¿Sabes cuando pides algo en AliExpress y lo que recibes no es lo que esperabas? El encargo llega en una exhalación, pero nada es lo que debiera. La chaqueta roja es verde, el sable láser de tu hijo resulta ser un vibrador fosforescente y el kit de pinceles, en vez de ser para maquillaje, resulta ser para pintar Los girasoles de Van Gogh por cuadrículas. Frente a esto, hay quien pide explicaciones, reclama y arma la marimorena. La mayoría, por el contrario, hace de tripas corazón. Traga el error con la esperanza de que no sea tan malo y volverá a pedir, en no mucho tiempo, otro paquete manipulado. Una actitud secular para una tontería divina que también sucede en las aplicaciones de contactos…
Mucho se habla, en términos teóricos, del supermercado sexual construido en estas plataformas. Marcos, como dice la socióloga Eva Illouz, que nos convierten en promesas consumibles de una experiencia sentimental y sexual. También, como narró Judith Duportail en su libro El algoritmo del amor, espacios que despiertan dependencias egomaníacas y que están edificados sobre un perverso sistema de calificación, llamado ELO, al que se someten los usuarios. En definitiva, un poco una droga, tan adictiva en su extenso banco de oportunidades para la satisfacción, como peligrosa en la cosificación y la mutilación del romanticismo.
Sin embargo, yendo a un plano más práctico, podría decirse que Tinder no es, encima, muy distinto de ese AliExpress donde se equivocan las comandas. “Oh, vaya no eres tan… tan… guapo como en las fotos, ¿no?”, “¿Así que vuelves de un viaje a Shanghái? Pues habrás tenido que pillar dos asientos para calzar ese culazo, imagino…”, o “uhm, te veo más estorbada de lo que decías en tu perfil”. Y, no solo eso, pues hay veces que, directamente, en Tinder se estafan los pedidos. No contento con darte gato por liebre, a según quién no le dan ni picadillo de felino. Directamente, los manda de vacío.
Se pasa de la sorpresa ante una percepción, tirando a relativa, de lo que significa ‘inteligente’ para alguien, a que nos veamos nosotros mismos como tontos redomados cuando esa pareja tan encantadora, divina a rabiar y de absoluta coincidencia intelecto-emocional, resultar ser más tramposa que un calamar de silicona o La casa de subastas. El “no sé Rick, parece falso”, llega tarde. Ya se ha compartido información; fotos, datos, cumpleaños, aficiones y, de no haberse hecho directamente, al haber asociado la cuenta Tinder con una red social, ahí ya está todo el pescado vendido.
Luego, con las raspas frescas se pueden hacer muchas trastadas. Suplantación, publicación, monitorización, manipulación… y varios verbos más en acción y efecto que suenan a inesperado enema de plomo. El capitalismo amoroso es elástico, tremendamente flexible, hasta el punto de poder estirarse con clamorosa facilidad por la corrupción. La empresa global de ciberseguridad Kaspersky lleva años analizando datos respecto a estas técnicas que hacen de los senderos del amor una ciénaga de problemas.
Tinder, u otras aplicaciones de citas, metamorfosean su promesa de espantar a escobazos el recurrente sentimiento de soledad o el apetito sexual desatado en una picadora de la confianza. Lo más interesante: su aumento cada vez mayor. Cabría pensar que, informados frecuentemente como estamos de los peligros de la red y su anonimato digital, la gente andaría con mucho ojo, casi pisando huevos, en estas agencias matrimoniales de la app store. Pero, no. Cierto, hay más campañas de concienciación, pero, por cada anuncio ministerial, aumenta el número de usuarios. A más madera, más guerra. Sin ir más lejos, en la capital española hay un 46% de personas que usan, o han usado, una de estas apps… ¡Estamos hablando casi de la mitad de la ciudad más poblada de España! En palabras de un gran personaje: “No es cosa menor, dicho de otra manera: es cosa mayor”.
CONVERTIR TINDER EN UNA PESADILLA
Tanto es así que, en 2021, Kasperky realizó un estudio donde demostró que uno de cada siete usuarios de aplicaciones de citas había sido objeto del denominado doxing, o doxeo si gustamos de españolizar el término. Esta actividad consiste en revelar información personal de forma pública obtenida a través de Internet. Si a esta, ya de por sí, repugnante forma de sinceridad ajena, le sumamos otros términos, por ejemplo, sexting (envío de material con contenido sexual), la cosa se pone al rojo. Quema tanto que, en su expresión más extrema, puede llevar al suicidio.
Recordemos a Verónica Rubio, madre de dos hijos, quien en 2019 vio como su mundo se ahogaba por un video difundido entre sus compañeros en el que aparecía dándose un capricho provocador para deleite de un antiguo amante. El soberano cretino, rey de los desgracias, fue compartiendo aquel corto ejemplo de erótica doméstica (según se demostró en la investigación como forma de venganza) empujándola finalmente a colgarse, en un techo alto, de una cuerda corta.
Son muchas las palabras cruzadas que se pueden formar. Estas estafas tienen más nombres que trucos para birlar se mencionan en la película Nueve Reinas. Podemos unir doxing con… grooming (acciones deliberadamente realizadas por un adulto para ganarse la confianza de un menor por Internet) o con flaming (lanzar mensajes hostiles o insultantes para establecer una posición de superioridad) o incluso las tres juntas. Imaginemos la información de un menor publicada que es usada por un adulto para ganarse la confianza del crío y, cuando se ha logrado una buena relación telemática, este aquel comienza a fundirlo a insultos y crispadas manipulaciones.
De hecho, eso también tiene nombre: gaslight (manipular la autopercepción de la otra persona para hacerla dudar de su propia realidad o incluso escenificar situaciones extrañas con el fin de desorientar a la víctima). A estas añadamos también el famoso catfishing, básicamente crear una identidad falsa en redes sociales, y que a tantos dejó boquiabiertos con el programa Catfish: mentiras en la red. Sin olvidarnos del, ahora tan en boga, deepfake, que con el desarrollo de la inteligencia artificial es cada vez una posibilidad más recurrente (sí, efectivamente es raro que te encuentres con Elsa Pataky en Tinder, amigo, poco importa que las fotos y los videos sean de los más ‘auténticos’). Y rematamos la faena con el gossip (difundir rumores que pueden detonar el ciberacoso o cualquiera de los conceptos ya citados). Un Gossip Girl de verdad de la buena, de los que machacan la vida, sin tener que descolgarse por colegio-pijo-neoyorquino.
Al igual que los usuarios de las tiendas online ven con cierto fastidio que se les tome el pelo con su comanda, las apps de citas no distan mucho de producir la misma frustración. Salvo, quizás, que en este caso la decepción puede hacer caer a la víctima por una espiral de desesperación, angustia, malestar y deterioro psicológico de espanto.
Por eso no debemos cejar en nuestra insistencia por una mayor concienciación sobre lo que compartimos en privado o divulgamos abiertamente en Internet. Porque si mamá nos dijo que no habláramos con extraños, un match en una aplicación no los convierte en conocidos. La red es un océano infestado de apasionantes aventuras, pero también plagado de piratas y monstruos marinos que no dudarán en aprovecharse de cualquier despiste, o traspiés, para meter cuchara y sacar el máximo beneficio. Lo cual, honestamente, es una lástima.
Cuanto más se conecta todo entre sí, cuanto más ampliamos nuestro horizonte de oportunidades, más excusas encontramos para la desconfianza. Llámalo deterioro moral, individualismo caciquil o sistema deshumanizado… Sea como fuere, incluso en los sacrosantos toboganes del amor, hay quien clava pinchos para mangar carteras, amenazar con su presencia o, directamente, para hacer la puñeta.
Aquí está el miedo y asco en las tinieblas de Tinder, frente a las que sólo cabe andarse con pies de plomo, y tener olfato para no caer en la trampa, desafortunadamente, cada vez mejor pertrechada.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.