Procuro olvidarte
Manuel Alejandro (versionada por Aitana y, mucho antes, por el gran Bambino)
siguiendo la ruta de un pájaro herido
procuro alejarme
de aquellos lugares donde nos quisimos.
La cosa no para desde hace días. Bombones, flores, cenas a dos y escapadas románticas se multiplican. Los juguetes sexuales hacen su agosto. Gente que no pisa un parque desde los botellones adolescentes tiene la brillante idea de hacer un pícnic. Salir a ver las estrellas se convierte en planazo, sobre todo con la descarga previa de SkyView, para quedar de erudito astrofísico y no de astrólogo cenizo. Los museos ven a parejas prodigándose encantadoras carantoñas a las que el Bosco o el Greco parecen poner inexplicablemente a tono y, por supuesto, las barcas del Retiro de Madrid se cotizan como gramos de perico en el after canallita de Froilán.
El desprecinto circunstancial de este consumo tan oportunista no tendría por qué afectarnos. Bastaría con enrollarse la manta a la cabeza, no salir de casa y descargarse un par de películas de Steven Seagal, antónimos orgánicos de todo amor que no sea al cine cutre. Pero existe un avasallamiento del que es difícil huir: los anuncios, los videos de influencers, las promociones, post en redes, tuits, ¡incluso este maldito artículo!, todo para atizarle anabolizantes a la jornada avivando compromisos impostados o una encabritada sensación de soledad.
Las fechas que se pretenden recordatorios de lo importante que es el amor alcanzan a desangrar a quienes carecen de él. Habría que colgar de los pulgares al que las ideó e ilegalizarlas, suelen pensar uno cuando, por diversas razones, se ve pidiendo el menú individual. Puede que, incluso, aun pidiendo el compartido.
Porque todos albergamos en el armario los fantasmas de parejas pasadas. Salvo, tal vez, los incels, que pueden guardar el de alguien que ya apesta a panceta caducada. Y esta fecha, la compartamos o no, siempre tiene el potencial de regar los cadáveres de la culpa, el arrepentimiento, la obsesión o el drama de un pasado que no se desprende ni con aceite de trementina.
Ahí entran a jugar las redes con una crueldad de lo más rentable. Instagram, Facebook, TikTok… sacan lo peor de alguien, y con lo peor me refiero a esa parte autodestructiva, masoquista, de vicio por el bondage digital tenaz en los caminos del rencor y de la comparativa más inútil. Paraísos de obsesión que van dejando miguitas de pan indirectas e inesperadas para que los despistados acaben chapoteando en la ciénaga del drama.
Por poner un ejemplo reciente, imagino ahora a Shakira, de madrugada, los críos chupándose el pulgar y ella, abrigada por la opulenta nocturnidad de su mansión, revisando las fotos del Salpiqué con la Claramente disfrutones de su compañía mutua filtrada artificialmente hasta la saciedad. La imagino ebria de rabia porque, igual que todos visitamos al señor Roca (excepto Kim Jong-un), todos experimentamos desagradables ramalazos de celos o dolor al enfrentarnos a la felicidad que una vez fue nuestra, y ahora pertenece a otro.
También veo a Miguel Bernardeau dándose un garbeo por su Instagram, con la gazuza del viernes noche prefarra, haciéndosele la boca agua con un McDonald’s recién pedido por la aplicación. Se da de bruces entonces con una historia de la marca de hamburguesas, recomendada por el algoritmo, en la que se habla de la pareja del año, sutil, pero vociferantemente, como la compuesta por su exnovia, Aitana Ocaña, y el mojabragas a la mode de Sebastián Yatra… Me solidarizo sinceramente con Miguel, o con cualquiera que tenga la desafortunada chance de emparejarse con una figura así de pública. Esas sorpresas pesadas, como yunques macizos, que deben caer sobre la nuca a peso-plomo, seguro que avivan el apetito por una parejita anónima.
La diferencia más acusada, si cabe destacar alguna, en esto del San Valentín emocionalmente-sangriento de Internet, sería la democratización del exhibicionismo y, por lo tanto, de su contraparte autolesiva. Miguel o Shakira, ahora u hace décadas, se las habrían tenido que ver con fotos del ¡Hola!, entrevistas de Interviú y demás prensa del corazón (a la que, por cierto, suele faltarle bastante de ese órgano y sobrarle bilis), viviendo su particular Notting Hill, o su Vargas Llosa/ Presley. En este nuestro accesible tiempo, son escasos quienes se desentienden de todas las redes sin verse tentados, de una forma u otra, a intervenir los perfiles de los amantes marchitos a lo Ulrich Mühe en una versión actualizada de La vida de los otros.
Hay veces que no logramos resolver nuestros problemas cuando la solución está delante. Otras, corremos hacia el drama como si nos pusiera cachondos. Nadamos en dirección a la isla de la satisfacción, creyendo que calmando el deseo la angustia latente se esfumará, y acabamos en el istmo de las gilipolleces, con dolor de barriga y arrepentimiento. Por San Valentín, mal que nos tiente un Thanatos cerval, es menester no estudiar el álbum online de fotos de los ex. La sorpresa puede ser desagradable.
Según Milan Kundera, la casualidad era algo lleno de encanto, el eje principal del amor, pero había que forzarla para hacerla realidad. Descolgarse por el mismo café, trabajarse los mismos círculos, seguir un mismo recorrido… Invocar el azar, que diría una plegaria a San Judas Tadeo. El panóptico digital en el que vivimos, usando el término de Byung-Chul Han, amplía el campo de batalla a los follows, los me gusta y los comentarios, cuando no te planta directamente una diana en la cabeza con las aplicaciones de contactos. Tanto monta, monta tanto y, a la hora de la ruptura, el mismo plan a la inversa. Ni el mismo café, ni los mismos círculos, ni el mismo recorrido… lejos los follows, los me gusta y los comentarios, y cerca el tembleque por encontrarse el perfil del amor quemado en Tinder.
Pero, oye, evitemos darnos gato por liebre a nosotros mismos. La cruda realidad es que, de tener ocasión, de presentarse la oportunidad, en un día como hoy la curiosidad puede poseer a cualquiera firmando un tour en redes por los amores, correspondidos o no, del pasado e incluso por los que se babea para el futuro. El fruto de semejante siembra está, por lo general, algo podrido; sujeto a las circunstancias porque no son las que se esperaban.
Miradas lavadas sobre pantallas luminosas donde desfilan imágenes de besos, pícnics, bombones y tramposa astronomía, de las que te gustaría ser el protagonista, pero en las que te quedas como mero y triste espectador. Lo mejor, para todo solitario, es vivir el día cual monje cartujo. Para las parejas, disfrutar discretamente, sin pompa ni armiño, gozando en plan íntimo con el fin, si no guay, sí honrado, de evitar ir fardando de lo que a otros escasea. Puede que así, ¿quién sabe?, nos ahorremos unos miles de dramones.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.