Apocalipsis bajo tierra y con agua de pepino: los millonarios podrían salvar el mundo, pero prefieren salvarse ellos

El fin del mundo se puede vivir en primera fila, o esquivándolo. Los búnkeres subterráneos son una buena opción para verlo pasar de largo. Una tendencia que, incluso en España, se ha puesto de moda. En nuestro país, las ventas de estas construcciones privadas se han disparado un 90% desde el inicio del conflicto ucraniano.

Hay muchas formas de vivir el apocalipsis. Se puede hacer de forma sumisa, asumiendo la cremación del mundo y rindiéndose a ese final que tan cruelmente aparecía en una escena de Terminator 2. También puede verse como una oportunidad de viajar a nuevos horizontes. La asunción del estallido planetario sería la excusa ideal para motivar a las arcas internacionales privadas y públicas a invertir en autobuses cutres y doradas limusinas que lleven, en un sálvese quien pueda, a los afortunados a la nueva tierra prometida.

Podemos presuponer que habrá que reventar cráneos de zombis. Volver al Estado de naturaleza, e ir de Soy Leyenda por la vida, cumpliendo así, por fin, con esa esquiva dieta de bajas calorías que tan bien le iba a Will Smith. A lo mejor el colapso es energético, y acabamos todos en una centrifugada sociedad de Familias Arcoíris, con altas dosis de amor, fraternidad, verduras e incesto. Pero poco se habla de abandonar la superficie, ahora que ya hemos quemado la epidermis del planeta, y escarbar en el músculo. Labrar casitas cerca del hueso de la tierra, donde las inclemencias del exterior nos resbalen como si nos calzásemos un chubasquero.

Esta última posibilidad, es la que ya han estudiado varios multimillonarios. Estos Tío Gilito de las tecnológicas, pertenecientes a la secta del fracking, han decidido darse cobijo al despertar de los muertos vivientes en las entrañas del ‘planeta’, siguiendo la brillante estela de quienes, al albor de un genocidio nuclear, decidieron que los búnkeres bajo tierra serían una forma eficaz de combatir el terror atómico.

Así lo explicaba, hace nada, Douglas Rushkoff en un lúcido, y por ello inquietante, artículo para The Guardian. Los votantes más ricos de Donald Trump llevan varios años perfeccionando la estrategia que llevarán a cabo cuando el ‘colapso social’ (un discreto eufemismo para evitar decir ‘el fin del mundo’) se produzca. Flirteando hasta con la idea de contratar militares para su protección, los mismos artífices del apocalipsis, aventajados inversores de energéticas con las brújulas morales más narcisistas del planeta, ven en la tecnología, no el camino para una mejora del mundo, sino un pasadizo a su supervivencia cuando este colapse. Porque, si bien ellos eran los primeros que negaban el cambio climático cuando vieron caer sus acciones, también ahora están a la cabeza de quien entra en pánico por el calentamiento global y sus consecuencias zombis.

El miedo es tan sensual que oprime la razón. Da un propósito más allá de la lógica para enfrentarse al día a día por encima del desamparo. Si el mundo llega a su fin, resulta mucho más satisfactorio resolverlo para uno mismo, una tarea realizable con dinero, que encomendarse a salvarlo para todos. Somos sujetos adoctrinados al goce, esa eterna carencia inconsciente que intentamos rellenar, que decía Lacan. Algunos, en su entrañable inocencia, completan los huecos con la ilusión de un futuro mejor para todos. Otros, en su narcisismo déspota, lo hacen con la seguridad de uno mejor para ellos. ¿A cuál de los dos recuerdan nuestros arquitectos subterráneos?

En su última novela, Lugar Seguro, Isaac Rosa nos presenta a Segismundo García, un vendedor de búnkeres low-cost, cínico y desangelado, que entiende el futuro de la humanidad bajo tierra. Sobre todo, porque él mismo es quien vende ese amanecer de sótano hermético. Aunque en la novela de Rosa el argumento juegue con la democratización de esta última esperanza y la incertidumbre, no abandona el debate que despliega Rushkoff en su pieza: ¿merece la pena salvar el planeta, o sólo salvarnos a nosotros mismos? Cómo siempre, la pregunta es tramposa, porque no todos pueden pagar el precio por salvarse, y está en manos de los que sí pueden permitir la salvación de los que no.

En España, muchas veces pensamos que esta clase de excentricidades bizarras nos resbalan. Nosotros, un país a caballo entre lo pobre y lo genial, obviamos los capitales desbordantes que nos rodean y el despilfarro estrafalario de quien los posee. La, todavía presente (no lo olvidemos), pandemia de coronavirus, así como la guerra de Ucrania y demás marcadores que habrían ayudado a Nostradamus a afirmar el consecuente fin del mundo, han disparado la paranoia. La península ibérica, con sus sequías y sus debilidades, es objeto de un auge significativo en lo que se refiere a salvar el culo bajo tierra. Los mismos búnkeres que dejan ojiplático a Rushkoff, se llevan a cabo en los rincones de la patria de Cervantes.

Según afirma Francisco Márquez, fundador de Underground Buildings, las ventas de búnkeres en España se han disparado un 90% desde el inicio del conflicto ucraniano. Con precios que van desde los 30.000 euros hasta el infinito y más allá, las cajas de salvación que fabrica la empresa de Márquez, así como otras compañías tal que Refugios Atómicos ABQ, son verdaderos complejos unifamiliares con el mayor de los lujos. Por poder, hasta una bañera de hidromasaje es viable y, si me tercias, construir otro búnker colectivo más a lo lejos, para meter en él al servicio y disponer un pasadizo que conecte ambos. Así, uno puede vivir el infierno nuclear sin perder un ápice de bienestar, ni renunciar a los masajes tailandeses o a evitar hacer la colada. Que estaremos ante el colapso de la humanidad, macho, pero no es excusa para ir mal planchado.

Ni el cataclismo final parece sinónimo de democratización absoluta. Hasta en las últimas horas, habrá quienes resistan el amargo polvo de los huesos calcinados con una sonrisa y agua de pepino. Cabe preguntarse si Márquez, de Underground Buildings, o los directivos de ABQ, disponen también de su propio búnker. Lo digo, principalmente, porque, de no ser así, sería como el farmacéutico que receta, frotándose las manos, un milagroso medicamento que no haría entrar en su organismo ni como último recurso.

El uso comercial del apocalipsis está lejos de ser una novedad. Las religiones han jugado la baza del acabose planetario desde sus más atávicos inicios. Los constructores de estos refugios apuestan la misma carta, con un beneficio más limitado, pero igualmente seductor. Negociando con el terror y la coyuntura, exprimen la vulnerabilidad de los adinerados quienes, de tanto que tienen, no sufren sangrando ligeramente sus cuentas ante el ‘por si acaso’ de una extinción futura. Ellos, los pudientes, que no llegan realmente a paranoicos porque su inversión puede ser de capricho, destacan, una vez más, antes por invertir en salvarse que por salvar al resto. Un conjunto del que parecen no creer formar parte.

El artículo de Rushkoff culmina en una obra más extensa titulada La supervivencia de los más ricos, en la que el desglose del periodista se extiende más allá de los búnkeres, para abordar las misiones en Marte, el futurismo de la inteligencia artificial y el metaverso. Todo ello para concluir que quienes tienen más acciones en la empresa ‘salvar el mundo’, carecen de interés por mantener viva la compañía. Dejando claro en sus decisiones que, en lo que a ellos respecta, el apocalipsis es otro bache más que superar, sin importarles demasiado que ese bache esté destinado a superarnos, definitivamente, a todos los demás. 

Sobre la firma

Galo Abrain

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.

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