Cuenta C. Tangana en la entrevista con Jordi Évole que en uno de los mejores momentos de su carrera, cuando grabó ese vídeo tan chulo del Tiny Desk, en el que cantaba alrededor de una mesa con Kiko Veneno, La Húngara, Alizz o Antonio Carmona, él estaba hecho unos zorros.
A Évole, no sé por qué, le llamó mucho la atención: uno puede estar en la cumbre y estar fatal al mismo tiempo. Como Puchito. La historia no es nueva: muchas de las personas que adquieren fama masiva se vuelven a comunicar con nosotros desde las alturas para decirnos que allí arriba hace frío. Da igual: a la gente le entra por una oreja y le sale por la otra, y sigue intentado ser famosa, erre que erre. Habrá que experimentar eso en primera persona, ¿no? Los ricos también lloran.
Los muy famosos tienen mucha pasta y mucho reconocimiento y muchas fiestas, pero, ay, eso no lo es todo: sufren ansiedades y depresiones, falta de sentido vital, soledad extrema, síndrome del impostor, adicciones, pánico escénico, bancarrotas. Toda la vida persiguiendo la fama y hete aquí que no es para tanto. Este tipo de relatos ya son un género en sí mismo: artículos, documentales, biopics, libros que narran auges y caídas, el paseo por los infiernos de los que son los ídolos de nuestro tiempo, de Elvis Presley a Britney Spears, de Freddy Mercury a Eugenio, el de “¿saben aquel que diu?”. De prácticamente todo el mundo que pasa cierto nivel de fama se publican luego sus miserias y malos tragos. Y el género engancha, supongo que por el morbazo y porque supone una forma de venganza íntima de los que formamos las masas informes de morlocks: sí, serán famosos, pero no son felices. Nos quedamos mucho más flex.
La ansiedad por la fama crece por varios motivos. Cuando los famosos eran seres mitológicos e inalcanzables (no tenían redes sociales) parecía imposible que nosotros, simples mortales, llegásemos a alcanzar la fama. Eso nos dejaba muy tranquilos. Era impensable ser Lola Flores. Era gente de otra pasta. El brillo de los ojos no se opera. Pero ahora vemos que disponemos del instrumento (las redes sociales), y que mucha gente normal, incluso más despreciable que nosotros, y ya es decir, llega a ser famosa. Al menos famosa en su nicho, porque otra de las características de la fama contemporánea es que no es global, como la de Lola Flores, sino que va por barrios. Al fin y al cabo, buena parte de Instagram trata sobre simular que uno es una celebrity.
Se nos ofrece una sociedad competitiva e individualista, de modo que tenemos que generar nuestra marca personal y competir con cualquier hijo de vecino para lograr el éxito. No me gustaría ser joven ahora, y me compadezco de esos que asisten a los cursos de petarlo para dummies como los que imparte el influencer Amadeo Lladós (del que ya hablamos el otro día). En cualquier sociedad se da algo de individualismo y competición, y es natural que sea así, porque esa es una faceta de la vida, pero en la nuestra, ahora mismo, eso se convierte en una religión que parece querer vertebrarlo todo. Si no lo petas, es que eres, básicamente, un vago o un ignorante.
Lo curioso es que, a pesar de ese individualismo radical, de la insistente cantinela que de que lo podemos hacer solos, necesitamos a los demás para casi todo, sobre todo para tener éxito: el político busca votantes, el escritor lectores, el periodista seguidores, el músico, fans, el influencer, y todos los anteriores, followers. Followers. Followers. Muchas K’s. O una M. Nuestro éxito suele medirse en la capacidad de convencer a los demás de que nos aprecien, de que nos acepten, de que nos compren como el producto que somos. Ahora tenemos una medida casi científica para medir nuestra repercusión entre nuestros semejantes: el número de seguidores en redes que, sabemos, influye a la hora de avanzar en el mundo de la música, la literatura o el periodismo: un mundo distópico, tipo Black Mirror, donde nuestro destino depende de una cifra que nos otorgan los demás. Y al final, si lo conseguimos, descubrimos que la fama es una mierda. Haberlo dicho antes. Ah, que ya nos lo dicen.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.