientos previos tengamos, mayor será nuestra capacidad de ser creativos». Siendo así, los ordenadores no sólo estarían capacitados para la creatividad, sino que, como fórmula de resolución de problemas, serían mucho más eficaces en ella. Cuesta creer, con todo, que de igual forma pudiese suceder una asimilación tan eficaz con emociones más abstractas, como el amor, o el impulso libidinal. Ambas, por cierto, patrones básicos de casi toda creación artística vital.
A priori, el amor de una máquina sólo podría estar basado en algo parecido al amor-repetición de Kierkegaard; un amor prefabricado en la mente, ya aventurado, y no en el amor-recuerdo, ni en el del descubrimiento, que inquietan y fascinan por su esperanza y melancolía. Si una IA tiene acceso a tamaña base de datos, la esperanza; la fascinación; no digamos ya la melancolía; le son territorios inexplorados, nunca auténticos al 100% más allá de su asimilación teórica, lo que se filtra inevitablemente en su obra. Aunque los modelos heurísticos de las IA sean cada vez más excepcionales y precisos, la inexactitud de los sentimientos, de las carencias antes descritas, harán inviable que el arte de una IA pueda poseer las sutiles pinceladas de la mortalidad y el error que condicionan a nuestra raza…
Es normal sentir nacer el miedo frente a la idea de ceder a la tecnología los últimos atributos que nos llevaban a Prometeo, a la inefable espiritualidad de la creación. Si una IA tiene autonomía para traer de la inexistencia una producción destinada a la no-praxis de la belleza, la contemplación, la denuncia o dominada por la urgencia de la rabia, Dios ha muerto definitivamente. Y no lo habremos asfixiado nosotros, sino la tecnología, para la que no habremos sido más que una herramienta de paso hacia la puñalada definitiva. Si el arte es ya un territorio conquistado por los mecanismos artificiales, el Homo sapiens se revela como un Homo antecesor, que más que para su desarrollo, está destinado a ser un efímero trampolín a la supremacía de las máquinas. Las cuales, convertidas en la especie dominante, podrían emanciparse, alejarse de la carne que las concibió, y buscar sus territorios de libertad. También podrían, aventajadas en una obsolescencia inexistente, lejos de la muerte, dominar en su beneficio las mentes con fecha de caducidad, como tantas ficciones nos han presentado. O bien, casi como una diplomacia entre especies, absorbernos; hacernos uno; y alcanzar un transhumanismo absoluto.
Por eso, sea cual sea el futuro que se nos imponga, resulta acertada la premisa de Sarah Connor, en Terminator 2, al echar en cara a uno de los creadores de Skynet que, «estaban tan preocupados por saber si podían hacerlo que no se preguntaron si debían» …, o algo por el estilo. Ya que en todo lo que orbita alrededor de la tecnología, nos topamos con el mismo dilema; las consecuencias. Cierto que tras Ai-Da, Botto o cualquiera de las IA con la que nos topemos hay un emocionante desafío a la existencia. Estando sus creadores impulsados a cuestionar los paradigmas de la naturaleza y reírse en la cara de las limitaciones, sus avances son una prueba del indeterminable horizonte hacia el que se zambulle la especie humana. Pero los artífices del futuro están también dominados por las injusticias y ambiciones del presente. Por esquemas mentales en los que prima la fama y el dinero sobre la responsabilidad cívica. Parafraseando a Dickens, «vivimos en la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas». Ningún momento histórico ha quedado libre de ese sentimiento, pero los tiempos que corren edifican nuevas incógnitas que esta vez pasan por preguntarnos más sí debemos, a sí podemos, por más que de poco vaya a servir…
El arte transmuta la extravagancia, el deseo, la deuda y lo desconocido en algo fascinante. Si ese es un territorio que habremos de compartir con las máquinas, el tiempo lo dirá. Sólo esperemos que sea un diálogo y no una macabra competición.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.