A lo largo de la historia, en diferentes culturas, el tiempo se ha concebido de maneras diferentes. Una es el tiempo cíclico típico del pensamiento oriental: el tiempo es una rueda que gira, el universo vuelve a empezar, Brahma crea, Shiva destruye, y comienza de nuevo, como en el eterno retorno de Nietzsche. La concepción del tiempo lineal, que empieza en la creación y acaba en el Juicio Final, es propia de Occidente, y así la recogió, secularizada, la modernidad ilustrada: el tiempo camina hacia adelante, en un proceso de perfeccionamiento de la civilización. Es lo que llamamos progreso. En las utopías de izquierda se recoge la idea: vamos progresando, a veces mediante revoluciones, hacía la utopía final de la sociedad sin clases. Y así.
En la práctica, en este día a día de vagones de metro, sofás blandurrios y comida basura, el tiempo se ve bastante cíclico. Uno se levanta y va a currar. Por las tardes recoge a la niña. Los viernes se emborracha moderadamente. La muerte se acerca sigilosa y Shiva calienta en el banquillo. Las semanas suelen resultar repetitivas, lo más llamativo es que, a partir de cierta edad, el tiempo subjetivo (porque esa es otra distinción, entre el tiempo que percibimos psicológicamente y el supuesto tiempo objetivo) pasa a toda leche, y no es que pasen rápido los días y las semanas, es que pasan rápido hasta los años, supongo que por la costumbre de haber visto ya todo varias veces.
Recuerdo el tiempo estático de la infancia, jugando alrededor de los limoneros, cerca del río, “esos días azules, ese sol de la infancia” que decía Machado. Miento, yo me crie en el centro de una ciudad, así que lo que recuerdo es el rumor del tráfico, los cromos del kiosko, el pitido regular del semáforo frente a mi ventana. Pero igualmente recuerdo el tiempo estático: cuando éramos niños decíamos “una hora” para referirnos a un espacio muy largo de tiempo. “Ha tardado por lo menos una hora”, decíamos, y eso era una eternidad. Los años pasaban lentos, y las diferencias entre las personas de dos cursos contiguos, entre los mayores, a los mirábamos con miedo y admiración, y los pequeños, con los que aplicábamos la indiferencia o la condescendencia, eran abismales. Es como si los niños siempre fuéramos a ser niños y los viejos siempre fueran a ser viejos, y esa inocencia respecto al tiempo y a la muerte fuera lo mejor de la infancia.
Ahora todo pasa a toda velocidad, las horas y también los años, en los que se repiten siempre las mismas fases: el Año Nuevo, los Reyes, la feria ARCO, la Liga de fútbol, la Feria del Libro, las vacaciones de verano, la declaración de Hacienda, la Semana Santa, el llegada de la primavera y el fin del otoño, la época de las fresas y la del bonito del norte, y de nuevo la Navidad, otra vez, que es cada vez más larga. Desde que soy adolescente siento una cronofobia que me diagnosticó Google, que he tratado con mis psicoterapeutas y que yo mismo diagnostiqué a Mikel Erentxun en una entrevista (muy majo el tío, los de la discográfica habían puesto crusancitos para picar). Consiste en una continua inquietud por el constante goteo del reloj: es la única fobia de cuyo objeto, el tiempo, no se puede huir, como si se puede huir de las alturas, de las arañas y de los payasos.
Y entretanto nos vamos haciendo mayores y percibiendo, a pesar de lo cíclico y repetitivo, la linealidad del tiempo en ese envejecimiento que, sí, parece increíble, nos lleva inevitablemente hacia la muerte. En realidad, el tiempo es la unión de un círculo y una recta: una espiral muy rara.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.