Una de las anécdotas que más me gustan sobre la historia del dinero es la del origen del canto de las monedas. Y es que ese borde con estrías, números u otros adornos nació como respuesta a la picaresca humana gracias al ingenio de Isaac Newton. No contento con su importantísima contribución a la física, a finales del siglo XVII diseñó este sistema para evitar un típico ardid de la época que consistía en limar ligeramente el borde de las monedas.
Como entonces solían fabricarse en oro y plata, no tardaron en aparecer pillastres interesados en hacerse con unos miligramos de aquellos valiosos metales en forma de polvo. Y claro, a medida que iban siendo limadas al pasar de mano en mano, su cada vez menor tamaño iba reduciendo su valor, lo que mandaba al traste todo el sistema. Más de 300 años después, la aportación de Newton a la numismática no solo sigue vigente, sino que ha evolucionado para aumentar sus aplicaciones. Algunos de los distintos patrones también sirven, por ejemplo, para ayudar a las personas con discapacidad visual a diferenciarlas.
Eso sí, aunque las monedas llevan circulando por el mundo y evolucionando desde su origen hace casi 3.000 años, en la actualidad se enfrentan a un futuro incierto a causa de la digitalización. Tanto ellas como sus primos, los billetes, podrían tener los días contados a medida que las distintas formas de transacciones online, las monedas nativas digitales y el dinero habilitado por blockchain se van abriendo paso en el cada vez mayor y complejo ecosistema financiero mundial.
Como no podía ser de otra forma, la pandemia de COVID-19 ha jugado un importante papel en la extinción de la calderilla. Mientras que hace tres años muchos comercios todavía se resistían a las transacciones digitales luciendo carteles de “Solo efectivo”, el miedo a los contagios vía billetes y monedas provocó un cambio radical en la señalética. “Solo se admiten pagos con tarjeta”, suelen decir ahora. Pero si hay una gran responsable de los pronósticos que auguran el inminente fin del efectivo, esa es la innovación tecnológica.
Si Internet se ha convertido en un espacio para la vida con casi más peso que el entorno físico, era inevitable que parte del ecosistema de las transacciones económicas también se digitalizara. Lo que tal vez no vimos venir es que, mientras el trabajo, el ocio y la salud humana siguen parcialmente anclados al mundo real, la versión física del dinero podría volverse tan exótica e infrecuente como los cheques y los pagarés. La innovación asociada al universo del dinero ha adquirido tanta relevancia que hace años que tiene nombre propio: fintech o sector de las tecnologías financieras.
El hecho de que el dinero sea una variable presente en todas las industrias de la economía, sumado a la relativa facilidad de construir apps, plataformas y servicios asociados, ya sean métodos de pago entre pares, herramientas de ciberseguridad financiera y sistemas gamificados de ahorro, entre otros muchos, ha hecho que sea prácticamente imposible acudir a un desafío de emprendimiento o concurso de start-ups del sector se sea sin encontrar alguna propuesta de este tipo. No es de extrañar si se tienen en cuenta que en 2019, de entre todas las empresas emergentes que había en el mundo, las de tecnologías financieras fueron las de mayor representación, con un 8,7% del total.
La fiebre por las fintech es tal que solo en la primera mitad de 2022 las inversiones mundiales rozaron los 110.000 millones de dólares, según KPMG. Y, a pesar de que la consultora señala un descenso frente a 2021 a causa de la inestabilidad geopolítica internacional, también matiza que se trata de una bajada comprensible dado que 2021 fue un “año masivo” para el sector, y añade: “Aunque se espera que la incertidumbre que impregna el mercado continúe, la diversidad de subsectores fintech combinada con la diversidad de jurisdicciones capaces de atraer fondos podrían ayudar a mantener una inversión relativamente sólida a corto plazo”.
CÓMO SE PAGA
Entre los subsectores de la industria de las tecnologías financieras, KPGM señala algunos como la ciberseguridad, la gestión del patrimonio y los seguros. Pero si hay dos áreas clave, son los tipos de dinero y los métodos para intercambiarlo, es decir, con qué pagamos y cómo lo hacemos. Y dado que las divisas tradicionalmente físicas como el euro ya se han mudado parcialmente al mundo digital al tiempo que han surgido nuevas formas de dinero puramente virtual, lo que resulta es un mosaico de términos, tecnologías y opciones entrelazadas que muchas veces cuesta distinguir.
Bizum, euro digital, criptomonedas, transferencias, PayPal, pagos móviles, bitcoins, efectivo… ¿qué es cada cosa? Vamos a empezar por lo más sencillo: las divisas tradicionales. Ya sea el euro o nuestra querida y extinta peseta, ambas han sido las monedas de curso legal españolas durante sus respectivas épocas, del mismo modo que la libra manda en Reino Unido y el dólar, en EEUU y varios países de América Latina. Aquí los productos y servicios se pagan en euros y, hasta hace no mucho, la vía principal para hacerlo era el efectivo.
Pero, como la mayor parte del capital de empresas y particulares se almacena en bancos, también es posible ordenar transferencias, que mueven el dinero de una cuenta otra sin necesidad de tocarlo. Antes de Internet, para hacer esto era necesario acudir a una entidad que realizara el proceso, pero gracias a la digitalización, cualquier usuario puede acceder a su cuenta a través de la web para ordenar una. Lo único que cambia es la interfaz, pero el proceso es el mismo.
Como le decía al principio, los billetes y monedas también conviven con otras representaciones físicas del dinero, como los cada vez menos frecuentes cheques y pagarés. Los primeros son una especie de documento en papel que equivale a una cantidad de dinero asociada a una cuenta, mientras que el segundo representa un compromiso de pago futuro asociado a un individuo o entidad. Y luego aparecieron las tarjetas. Estos trozos de plástico nos permiten vivir como si lleváramos todo el dinero de cada una de nuestras cuentas en la cartera, ya sea un euro o un millón.
A través de dispositivos compatibles como los TPV y de distintas aplicaciones digitales, cualquier tarjeta permite enviar la orden de mover un importe concreto de una cuenta a otra. Y, como no podía ser de otra forma, incluso ellas se han virtualizado y colado en nuestros dispositivos. Gracias a los pagos móviles cada vez es más común ver a personas pagando directamente con su teléfono o con su reloj inteligente. Pero la tecnología nos ha traído varias formas más de mover dinero de un sitio a otro sin tener que tocarlo, cada una con sus propias ventajas.
La primera gran disrupción para el mundo de los pagos digitales llegó alrededor del cambio de milenio con PayPal, el primer sistema online de pago entre pares. Entre sus fundadores destaca el mismísimo Elon Musk, y se considera que la plataforma fue uno de sus primeros grandes éxitos empresariales. Su objetivo principal es el de permitir pagos digitales sin necesidad de compartir datos bancarios (como el número de tarjeta y de cuenta), siempre que el receptor incluya la plataforma entre sus métodos de pago. La propia Renfe, por ejemplo, la acepta, y el número de cuentas activas a nivel mundial, tanto de particulares como de empresas, roza los 430 millones.
La otra gran innovación, y que además tiene sello made in Spain, es la archiconocida Bizum. Nacida en 2016, su principal atractivo y diferencia con PayPal es que se vincula con las cuentas bancarias a través del teléfono. Al estar integrada directamente en las distintas aplicaciones móviles de los 31 bancos que ya la aceptan, los usuarios solo necesitan el número de la persona o comercio a los que quieren enviar su dinero y que el receptor, a su vez, también opere con una entidad bancaria suscrita al servicio. (Ojo con equivocarse con el número de teléfono, que yo una vez recibí un Bizum por error y no encontré forma de devolverlo).
Gracias a su facilidad de uso y a que las transferencias son instantáneas, el servicio se ha convertido en un éxito para los pequeños pagos, como el reparto de la cuenta durante una cena de amigos o la compra de un regalo entre varios. Su popularidad es tal que, durante un par de años, los usuarios de ING sufrieron frustrados cómo la mayor parte de los españoles disfrutaban de Bizum mientras ellos se veían sometidos a los intentos de su entidad de popularizar Twyp, su versión alternativa (aunque ligeramente diferente). Pero tras muchos esfuerzos en publicidad, finalmente el banco naranja claudicó, se asoció a Bizum y a mediados del año pasado echó el cierre a su proyecto.
El universo de aplicaciones, servicios y tecnologías de pagos, con sus distintas ventajas y desventajas, es mucho más complejo, con otras opciones muy populares como Stripe, Venmo y el chino Alipay. Y lo mejor es que, gracias a la cada vez mayor innovación del sector, algunos actores están ingeniando nuevas funcionalidades impensables hace tan solo unos años. Una de ellas es ‘¿Dónde está mi pago?’ de PagoNxt, que permite monitorizar el estado de una transacción en tiempo real como si de un paquete o un VTC se tratara.
“Es una cuestión de repensar la actividad”, nos dijo hace unos meses su CTO, Ventura Miquel. De hecho, la propia empresa nació bajo esta misma filosofía para convertirse en la plataforma de pagos global para reunir todas las soluciones de pagos del Grupo Santander bajo un mismo paraguas, tanto para los clientes de la entidad como para usuarios externos. Y es que, aunque el día a día financiero de las personas suele estar dominado por las pequeñas transacciones, los negocios y el comercio internacional requieren funciones mucho más complejas, como los cambios de divisa, la gestión de grandes cantidades de efectivo y distintas formas de financiación.
CON QUÉ SE PAGA
Si se fija, todos los métodos de pago mencionados tienen dos cosas en común. La primera es que, en todos los casos, el dinero que se mueve de un lado a otro, ya sea de forma física o digital, es siempre el mismo: euros contantes y sonantes (dentro de la zona euro, claro). Y la segunda es que, aunque existan actores intermediarios no bancarios como Bizum y PayPal, a excepción de las transacciones en efectivo, todas las demás están asociadas a una cuenta bancaria. Es decir, salvo aquellos que aún guarden todos sus ahorros bajo el colchón, el grueso de la actividad financiera global pasa, sí o sí, por los bancos.
Fue precisamente esta dependencia la que inspiró otra de las grandes innovaciones de nuestro tiempo: las criptomonedas. Frente al euro, la libra, el dólar y cualquier otra divisa fiduciaria oficial, las monedas criptográficas habilitadas por cadenas de bloques son una forma de dinero fundamentalmente nueva. Como ya explicamos en el Tecno Para Mortales sobre blockchain, bitcoin, la primera y principal criptomoneda del mundo, fue diseñada para fluir de forma segura sin necesidad de estar vinculada ni controlada por ningún banco ni autoridad central.
Y lo consiguió. Desde su lanzamiento en 2009 ya se han minado más de 19 millones de bitcoins, una cifra muy cercana a su límite máximo por diseño de 21 millones. Esta característica intenta imitar al carácter deflacionario del oro que respalda las divisas tradicionales y que implica que su valor está vinculado a la cantidad de metal disponible. Cuando el total de bitcoins minados llegue a ese número, ya no podrá crearse ninguno más, del mismo modo que los ni gobiernos ni los bancos pueden ponerse a imprimir más billetes y monedas para mejorar su economía.
Pero, a diferencia de la naturaleza relativamente estable de las divisas tradicionales respaldadas por el oro (una frase que cuesta escribir en este momento de la historia dominado por la inflación), el valor de la mayoría de las criptomonedas no está respaldado por nada más que su propia oferta y demanda, lo que lo vuelve increíblemente volátil. Esa es la razón por la que, tras un 2022 plagado de escándalos y hundimientos en el sector cripto, frente a los más de 60.000 dólares que cada bitcoin llegó a valer en 2021, en el momento de la redacción de este artículo su precio no llega ni a los 17.000 dólares.
Para eliminar el problema de la volatilidad, el propio sector se las ingenió para crear una alternativa, las stable coins o criptomonedas estables. Pero ni siquiera ellas han conseguido superar los retos de sus volátiles homólogas, como demostró el colapso de la stable coin Terra en mayo del año pasado. Aunque su valor supuestamente estaba vinculado al del dólar, en menos de una semana, cada unidad pasó de rondar los 80 euros a prácticamente nada, y así sigue desde entonces.
Aun así, tanto los maximalistas de bitcoin como los defensores de las criptomonedas en general siguen apoyándolas y confiando en su potencial como alternativa financiera a los bancos, mientras que otros muchos desalmados siguen usándolas para especular y perpetrar estafas. De todo hay en la viña del cripto. Por eso no es de extrañar que su volatilidad, su facilidad de uso para fines delictivos y su generalmente imperfecto diseño hagan que las entidades financieras y reguladoras suelan mostrarse escépticas o directamente contrarias a ellas. De hecho, además de la regulación, varios gobiernos están respondiendo al envite de las criptomonedas con sus propias divisas criptográficas oficiales, como el euro digital.
Eso sí, a pesar de compartir nombre, no deben ser confundidos con sus homólogos fiduciarios usados de forma virtual. Una cosa es pagar virtualmente con un euro tradicional que tiene una versión física y otra, utilizar un euro digital habilitado por cadena de bloques que solo existe en Internet. Pero no se apure si le cuesta entender la diferencia, ya que, las criptomonedas de banco central (CBCC, por sus siglas en inglés), que serían igualmente oficiales y de curso legal, también ha levantado algunas cejas de escepticismo.
La principal duda en torno a estos proyectos está en su aporte de valor frente a sus homólogas tradicionales. La gran ventaja de las criptomonedas como bitcoin reside en su descentralización y en su capacidad para fluir sin estar atadas a ningún banco ni entidad central, así que, ¿qué sentido tiene crear alternativas criptográficas al euro, al dólar y al yuan sin el principal atractivo de las criptomonedas y con más o menos las mismas funcionalidades que las monedas tradicionales usadas digitalmente? Esa sigue siendo la gran pregunta, y yo, de momento, me siento incapaz de responderla.
La información preliminar sugiere que, gracias a blockchain, la divisa virtual europea sí podría eliminar la necesidad de disponer de una cuenta bancaria. Mediante carteras virtuales habilitadas por cadena de bloques, los ciudadanos europeos podrían realizar transacciones sin tener que pasar obligatoriamente por una entidad financiera. No obstante, el propio Banco Central Europeo (BCE) admite que el proyecto del euro digital todavía está en fase de investigación y que aún no tiene “todos los detalles de la propuesta final” sobre sus ventajas y sus retos.
Y, por si fuera poco, el yuan digital, el proyecto de CBCC más avanzado (lleva en funcionamiento de forma experimental desde 2021) ni siquiera se basa en cadenas de bloques, por lo que no puede considerarse una criptomoneda al uso y hace que sea aún más difícil encontrar diferencias frente a su versión tradicional. Aun así, todo apunta a que 2023 podría ser el gran año de la transición. Tanto el Gobierno Chino como otros muchos siguen trabajando en sus propias monedas digitales estatales y el BCE estima que el lanzamiento del euro digital podría empezar en septiembre.
Se supone que eliminar la intermediación de los bancos podría mejorar la inclusión financiera de la población no bancarizada. No obstante, dado que estas personas suelen carecer de cuenta bancaria, precisamente, porque sus condiciones socioeconómicas no les permiten acceder a servicios financieros gratuitos, no está del todo claro si un euro digital o cualquier otra criptodivisa oficial, y por tanto sujeta a posibles comisiones y rastreos, sería la solución a sus problemas.
De hecho, aunque la pandemia de COVID-19 haya acelerado la digitalización de las finanzas, el efectivo ha sido el medio de pago más utilizado en España para compras en comercios físicos y los pagos entre particulares en 2022. Así que parece que lo único que está claro es que el futuro del dinero está en una plena ebullición marcada por la tecnología y la lucha contra todo tipo de fraudes financieros. Y, aunque todo apunta a que la digitalización va a tener cada vez más peso en el ecosistema financiero, la buena noticia es que vamos a poder seguir disfrutando del innovador canto de las monedas de Newton durante unos cuantos años más.
Sobre la firma
Periodista tecnológica con base en ciencias. Coordinadora editorial de 'Retina'. Más de 12 años de experiencia en medios nacionales e internacionales como la edición en español de 'MIT Technology Review', 'Público', 'Muy Interesante' y 'El Español'.