Lo esperaba con ansia, con ilusión, una nueva oportunidad. Mi red social de confianza ya se había encargado de darme a conocer su existencia, y despertado en mí la curiosidad y el anhelo.
Pensaba que podía llegar a tiempo, y muchos pobres ingenuos como yo también lo han pensado. Llegamos tarde a Instagram por falta de visión y porque teníamos cosas que hacer, y a TikTok, también. Nos daba vergüenza hacer bailes frente a la cámara, porque no imaginamos nada más. Yo no tengo X (por cierto, el cambio de nombre a una letra “original” está abocado al fracaso, como autollamarse Rakel y escribirlo en el pupitre, no pretendo ser más lista que Elon Musk, pero más le habría valido poner una esvástica), también se me pasó el tren de Twitter.
Demasiado analógica para este mundo digital, me resigné al digno papel de espectadora. No me sentía mal de espectadora cuando veía la tele, por más que fantaseaba con tener mi programa de televisión. Pero nace con Threads la ilusión de un nuevo Operación Triunfo y la cola ya da la vuelta al planeta.
Realmente ha sido o como comprar acciones de Pfizer después de la primera campaña de vacunación de la COVID, cuando ya han sacado una vacuna ellos y otros tres laboratorios más. La misma sensación es de estar esperando que se abra la puerta del Corte Inglés para acceder a los mejores descuentos en las rebajas de enero. Un desesperado intento de conseguir las migajas de la popularidad digital, los 10 minutos de gloria del siglo XXI. Tarrrrrrdeeeeeeeeeee.
Hasta ahora parece una calamitosa carrera por la búsqueda de seguidores, que pasa por intentar interaccionar con el algoritmo como lo harías con tu nuevo jefe. Así lucen las primeras horas de lanzamiento de la plataforma. Los mismos influencers ya consagrados, las mismas caras que en Instagram, latón con baño de oro, que resiste mal el paso de tiempo, en este caso el lavado de cara es de simpatía, una red social en busca de un mundo mejor, sin críticas ni haters.
Si el algoritmo realmente diera instrucciones, haríamos paso a paso lo que se comandase. Obedeciendo el humano a la inteligencia artificial para conseguir sus favores. Suena a otra de mis fantasías de distopía futurista, pero es justo lo que he visto y sentido en mi primera incursión tímida.
Yo misma lo he pensado, ¿aquí que hay que hacer? Y creo que habría seguido al pie de la letra las instrucciones: “Para ser popular ha de colgar una lista de los objetos personales secretos de su mesita de noche, un baile en tanga bajo la lluvia, la receta del bizcocho de su abuela y cruzar a nado el canal de Suez”. Ahora que ha vuelto Wonka parece que estamos persiguiendo nuevamente el billete dorado.
Hay un perfil de usuarios que le habla al algoritmo con respeto, con cuidado, como temiendo que se enfade y les entierre al fondo del océano del intermundo. Otros bromean con él, como haciéndose los simpáticos. Unos pocos se mantienen en lo de siempre, cuelgan los mismo que colgarían en Instagram, pero envidian secretamente a quienes hablan con el algoritmo, porque de él depende su popularidad. Un cuarto grupo no sabemos qué hacer, porque anhelamos lo mismo que todos, pero no se nos da bien en ningún formato. Hasta ahora no he visto a nadie quejándose ni metiendo bulla, no nos atrevemos.
He sufrido un ataque de disociación al imaginarme un mundo en el que tengamos que ser políticamente correctos para las máquinas, en el que haya que decir las palabras exactas para ser atendido por el operador que será una IA, o por el médico, que será otra. La puerta de entrada del mensaje estándar, el primer filtro, será una computadora, y tendremos que portarnos bien si queremos acceder al siguiente nivel.
Habrá unas estrictas fórmulas verbales por las que tendremos que reaprender a comunicarnos y expresarnos. El 80% del diagnóstico médico puede ser llevado a cabo por un robot bien configurado, con la tecnología adecuada, ya a la vuelta de la esquina. El usuario deberá expresarse como habrá que hacerlo, pero eso ya lo enseñarán en las escuelas y será el pan nuestro de cada día. Y nadie sabrá de dónde viene esta expresión, ni habrá expresiones de ningún tipo.
El máximo lujo será poder ser atendido por un humano, en el hospital, el banco o el supermercado. Habrá, para los muy ricos, un trato “personalizado” y por fin esa palabra tendrá sentido, porque tendrás el último lujo, que será poder tratar con una persona, ser atendido por un ser humano.
Disfrutad de vuestra portera, vecinos, cuando sea una IA, no va a entrar al edificio ni vuestro hermano como no esté correctamente identificado, nada de amigos raros, dealers o tinders anónimos.
Volviendo al caso que nos ocupa, no sé si voy a ser capaz de bajarme de ese vagón de tercera en el que voy montada, si mandaré un mensaje secreto al algoritmo que me ayude a ser famosa, prometiendo lealtad eterna y permanencia, o si me conformaré con asomarme cual voyeur para deleitarme como público de ese Got Talent permanente que son las redes sociales, que sacan lo mejor de cada casa, a veces cosas muy bonitas, pero con poca o nada de utilidad, como los fuegos artificiales.
Mientras pienso en si escribir una frase ingeniosa o suplicar clemencia, me doy cuenta de que otra vez voy tarde, como los que quisieron cruzar el muro de Berlín cuando ya había muro, o invertir en bitcoins. Tarde como las mascarillas en plena pandemia. Los que vamos tarde vamos tarde, no hay nada que rascar. En el cohete de millonarios que irá a Marte tengo claro que no voy a entrar.
Este año voy a comprar lotería en la Manolita de Madrid, me veo con más posibilidades. Para ser sincera del todo, esto lo he escrito mientras hacía la cola.
*Elvira Herrería Martínez es licenciada en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, especialista en Psiquiatría por la Universidad de Alcalá de Henares y máster en Longevidad y Antienvejecimiento por la Universidad de Barcelona.