Uno daría por sentado que la presa fácil del bullying sería un niño de carrillos porcinos, cara acnéica y voz de gaita. Así nos lo ha mostrado, al menos, tradicionalmente la ficción audiovisual. Críos débiles, acolchados, con piernas finas de caña o rollizas, sometidos a una indefensión aprendida puesta a prueba día a día en el patio del colegio. Sus piernas estevadas tiritantes ante el mastodóntico caminar de los abusones. El bocadillo a secreto recaudo, como material de estraperlo, no vaya a quedarse el estómago rugiendo hasta la última campanada.
La realidad, como es costumbre, da un rapapolvo a la ficción. Las guapas, las moninas de rostro angelical y resorte extrovertido, también son la diana sobre la que se dirigen las flemas de la tirria. Destacar puede pagarse igual de caro que la introversión vulnerable. No sabe el ser humano digerir con desinterés la envidia, y de ahí que encuentre refugio en el estercolero de la villanía. Nos pasa a los adultos, ¿no les va a pasar a los críos?
Tampoco se libran de la ojeriza los pimpollos normativos. Los que no son ni palillos de dientes, ni redondos como lunas, guapos de teleserie o con rostro de cráter y difícil. Estar en el lugar y momento equivocados, también puede ser el tobogán que te lleve directo a las entrañas de la bestia. Y, una vez allí, sus jugos estomacales se vuelven caprichosos. Como secreciones costrosas adheridas a las fosas nasales, que no quieren renunciar a su zona de confort. Da igual que esta se erija en una triste indefensión ajena. Incluso los monstruos están a gusto en sus madrigueras.
Hasta hace pocos años, no llega a una década, este matonismo solía resolverse con reorganizaciones en caliente. Saltaba, la chica o chico afectado, de un abrevadero de tensiones pueriles a otro, con la esperanza de que en el próximo instituto la mala suerte corriera por cuenta ajena. Incluso, quién sabe, con la emoción de cambiar de bando en la marcialidad. Pasando de ser víctima, a verdugo. Porque todos estamos en el radar del miedo. Una emoción que con facilidad te empuja a la cobardía de protegerte de tus temores invocándolos en los demás.
La reciente adaptación cinematográfica de la novela de Eloy Moreno, Invisible, ha dado un paso más en la apertura de la herida sobre la que llevamos tiempo enfocándonos. El bullying, quizás por haber sido la mayoría susceptibles a su amenaza, quizás porque no hay padre que no tema ver a su hijo desesperado, quizás porque los niños pueden ser pequeños repartidores de crueldad irracional, al tiempo que inocentes víctimas de lo que reciben, no deja de ocupar telediarios. Y portadas. Y canciones y libros y películas y confesiones desgarradoras a la oportuna luz de una cámara.
Pero hay muchas formas de toparse con este acoso infantil o adolescente. Algunas livianas, indirectas, anónimas, como pequeños tags en las puertas de los baños o dibujos soeces con un nombre encima. Otras tortuosas, cómo esnifar el agua del inodoro los recreos con cuatro suaves, pero decididas, bisoñas manos aplicando fuerza sobre una nuca. Y luego están las cibernéticas. Las más modernas. Las que se han puesto de moda. Porque hasta para el lado repugnante de la vida, las tendencias marcan el camino.
La Oficina Regional para Europa de la Organización Mundial de la Salud, publicó a principios del año pasado un estudio sobre el comportamiento de los niños, centrándose en los patrones de actitud digital. Los resultados dejan mucho que desear. Aunque el acoso físico no ha crecido en casi una década, el ciberacoso se ha disparado brutalmente. Según el informe, uno de cada seis niños en edad escolar sufre ciberacoso. Las diferencias entre niños y niñas son mínimas. Un dato que, aunque no lo parezca, no es señal de mayor paridad, sino el síntoma de la aparición de un espacio indirecto, el digital, en el que las agresiones físicas (mucho más presentes en niños) no tienen por qué protagonizar la intimidación, aunque las secuelas puedan ser igual de graves. Pero, concretemos, ¿qué entendemos por ciberacoso?
Según Unicef, el ciberacoso consiste en difundir mentiras o publicar fotografías o videos vergonzosos de alguien en las redes sociales. También enviar mensajes, imágenes o videos hirientes, abusivos o amenazantes a través de plataformas de mensajería, así como hacerse pasar por otra persona, enviar mensajes agresivos en nombre de dicha persona o a través de cuentas falsas. Eso, a modo de resumen. Bien, ¿aclarado?
Hay que admitirlo, no es poca pana que romper. El abanico es muy amplio. Por eso desde todas las asociaciones se insiste en dejar claro que debe tratarse de un comportamiento repetitivo y claramente pergeñado con la intención de atemorizar, herir y humillar a quien lo recibe. En la constancia está la clave del asunto.
Habrá quienes piensen que esto son pamplinas infantiles. Cosas de niños, como suele decir el profesor mohíno y flemático, que luego lanza sentidas condolencias -seguro culpables- cuando hay flores y velas a la entrada del instituto alrededor de la foto de un exalumno que se ha dado de baja de la vida. Quien tenga la materia gris engrasada, no tendrá problemas en recordar lo que se siente cuando uno cree que el colegio, o el instituto, es un país entero. Un Estado con sus reglas, en las que nadie fuera de él es capaz de intervenir. Y cómo, quienes tiene el lóbulo frontal aún inmaduro, todavía incapaz de ver más allá de un palmo de sus narices, dictan esas leyes. A menudo injustas. Muchas veces, selváticas.
La neurosis de la sobrexposición invita a los susurros más desagradables a darse un banquete con la autoestima. Eso si hablamos de los adultos, no digamos ya los niños. Los alevines rinden un homenaje enorme a lo que sucede en su vida digital. Al fin y al cabo, como dicen muchos influencers, es su «marca personal». Y es ahí, en el opaco universo de la red, donde la mano que empuña el hacha, en este caso una fotografía manipulada, una conversación íntima capturada o decenas de comentarios sibilinos, se da un banquete de sadismo.
Como bien afirma el fiscal de menores, Manuel Pedreira: «En estas plataformas se están cometiendo delitos contra la libertad, contra la integridad moral, y se están usando para amenazar o coaccionar a otros. Estamos viendo también delitos de extorsión, a través del uso de la violencia o amenazas se pretende que el otro menor haga entrega de una cantidad de dinero». Porque aunque parezca mentira, el entorno digital deja recados muy pesados en el universo material. Deudas personales que fácilmente pueden empujar a los menores a un pozo de impotencia sin retorno. Incluso suicida.
«También delitos dentro de un ámbito tan delicado como la libertad sexual», señala Pedreira. «Sextorsión, donde previamente se han obtenido imágenes delicadas enviadas de manera voluntaria y después se utilizan para conseguir nuevas imágenes o encuentros de naturaleza sexual bajo la amenaza de difundirlas. La conciencia que tienen los menores sobre su privacidad, sobre lo íntimo, ha sufrido un proceso de distorsión».
Este último punto señalado por el fiscal se impone como uno de los aspectos más reveladores. La distorsión de la realidad y sus efectos es una de las características de las hormonas en ebullición. La minusvaloración de lo ajeno y la dramatización de lo propio, son síntomas de esa edad tan pava por la que todos transitamos y a la que, salvo lunáticas excepciones, ninguno querría volver.
Visto desde fuera, se impone una pregunta capciosa: ¿qué preferimos, que nuestro hijo sea el abusado o el abusón? Hay pocos padres que parezcan preocupados por la posibilidad de que sus vástagos sean quienes lleven a cabo las agresiones. Y para ello, en el cosmos digital, no es necesario que se trate de jóvenes macarrónicos con aspecto de sanguijuela. Cualquiera, por muy tierno que parezca, es capaz de poner en marcha la lacerante guillotina del ciberacoso. Ese es su poder. Esa es la fuerza de su anonimato y de la distancia que impone entre la víctima y el agresor.
Todos creemos intuir que es mejor el miedo destilado de encararse con el abusón, al arrepentimiento que te invade cuando te das cuenta de que ya es demasiado tarde. Pretendemos asumir que la insumisión se cobra menos remordimientos que el silencio. Por desgracia, a la hora de la verdad, no muchos están dispuestos a pagar ese precio. Y la intimidad ajena, como bien señala el fiscal de menores Pedreira, se viola con mayor naturalidad con que se defiende. El bullying digital es, tal vez, el terreno más inclusivo en la infancia actual. Cualquier adolescente puede ser objeto de él, al tiempo que también llevarlo a cabo. La mayor parte de padres temerán que sus hijos sean víctimas de ciberacoso. Pero, realmente, no sería mejor preguntarse, ¿y si mi hijo es un ciber matón?
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.