En enero el Reloj del Apocalipsis se colocó a solo 100 segundos del Fin del Mundo. Este ingenio fantástico es una creación del Boletín de Científicos Atómicos que se puso en marcha a mediados del siglo XX y que mide, metafóricamente, el tiempo que le queda a la Humanidad hasta su destrucción. La actual posición del segundero es incluso peor que en los peores momentos de la Guerra Fría.
Eso fue en enero, cuando la guerra de Ucrania no había estallado y Vladimir Putin no había desplegado sus armas nucleares ni amenazado con “consecuencias jamás imaginadas” (esa mirada de gélida indiferencia) si le tocaban demasiado las narices. Cuando el presidente ruso se puso en la tesitura nuclear, de pronto, el miedo atómico me atenazó: pregunté alrededor, miré las redes y los medios, y tuve la sensación de que nadie quería hablar de ello. Una posible guerra nuclear se convertía en eso-de-lo-que-preferimos-no-hablar, como si por no mencionarlo dejase de existir la amenaza: pensamiento avestruz.
Con el paso de los días parece que ese comportamiento evitativo se va diluyendo y la amenaza atómica cada vez es tratada más abiertamente, incluso en las tertulias de la tele. La guerra nuclear es poco probable, porque podría acabar en la destrucción de la civilización (por llamarla de alguna manera civilizada), pero no imposible, porque las armas existen y hay personas que las manejan. Además, después de pasar crisis económicas, pandemias o volcanes, todo tipo de escenarios propios de películas distópicas, somos más proclives a pensar que lo que parece completamente imposible puede materializarse. La guerra nuclear se une a nuestro nutrido catálogo de apocalipsis cotidianos, porque el miedo es libre y no atiende a geopolíticas ni estadísticas. En mi opinión, que la gente se tome en serio una amenaza es la mejor manera de acabar por evitarla. El otro día algunas personas en Twitter comenzaban a preguntarse donde conseguir pastillas de yodo para enfrentar la radiación gamma. Los preparacionistas, que al final no van tan desencaminados, deben tener sus ultraequipados búnkeres con la calefacción ya puesta y las pantuflas preparadas, para encontrarlos calentitos.
Para mi generación la amenaza nuclear era cosa de películas de la Guerra Fría: ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú, de Stanley Kubrick, Juegos de guerra, de John Badham, La caza del octubre rojo, John MacTiernan o Punto límite de Sidney Lumet, que narran situaciones de riesgo extremo entre la Unión Soviética y Estados Unidos. También se dio en la realidad, cuando la llamada crisis de los misiles cubanos, y las dos grandes potencias estuvieron apuntándose con sus pepinos atómicos a puntito de echarse un órdago. Una de las primeras expresiones contra la sinrazón nuclear y por el desarme fue un manifiesto escrito por el filósofo Bertrand Russell y apoyado por el físico Albert Einstein (quien, previamente, había recomendado la construcción de la bomba a Roosevelt para acabar con el nazismo). En 1955 ya se alertaba de la peligrosidad de este tipo de armamento: “La perspectiva de la raza humana se ha oscurecido más allá de cualquier precedente”, decía el texto. No sirvió de mucho. Eso sí, aunque el arsenal nuclear persiste en el mundo (hay 13.000 armas de este tipo, y mucho más potentes que las que inauguraron este sector en Hiroshima y Nagasaki), la sombra de la guerra total, de la destrucción asegurada, del invierno nuclear, había desaparecido del imaginario popular ante fines del mundo que teníamos más a mano, como el Cambio Climático o las pandemias por venir.
El radioastrónomo Frank Drake (colaborador estrecho de Carl Sagan, que también fue un gran activista antinuclear) enunció una célebre ecuación para calcular la probabilidad de encontrar civilizaciones avanzadas en el Universo. Uno de los factores que tiene en cuenta es, precisamente, si esas supuestas civilizaciones extraterrestres a descubrir han generado una tecnología lo suficientemente desarrollada como para crear armas nucleares, es decir, para autodestruirse. Contra lo que podría parecer, una tecnología muy desarrollada no garantiza mayor supervivencia o bienestar, sino una mayor probabilidad de destrucción. La Paradoja de Fermi (propuesta por el físico Enrico Fermi, participante de la construcción de la bomba) se extraña de que no veamos a más civilizaciones avanzadas en el Universo: su respuesta es que estas civilizaciones tienden a autodestruirse en guerras nucleares si superan lo que Sagan llamó la “adolescencia tecnológica”. En la Guerra Fría se acuñó el concepto de overkill: la posibilidad por parte de las grandes potencias de eliminar al enemigo, o a la humanidad entera, varias veces. Esa posibilidad tan bruta permanece.
“Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”. Fueron las épicas palabras del texto sagrado hindú, Baghavad Gita, que le vinieron a la cabeza al físico Robert Oppenheimer cuando presenció, en 1945, la explosión de la primera bomba atómica, cuya construcción él había liderado, en una prueba en el desierto. La bomba atómica tiene esa mística: el relato de una fuerza fundamental de la naturaleza que ha sido desatada por el ser humano, que, como Prometeo robando el fuego, enciende la furia de los dioses. El final de la especie más soberbia del Universo conocido aniquilada por una tecnología creada por ella misma, víctima de su propia desmesura. Bien mirado, no es la peor manera de que todo esto acabe, al menos encierra algunas trazas de poesía perversa. Con razón se utiliza con frecuencia la hipnótica imagen del hongo atómico como símbolo del final de los finales.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.