Rhizomatika Lab

El amor como antídoto contra la desesperación del infinito

Que haya cosas que no tienen fin es algo incomprensible para la mente humana, y, probablemente, sean una muestra de su propia limitación. Aplicar el símbolo del ocho tumbado al tiempo y al espacio puede bajarle a uno la moral, al menos, claro, que ese uno se enamore de otro uno.

De todas las desesperaciones que producen las matemáticas tal vez la más desesperante sea la del concepto de infinito. Uno puede sufrir por resolver una ecuación diferencial o por comprender la variable compleja, pero la inquietud que provoca el infinito va más allá de lo conceptual o lo calculatorio: se hunde en las profundidades de lo existencial y revela los límites del ser. Vaya, que te vuelve medio loco.

Siempre que uno imagina un número, por grande que sea, le puede sumar otro. Es increíble, no hay límite. Y por grande que sea ese número, por gigantesco que nos parezca, será ridículamente pequeño en comparación con el infinito. Cuando divides algo entre cero… lo que resulta es el infinito, como el que surge cuando enfrentas dos espejos. Tal vez la incomprensión del infinito, o su mera existencia, provenga de las limitaciones de nuestra mente, y ni siquiera tenga existencia real, signifique eso lo que signifique.

El documental Un viaje al infinito (Netflix) de Alex Ricciardi y Jon Halperin, me hizo volver a enfrentarme con el ingrato concepto de infinitud. En él se exploran las diversas modalidades de infinito de la mano de matemáticos, físicos, filósofos y otros estudiosos de lo que no se acaba nunca. Me hizo recordar aquellas noches, cuando estaba dejando de ser niño, y me enfrentaba, metido en la cama, a oscuras, a la idea de infinito, y el abismo cósmico al que me asomaba, como en un cuento lovecraftiano. Quizás al fondo del infinito hay un pulpo gigante con muy mala hostia.

A pesar de las complejidades del infinito, en cualquier instituto o universidad, en cualquier tratado de matemáticas olvidado de viejo en una librería, se utiliza con la mayor cotidianidad, mediante el símbolo del infinito, que es un ocho tumbado. Así el infinito se puede manosear y se hacen variables tender al infinito, se multiplican por infinito (y resulta infinito) o se dividen por infinito (y resulta cero). Lo infinitamente pequeño, lo infinitesimal, está en la base del cálculo diferencial e integral, que es parte fundamental de la ciencia moderna. Que la inmensidad sin fin se haya conseguido domar y que salga en las hojas de los deberes manchadas de salchichón de los adolescentes, es una prueba de la potencia de la mente matemática.

El peor infinito no es el matemático, ese que sucede dentro de la mente imaginando números, sino el físico: la posibilidad de que el espacio sea infinito, y de que el tiempo también lo sea. En el citado documental se fantasea con la posibilidad de que, en un universo infinito, todas las posibilidades pueden darse, de modo que podrían existir infinitas Tierras con infinitos ustedes con diferencias infinitesimales. Ahí fuera hay un planeta igual a este con la única diferencia de que yo tengo los ojos verdes o de que me gustan las anchoas. Y así con todo.

Esa infinitud del universo puede bajarle a uno la moral, así como la perspectiva de un final oscuro. “A mí me llena de un sentimiento de significado y de conexión, apreciar que somos parte de un gran todo”, explica en el documental la cosmóloga Janna Levin. A otros no tanto. El físico estadounidense Alan Lightman cuenta cómo, con 10 años, estaba contemplando el cielo nocturno y sintió que la vida no importaba.

“Tuve la sensación de que el universo existía desde mucho antes de que yo naciera y de que seguiría existiendo mucho después de mi muerte. Y yo no era más que una mota insignificante. Yo no importo, mis planes no importan, nada importa”, explica. La certeza de que hace unos miles de millones de años nada de esto existía y nada existirá dentro de otros miles de millones de años, y de que todo ha sido en vano, solo un parpadeo en la inmensidad cósmica. Y que el universo, indiferente, simplemente seguirá, y seguirá, y seguirá, y seguirá. “¿Por qué perdemos el tiempo yendo al colegio o al dentista?”, se preguntaba. Y entonces, se enamoró. “Y eso importaba”, dice. El amor, quién lo iba a decir, como antídoto contra el infinito.

Sobre la firma

Sergio C. Fanjul

Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.

Más Información