La horrorosa tragedia de que empiece un nuevo año

Celebramos el nuevo año con la misma insensatez con la que celebramos los cumpleaños y los aniversarios, aunque muchos, en secreto, lo vivamos con terror, un terror avivado por los resúmenes del año anterior y las predicciones y propósitos para el que empieza.

Que empiece un año nuevo es un hecho de máxima importancia y sumamente trágico: nos recuerda la verdad incómoda de que el tiempo pasa, que nunca se detiene, se repone o retrocede: solo se agota. No sabemos lo que es el tiempo, de qué está hecho, cuál es su cometido, es un misterio que nos atraviesa y que solo tiene una característica: su paso, su tenaz huida hacia delante. El tiempo, si se para, no existe. Su esencia es su fugacidad, el tiempo es la fugacidad misma. 

Celebramos el nuevo año con la misma insensatez con la que celebramos los cumpleaños y los aniversarios, aunque muchos, en secreto, lo vivamos con terror, un terror avivado por los resúmenes del año anterior y las predicciones y propósitos para el que empieza. En realidad, lo trágico no solo sucede en el cambio de año, sino en el cambio de mes, en el cambio de semana, en el cambio de día, en el paso de cada una de esas rodajas en las que los humanos seccionamos el chorro imparable del devenir. En realidad, lo aterrador es el paso de cada segundo y la paradójica inexistencia de eso que llamamos “ahora”.

El tiempo somos nosotros, el tiempo es la materia de la que estamos hechos, “somos el tiempo que nos queda”, escribió Caballero Bonald, y cada vez nos queda menos. El tiempo que se tiende por detrás, el tiempo que ya hemos existido, eso que llamamos edad, es, tal vez, la principal característica que nos define, una de las primeras cosas que preguntamos al acercarnos a los otros, tal vez solo igualada por el sexo, el género, la ocupación, la clase o el lugar de nacimiento. Un puñado de datos que dicen casi todo de nosotros; pero quizás la edad sea el que los traspasa a todos y el que más nos iguala.

Yo fui un joven orgulloso y consciente. Alrededor veía a personas que estaban incómodas en su juventud: tenían prisa por crecer, por formarse, por crear familias, tener hijos, cargarse de responsabilidades, ser adultos. Yo era un integrista de la juventud y me gustaba vivir como un joven, pensar como un joven, ser insolente como solo puede serlo un joven y drogarme como solo un joven cuerpo puede resistir. Sabía que era joven y lo disfrutaba en toda su intensidad; aunque uno nunca entiende del todo lo que significa la juventud hasta que deja de serlo, y el mundo cambia a su alrededor, y el cuerpo no es el mismo, y las circunstancias, por mucho que uno se empeñe, le llevan a vivir de otra manera o, en caso contrario, a caer en el patetismo del que no sabe crecer. La juventud solo se entiende al 100% a toro pasado, el conocimiento llega en la ausencia, y quizás sea eso la esencia de lo joven: no entender del todo en qué consiste ni lo que vendrá después.

La edad define las etapas de la vida, lo que hay que hacer en cada una, la probabilidad de enfermar o de morirnos. Los jóvenes viven para el futuro, esperando que llegue, preparándose, imaginándolo, por eso ahora que no hay futuro me cuesta imaginar cómo pueden soportarlo. En este momento, aunque solo fugazmente, como todo, soy un señor de mediana edad, y aquellos amigos de la juventud que querían crecer están muy contentos, en su salsa, con sus movidas, pero a mí la edad me molesta como una piedra en el zapato y me veo en una fiesta a la que no me han invitado y en la que todo el mundo me mira raro. Una de esas fiestas en las que solo le queda a uno beber hasta el desmayo, pero ya no es plan, porque tiene uno una edad y las resacas son cada vez peores. La mediana edad: ese momento equidistante donde tiene uno que cuidar a los que vienen y a los que se van, al mismo tiempo que dar el máximo desempeño profesional, triunfar y exprimir la vida a través de las más excitantes experiencias. Pero también una edad aguada y sosa, una transición entre mundos sin referentes ni épica ni dramatismo: solo cotidianidad y esfuerzo. Menos mal que he sido padre y esa niña ha brotado como una colorida flor entre la grisura.

Pero todo es muy confuso, porque no tengo claro cuando acabó mi juventud o si tenemos que ser jóvenes todo el rato. Hoy todo es borroso y fluido: el sexo y el género, claro, y la verdad, pero también el trabajo, que se transforma, evita el arraigo, y nos exige formación durante toda la vida, pero también la edad, porque la juventud se acaba pero persiste, y nunca llegamos a madurar del todo, y hasta al envejecer nos incitan a no ser viejos de la forma tranquila y preparatoria para el tránsito final, sino a envejecer como si todavía no fuéramos viejos: eso que llaman el “envejecimiento activo”.

Empieza un nuevo año y ahora que ya han cesado los brindis y las serpentinas deberíamos estar acojonados.

Sobre la firma

Sergio C. Fanjul

Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.

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