¿De qué hablamos cuando hablamos de videojuegos? El cine, y la ficción en general, nos han presentado cuadros de chicos vírgenes y granujientos empanados con pantallas que los alejan de su precariedad social. La literatura no le ha prestado especial atención al tema, si no es para deshilachar un thriller que tenga por objetivo el uso de los videojuegos por marcianos, una inteligencia artificial (IA) o sabe Dios qué maravillosas locuras más.
Los años pasan. La cultura evoluciona. Lo que pertenecía al colectivo de los marginados ahora está popularmente socializado. El frikismo pasó de ser una tara a un orgullo. Los videojuegos mutaron de un mercado limitado a uno de los más lucrativos del mundo, y quienes los diseñan, de misántropos introvertidos, dotados creativamente pero cojos de atractiva chulería, a potenciales artistas del vicio millonario.
La transición no ha sido sencilla, ni ha contado con el apoyo de todos los profetas. Pero, en cierto sentido, sí ha sido lógica. Paradójicamente, predecible. Por el camino se han ido forjando historias apasionantes de lucha, redención, triunfo y fracaso ininterrumpidos. Vidas en juego que cayeron en el espejismo de la irrealidad o a las que el triunfo de esta empujó a los oscuros rincones del poder.
Creo que hay muchas cosas sobre el sexismo que se basan en los mitos. Qué es lo que vende o comprará la gente y, básicamente, esto confirma el statu quo. Son videojuegos hechos por hombres para hombres”
La escritora Gabrielle Zevin ha querido homenajear esas vidas tras las vidas infinitas. Esas historias tras el guion de los píxeles. La amistad, el amor, la pasión, la desgana y el tormento, ocultos tras una industria que encarna nuestra forma de ver la existencia muchas veces como una competición; una batalla en la que no rendirse hasta que las luces marquen “fin”.
Mañana y mañana y mañana, título inspirado en un monólogo de Macbeth, desgrana el encuentro vital de tres personajes. Tres creadores, cada uno en su campo, que recorren desde casi sus inicios el universo digital que ahora domina los videos de YouTube y llena estadios enteros en Corea. Y su creadora, Gabrielle Zevin, de cuerpo presente en Madrid, tiene a bien responder a las dudas, tal vez demasiado cínicas, que me asolan.
Durante la rueda de prensa, en el hotel The Social Hub, Zevin habla de los videojuegos como una nueva forma de creación artística, de su formación declaradamente otaku (persona muy aficionada al anime y al manga) que incluyó cinco años de japonés, y destaca su gusto por Gabriel García Márquez, aunque aclara que este no tiene un reflejo claro en su literatura.
Acto seguido, concluida la cita popular, pillo por banda a la autora y la encierro (sin coacción, nadie se confunda) en una curiosa sala, que más parece un plató de cine porno, vista la redondez y dimensiones de la cama que ocupa todo su centro. Ella se aposta en un sofá, repantingada con la naturalidad de una sesión de fotos. Yo me siento en frente. Zevin tiene una cara intrigante. Sus ojos claros parecen falsos cuando las pestañas se enredan con los mechones de su pelo negro, pero negro, negro, y rizado. La tez; blanca, rozando lo vampírico, me recuerda a esas asiáticas que espantan con pañuelos y gafas de sol de mosca los rayos UVA. Serán sus genes coreanos… Despacha soltura. Queda claro que este pez conoce bien las aguas de la atención y se sabe el discurso hasta en las comas. Ha escrito un libro sobre videojuegos y va vestida como para hacer un cosplay de instituto mágico japonés. El conjunto tiene una irónica armonía.
Durante la rueda de prensa, Zevin ha afirmado que el primer videojuego al que se enganchó fue un arcade de carreras al que tenía acceso en los viajes a Hawái de su infancia. Una maquinita que había de compartir, parecida a la que une a los protagonistas, Sam y Sadie, en su novela. Me veo a mí mismo, también en la tierna edad, suplicándole a mis viejos cuatro perras para ir a los recreativos con los amigos. Un encuentro que planeaba alrededor de los videojuegos, pero también nos ponía de cuerpo presente unos frente a otros. Viviendo anécdotas que todavía hoy recordamos. Me cuesta imaginar a los solitarios jugadores del Fornite, enfervorizados en sus casas, insultando por un pinganillo a la chavalada de todas las partes del mundo, reviviendo en unos años sus partidas con la misma ternura.
En vista de este pensamiento, le pregunto a Zevin por la soledad en aumento de los videojuegos, frente a ese arcade que, salvando la brecha generacional (son casi 20 años los que nos separan) nos marcó a ambos. La autora reconoce haberle dado vueltas: “Sí puedes jugar solo. Y es algo que está aumentando. Pero no olvides que también lo hacen los formatos de juegos familiares, como los de Nintendo, que están enfocados a compartir la experiencia. Sin duda, uno puede apostar por jugar solo, pero si te fijas cada vez se hace más a través de Internet con otras personas. Finalmente, jugar es algo social y los videojuegos permiten que, aun no siendo con alguien de cuerpo presente, eso no signifique que estés solo”.
Me viene a la mente la película La llegada (2016), cuando el personaje interpretado por Amy Adams se esfuerza en explicarle a un teniente del ejército por qué no es bueno que los chinos estén intentando enseñar a los extraterrestres a comunicarse con los humanos a través de un juego de ganar o perder. Si crecemos con videojuegos de los que se extrae una implícita expresión de competencia, bien sea con otros, o contra nosotros mismos, quizás estemos adaptándonos a vivir esa competencia perpetua en cada aspecto de nuestra existencia.
El arte siempre ha sido una forma de negar la mortalidad de la humanidad. Los videojuegos no son más, ni menos en ese sentido. Es la naturaleza humana”
Zevin, aparentemente algo inquieta por la pregunta, más como si no le hubiese gustado que como si no tuviera respuesta, asegura: “Hay múltiples tipos de juegos. Por ejemplo, en The Last of Us solo quieres vivir la historia que te cuentan, no compites con nadie. O, al menos, sólo contigo mismo. Fornite sí que es una auténtica batalla. Yo, personalmente, casi nunca compito. No al menos con otras personas”.
Debe ser algo muy integrado en la mentalidad norteamericana el hecho de que la competencia contra uno mismo no es cuestionable. Zevin pasa por encima de la idea de autoexplotación como si haber caído en excesos de ansiedad jamás le hubiera supuesto un problema. O, mejor dicho, que sufrirlos son la consecuencia innegociable del éxito.
“Gabrielle, ¿no crees que la muerte infinita y las oportunidades a la carta de los videojuegos crean espejismos de irrealidad que nos dificultan hacer frente a los dramas inesquivables de la vida?”, le pregunto con la esperanza de que semejante descarte de filosofía chunga no la haga reírse de mí. De hecho, al contrario, parece recoger el guante que le lanzo con determinación.
“No sé si es una manera de escapar. Hay quien, precisamente, la conoce gracias a estos juegos”, responde contundentemente. Intento seguir con la narrativa e insisto en la idea de la abstracción. Saco a relucir el ‘soma’ de Huxley, destacando que vivir vidas imaginarias tan inmersivas puede ser una forma de descartar la real. Por si fuera poco, con sustanciosos beneficios para quienes venden la pastilla azul. Zevin me aclara su punto de vista: “El arte siempre ha sido una forma de negar la mortalidad de la humanidad. Los videojuegos no son más, ni menos en ese sentido. Es la naturaleza humana. Llega un momento en el que te vas a morir, pero el que juega a un videojuego no sé si se da cuenta, antes o después, comparado con una persona que no juega a videojuegos”.
Me tienta insistirle a Zevin sobre este concepto de la abstracción como producto; de la narcotización ociosa como inversión superventas en una sociedad de turboconsumo, pero paso… No la veo especialmente clamorosa por hablar de ello, así que me voy un tema que le he oído tratar; el sexismo en los videojuegos. “Desde luego”, le digo, “los videojuegos están cargados de un sexismo que hace de aquellos dirigidos al género masculino obras con mucha mayor inversión que, por otro lado, aquellos más enfocados al femenino. Pero ¿no crees que eso es simplemente una cuestión de números? ¿Que el mercado no es sexista, sólo una máquina de beneficios que invierte donde ve mejores oportunidades?”, termino por preguntar.
La escritora se recoloca en el sofá, algo más risueña. Me recuerda a cuando, en el colegio, a algún alumno le preguntaban justo sobre el tema que recién se acababa de leer, aunque fuese de pasada, antes de entrar en clase. “Durante años se creyó”, responde ágilmente, “que si había una protagonista mujer en un videojuego este no iba a vender tanto. Pero tienes a Lara Croft, que vende todo lo que saca. Creo que hay muchas cosas sobre el sexismo que se basan en los mitos. Qué es lo que vende o comprará la gente y, básicamente, esto confirma el statu quo. Son videojuegos hechos por hombres para hombres. Pero, si analizamos The Last of Us 1 y The Last of Us 2, en el primero el protagonista es un hombre y en el segundo es Elie. ¡Y el segundo ha vendido mucho más que el primero! Cuando pienso en este juego pienso en algo que está bien. Que cambia las historias a las que estamos acostumbrados y resulta que hacen caja con ello. La mecánica está cambiando”.
Me cuesta saber si Zevin ha respondido a mi pregunta o ha largado su pregrabado mental sobre el asunto. En cualquier caso, no le falta razón. Gran parte del sexismo se basa en mitos que sostienen el statu quo, pero no veo a los grandes poderes económicos tener problema alguno para integrar los supuestos cambios en los paradigmas culturales en sus empresas (feminismo, queer, ecologismo, etc…), pero sí para fomentar un equilibrio del poder adquisitivo en la sociedad.
No quiero liarme la manta a la cabeza con este asunto. Regreso a los videojuegos y a Gabrielle, que sigue lozana y con agradable disposición. Más concretamente, regreso con un concepto: “gamificación”, que el neurocientífico y diseñador de videojuegos, Adrian Hon, ve como la vara de medir de nuestra sociedad. Vivimos en un constante juego donde nos autocensuramos, forzamos, deprimimos y frustramos porque todo funciona en términos binarios de logro o fracaso.
Jugar es algo social y los videojuegos permiten que, aun no siendo con alguien de cuerpo presente, eso no signifique que estés solo”
A este respecto, Zevin titubea: “¿Hablamos de las redes sociales o…?”. Le aclaro que la pregunta es genérica y puede filtrarse hasta el mercado laboral y el romanticismo. Zevin parece ubicarse entonces, aunque decide centrar el tiro en responder desde internet y las redes sociales, claramente, el dominio que pilota: “Creo que somos demasiado jóvenes para entendernos bien en las redes sociales e Internet. Twitter ha sido un desastre para la humanidad (risa nerviosa). Su desarrollo de la gamificación ha sido la obtención de mejores resultados cuanto peor te comportas y, sí, eso nos invita a cierta dependencia del mal. Pero yo soy optimista y creo que maduraremos. Encontraremos una forma de conseguir que la tecnología nos convierta en mejores personas y mejores miembros de la sociedad. Si piensas en Tinder, puedes verlo como algo malo y superficial dónde solo pasas y pasas. Pero, desde otro punto de vista, te abre la posibilidad a relacionarte con más gente que tus tres vecinos. Tinder no es bueno porque la gente no lo usa adecuadamente”.
Zevin descarga una pausa. Una de esas que se alumbran para extraer petróleo de la memoria: “Recuerdo que en un momento pegué una pegatina en mi iPhone que decía: ‘aquí no hay nada para ti’, pero realmente sí que hay mucho en un iPhone. Tienes la información del mundo en tu bolsillo y permite que cosas nuevas lleguen a tu vida constantemente”. No niego la tesis de Zevin, aunque no me declaro tan optimista como ella. Lo que no es negociable es que los videojuegos han creado toda una cultura del aislacionismo juvenil. Ahí está el caso de los hikikomori que comienza a importarse en Occidente.
Zevin, como gamer declarada, defiende que los videojuegos nos permiten ampliar amistades y contactos más allá de las fronteras del tú a tú: “los videojuegos facilitan que gente con dificultades sociales se relacione. Sam y Sadie, siendo muy inteligentes, no necesariamente tienen destrezas emocionales. Los videojuegos permiten crear relaciones virtuales que, para mí, son también relaciones reales. Jugar a videojuegos no te impide hacer amigos y socializar. Creo que, como casi todo en la vida, la clave está en el equilibrio”. La autora, como colofón, acaba defendiendo la creación de videojuegos tal que un lazo con la vida humana y el relato de esta, más que con el aspecto puramente tecnológico. Así lo viven sus personajes, quizás como un reflejo de ella misma. Un arte, el del diseño de historias que vivir como si nos fueran propias, cada día más por encima de toda expectativa. Mañana y mañana y mañana es una obra fabulosamente escrita que describe con acierto la evolución de un ocio, en sus orígenes denostado, hoy convertido en el capricho de marabuntas humanas deseosas por hundirse en historias más allá de las suyas.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.