Vi por primera vez el cielo en 1996. Aquel verano asistía a un campamento juvenil en los alrededores del pantano de Gabriel y Galán, cerca de Granadilla, en la provincia de Cáceres (España). Una noche nos alejamos del poblado, escabulléndonos entre los árboles, y llegamos a una ermita abandonada llena de grafitis. Miramos hacia arriba: allí estaba el cielo, el cielo real, proyectado sobre la verdadera oscuridad. Yo había visto muchos sucedáneos del cielo, de los que se ven en las ciudades, cielos anaranjados, cielos lechosos, cielos violáceos, cielos en los que apenas se intuye un puñado de estrellas. Pero aquel cielo extremeño era abrumador: los puntos de luz se multiplicaron por doquier y cada estrella mostraba su color (porque las estrellas son de colores), la esfera celeste hacía evidente su concavidad y, lo más impresionante, una tenue franja luminosa se fue definiendo, atravesando el firmamento como un espinazo: era el disco de la Vía Láctea. Abajo, en la Tierra, los adolescentes nocturnos compartíamos kalimotxo, marihuana y amores de usar y tirar; arriba, la Estación Espacial Internacional cruzó el cielo, y nosotros la vimos. El Universo que se me mostraba tenía 13.500 millones de años, yo solo 16.
La visión del cielo estrellado en toda su magnificencia ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes, durante cientos de miles de años, hasta hace solo unas décadas (la luz eléctrica se desarrolló a finales del s. XIX), cuando, en un mundo eminentemente urbano, los avances tecnológicos en materia de iluminación llenaron el cielo de luz y borraron las estrellas. Que algo tan luminoso como la luz, valga la redundancia, pueda ser considerado una guarrería suena muy extraño, pero en su desmesura y estupidez sin fin, la especie humana puede obrar estos prodigios: es la llamada contaminación lumínica.
Buena parte de la luz que utilizamos para iluminar ciudades, calles, edificios y monumentos se vierte sin ningún cuidado al cielo, donde no hace otra cosa que estorbar. Vista desde el espacio, la civilización se presenta como una carcoma luminosa que hace metástasis por todo el planeta. En España lo que se ve es la oscuridad de la España Vacía, un donut negro, rodeada de la luz de las costas y con el gran punto luminoso de Madrid en el medio: la luz indica dónde se concentra la población. Pero, insisto, vertida al cielo no sirve para nada.
La relación de los seres humanos con la luz y, sobre todo, su ausencia, está anclada en los orígenes de la especie, una relación que Sigri Sandberg explora en su reciente libro Oda a la oscuridad (Capitán Swing): “Resultaba muy práctico tener respeto a la noche”, escribe, “el miedo a la oscuridad evitaba, por ejemplo, que los hombres y mujeres de las cavernas merodearan de noche, y así evitaban exponerse a los depredadores y otros peligros nocturnos”. De las primeras hogueras y antorchas la civilización ha ido mejorando la forma de iluminar hasta llegar, pasando por las bombillas incandescentes de Edison, a las luces LED, de menor consumo. Buena parte de la necesidad energética del ser humano, esa voracidad de megavatios que aboca a la civilización a su desaparición, se invierte en su eterna y obsesiva pelea con la oscuridad.
No solo hay exceso de luminosidad en la ciudad, sino también dentro de nuestros hogares: esas pantallas de luz azulada que permanecen encendidas hasta el último momento antes de dormir y que, precisamente por eso, pueden interferir en nuestro correcto descanso. Que la noche hiperiluminada se parezca cada vez más al día afecta a nuestro ciclo circadiano. “Las gafas naranjas bloquean la luz azul y así la producción de melanina no disminuye a pesar de la exposición a la luz artificial”, apunta Sandberg. Las gafas y también los filtros para pantallas o las opciones para proteger el sueño en los sistemas operativos, protegen a esa hormona que nos prepara para el descanso. Una de las mayores y más repentinas oscuridades que he experimentado, por cierto, tiene que ver con lo químico: cuando, recientemente, me drogaron con Propofol para practicarme una gastroscopia: en cuanto me enchufaron ese líquido a la vena caí vertiginosamente en un abismo de negritud repentino que nunca había conocido.
Curiosamente existen tendencias en contra de la hiperiluminación: últimamente cada vez se ven más bares, pubs y restaurantes que apuestan por una iluminación muy baja, cálida e indirecta como forma de modernidad y elegancia, una forma de hacer que percibí en Nueva York (EEUU) hace unos años, una ciudad donde abundan los establecimientos en penumbra y las calles oscuras, en contraste con la galaxia de luces en los rascacielos. En Madrid (España) la iluminación de las farolas cada vez se basa más en tecnología LED y fue reducida de intensidad, aunque en Navidad el Ayuntamiento se gastó 3,6 millones de euros en iluminación superflua (dicen que promueve el consumo). La Navidad, versión religiosa del solsticio de invierno, es precisamente una fiesta para celebrar el fin de la oscuridad, la llegada de la luz: a partir de ese momento los días dejarán de menguar y el Sol invicto volverá a dominar el firmamento durante más horas. El Sol, fuente de luz, fue identificado con una deidad en la mayor parte de las sociedades antiguas.
No es de extrañar, por otro lado, que los humanos seamos desmesurados y nos creamos los reyes de la creación: es que nos hemos robado un cielo contra el que medir nuestra pequeñez. Supongo que en otras épocas las personas, mirando hacia arriba cada noche, sentían el vértigo de su insignificancia, el temor al misterio y a los dioses iracundos, etcétera, pero hoy, que solo vemos los anuncios luminosos de ese trasunto cutre de Times Square que es la plaza de Callao, y los neones de las vinotecas y los gastrobares, nos creemos los reyes de mambo, y así nos va.
La más auténtica oscuridad la percibí en un descenso al pozo Sotón, una mina en el concejo de El Entrego (España), en la cuenca minera asturiana, que se hunde 560 metros en la corteza de la Tierra, como un rascacielos inverso: un rascasuelos. Allí, en las entrañas del planeta, los mineros que nos hacían de guía nos condujeron por un túnel muy estrecho, por el que apenas cabía una persona, y, en un momento dado, nos mandaron apagar la lámpara de nuestro casco. El fin era apreciar la oscuridad más pura, el silencio más esencial: más allá de los latidos del corazón y el sonido de la respiración, aquella negritud tan abismal era lo más parecido a no existir y, la verdad, no estaba tan mal.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.