Me siento como un pato con una brújula incorporada. Como un niño al que su padre marca la dirección sin saber dónde está, sólo el destino prometido. Si voy por un sitio, o por otro, es asunto suyo. Cogido de la manita, deambulo patizambo y risueño mirándolo compulsivamente con miedo. Soy consciente. Sin él, estaría perdido.
El problema es que no soy ningún infante. Tengo consciencia, al menos en parte, y debería de conocer el camino porque es la única forma de tener influencia sobre el final. Ese lugar, fuera de la ciudad, donde Batiato decía que encontraríamos el amor. Mi cartografía mental, sin embargo, está en horas bajas. Conocer calles, avenidas y recovecos de la parcela de juegos urbana donde habito es, hoy día, una quimera. No especialmente irrealizable, pero sí dominada por la pereza. ¿Para qué, se pregunta uno, voy a aprender lo que Google Maps me sirve en bandeja?
Este pensamiento me recuerda a un hastío juvenil, cuando te enfurruñabas por tener que saber de sumar, restar y dividir con agilidad cuando las calculadoras, ¡ahora incluidas en los móviles!, ya lo hacían por ti. Encima, mucho más rápido y preciso. El docente solía trabarse en la justificación. Un escueto “porque hay que hacerlo y punto” solía atajar el debate, demostrando que ni ellos lo sabían. Pero otros, más agudos y perspicaces, sí llegaban a un punto coherente. “En primer lugar, porque así ejercitas el cerebro. Adquieres habilidades que, aunque tú no lo sepas, te permiten integrar otras. En segundo, porque no siempre vas a tener el móvil a mano”. Bien por la primera parte, cuestionable en la segunda.
La mecanización de las actividades humanas va camino de cubrir la cotidianidad hasta el punto de los implantes cutáneos (más próximos de lo que nos imaginamos). En ese futuro de cíborgs con un contenido orgánico tecnológico a la altura del Inspector Gadget, de poco servirá pensar en la posibilidad de no tener la calculadora a mano. Pero sí hay un apartado que subyace en el alegato del metafórico pedagogo que resulta imprescindible: el de la autonomía. Saber dividir y multiplicar labra una herramienta mental que permite dudar. Azuza la posibilidad de la discordia que es el antagonismo de lo esclavo.
Volviendo a los mapas, nadie cuestiona que la cartografía digital es un hito incontestable y provechoso. Los cambios acelerados que sufre la superficie terrestre debido a procesos de naturaleza dinámica hace que los mapas analógicos sean estancos y de alta caducidad, mientras que los digitales disfrutan de una actualización accesible y económica. La teledetección vía satélite permite conocer en tiempo real, y transmitir, variaciones geográficas para las que antes se hubieran requerido procesos de comprobación mucho más lentos.
Por no hablar de la falta de accesibilidad global que proporciona internet. Se calcula que alrededor de 1.000 millones de personas se dejan guiar al mes por Google Maps. La aplicación del gigante tecnológico ha llegado a trazar las partes del mundo donde vive un 98% de la población mundial, lo que no es moco de pavo. Los coches de la compañía, que recorren las calles de las ciudades con esa especie de bobinas de Tesla en miniatura enganchadas al techo, llevan más de 16 millones de kilómetros en Street View.
Cabría pensar, ¿qué pasa con las zonas inaccesibles a los vehículos? Pues para esas la compañía usa unas mochilas, llamadas ‘excursionistas’, que se atan a camellos, burros, ovejas y humanos, animales todos bien recompensados, a fin de mapear hasta el recoveco donde germinó la zarza ardiente del monte Sinaí. Restando, eso sí, ciertos territorios de muy difícil acceso. Como, por ejemplo, la isla Sentinel del Norte, donde no conviene acercarse, excepto en un arrebato suicida buscando acabar empalado por una flecha primitiva. Para todo lo demás, Google Earth, que, empleando la ya citada teledetección, ha logrado cartografiar casi 50 millones de kilómetros cuadrados con imágenes satélite de alta y baja calidad. Vamos, que si el baño de uno tiene una ventana lo más seguro es que lo hayan pillado hasta en mitad de las deyecciones.
Dicho esto, la cartografía digital y su acceso móvil es un arma de doble filo. Su sorprendente logro tecnológico tiene, a su vez, una peliaguda consecuencia social: la vulneración de la autonomía de la que hablábamos.
Comencemos por aclarar que todo análisis geográfico está infectado por la pugna política. No es ninguna novedad la manipulación cartográfica con fines militares o de desinformación civil. Su uso viene desde antaño. Un ejemplo sería el Atlas Miller (1519), un atlas de financiación portuguesa que trató de impedir el viaje de Magallanes y Elcano manipulando la posibilidad de circunnavegar la Tierra, presentando una franja terrestre que unía América con ambos polos. A este podemos sumarle miles. En 1988 el jefe de las oficinas de cartografía de la URSS, Victor Yashchenko, afirmó que se habían falseado virtualmente todos los mapas soviéticos durante 50 años. Y, hoy día, la cosa no ha cambiado.
Es difícil dudar de que exista información fabricada a gusto de los Estados en cuanto a la integridad territorial, pero es que el asunto va más lejos. Google Maps, sí, la propia compañía, ya se encarga de hacerlo según convenga. La empresa se pasa por el arco del triunfo los informes internacionales y pasea una interpretación del mundo a la carta de los intereses estatales. Así, si uno busca desde un servidor ruso la península de Crimea la verá rayana y perteneciente a la Federación Rusa. En cambio, si se lleva a cabo la misma búsqueda en Ucrania, esta aparecerá delimitada por una línea de puntos que marcan la existencia de un conflicto armado. Y ojo, que esto se extiende por todo el globo, como señalaba el periodista Luis Esteban G. Manrique: “Alrededor de las islas Spratly en el mar del Sur de China, Google Maps ofrece cinco versiones distintas: una para cada uno de los países que reivindica su soberanía (Brunéi, China, Taiwán, Malasia y Filipinas)”. A cada cerdo su san Quintín y a cada nación su versión de los hechos.
Alaska y Dinamara cantaban en los años 80 Solo creo lo que veo, un aforismo que, en este caso, parece chungo si tenemos en cuenta que los mapas, como tal, son de por sí una percepción del mundo físico que nos es inalcanzable al ojo. La reproducción en dos dimensiones de un mundo en tres (al menos para los humanos) implica distorsiones orgánicas, variaciones que, al igual que dijo Orwell de la historia, son escritas por los vencedores. Y pareciera que la capacidad de la cartografía digital para brindarnos una presentación en imágenes habría de ser mucho más legítima, que sin duda lo es, pero ¿acaso no son también las imágenes sujetos potencialmente manipulables?
Alejándonos ahora un poco de la geopolítica, podemos transferir estas dudas a nuestra cotidianidad. El camino que nos presenta Google Maps cuando nos encomendamos a él ciegamente para alcanzar nuestro destino puede ser, igualmente, objeto de retoques interesados.
Elucubrando, cabría pensar que los dictados del capital postrado ante el consumo estarían dispuestos a favorecer el tránsito por zonas enfocadas a hacer caja, en vez de un paseo por parques y asfaltos sin la tentación de la tarjeta de crédito. Porque la mejor ‘fuente’ de la cartografía digital es ‘de ingresos’, y los millones invertidos en todos esos coches con cabezas plagadas de cámaras han de encontrar una rentabilidad. Un beneficio al que los ciudadanos harán la divina diligencia cuanto menos sean capaces de funcionar en su día a día sin la herramienta de Google.
Para eso sirve deambular. Navegar sin rumbo, pero con el catalejo atento a los adoquines que se pisan. Flaneando a lo Baudelaire conoce uno las muescas del hormigón, la idiosincrasia acústica de un bloque de apartamentos, el bar sin wifi y con caja registradora del año de la tana, la excepción; el eslabón perdido. Esos lugares que, aunque los mapas digitales tengan en cuenta, a lo mejor ven sin interés. Sitios que se conocen por la práctica y no en la teoría de las pantallas.
No entraré aquí a cómo perderse está más pasado de moda que el VHS o el VIH. Cada vez son menos los que se preocupan por hacerlo, enterrando, en consecuencia, las jugosas aventuras que deparan a quien tiene por destino caminar y no apostarse. Sin descuidar, además, lo extraño que se hace ahora preguntar por una dirección. A mí, cuando me toca, siempre suelo elegir al más ajado y canoso de los transeúntes, habitualmente los únicos en posesión de un conocimiento, con Google Maps tan denostado, pero inequívocamente liberador, como es la sabiduría urbana.
Los mapas digitales nos facilitan la vida. Nos permiten procrastinar las salidas y evitar almacenar en la memoria los nombres de viejas glorias que vigilan desde sus placas de aluminio las esquinas de las calles. Pero también nos hacen más dóciles, menos dispuestos a lo desconocido y alérgicos a la comunicación esporádica. Ni se me ocurriría proponer su desaparición, ya desde luego imposible, pero sí que no vendría mal empollar un poco el callejero de tanto en tanto, así como revisar las tablas de multiplicar…
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.