La vida solo es posible si hay olvido
Emil Cioran
Gasta ya 84 años. El viejo decrépito, atemorizado ante el vértigo del espacio, se ha encerrado en un armario con la esperanza de ajustar el mundo al alcance de la mano. La conclusión de su locura ha llegado por fin. La muerte, con la que tanto ha dialogado a lo largo de su vida, lo ha alcanzado montada sobre el caballo del Alzheimer. Aterrado, incapaz de reconocerse en el tacto de su desmelenada cabellera, un flash inesperado le atiza el cerebro. Resuena en su cabeza una frase despachada por una voz familiar, pero ahora ajena, la suya: «La vida sólo es posible si hay olvido», y el olvido, poco a poco, se ha quedado con su vida.
Emile Cioran murió hace más de veinticinco años. Desde joven reclamó la importancia de los descansos de la mente como forma de alivio a la pesadumbre de la conciencia. Él, achacado por sus insomnios y obsesiones, se fundió en uno con el pesimismo más oscuro que alumbró desde su vientre enfermo de memoria. Como si hubiese sido objeto de una hipermnesia voluntaria (síndrome que hace recordarlo todo), Cioran padeció la tortura de la clarividencia constante, de ahí que fuese defensor de lo contrario, de la importancia del vacío y el sueño gaseoso del pensamiento. ¿Qué habría opinado el rumano del Big Data y la memoria electrónica. Su escepticismo no hubiese tenido límites respecto a las toneladas de información que planean actualmente, de servidor en servidor y sin descanso, ajenas a la mortalidad.
El Big Data, para los espíritus analógicos, corresponde al proceso de acumulación de datos que ha alcanzado tales dimensiones que sólo los superordenadores son capaces de procesarlos. El analista Doug Laney lo definió bajo las tres V: Volumen, Velocidad y Variedad. Básicamente, los tres conceptos que se multiplicaron de manera obscena en lo referente a los datos con el cambio de milenio. De tal manera que si antes la tecnología se veía capacitada para fardar de una memoria igual a la humana, el Big Data ¡Zas! le zurra un gancho de derecha y deja a la mente del Homo Sapiens chupando lona. Por más que nuestras neuronas parezcan más ambiciosas al encargarse ellas solas de procesar y guardar los datos, a diferencia de los ordenadores que dividen sus unidades de procesamiento y almacenaje, las máquinas tienen la capacidad de gestionar infinitos de información y disponer de ellos a la carta. Como si fuese la estantería de alguien con TOC. Todo bien ordenado y, sobre todo, con la potencialidad de la permanencia.
La memoria humana está lejos de esa estantería. Es subjetiva, no operacional. Está basada en la alteración, la inestabilidad, la adrenalina y, sobre todo, en la inaccesibilidad constante al contenido.
Qué curioso entonces que se establezca que los terminales tecnológicos poseen memoria, usando la misma terminología que para los humanos. La memoria humana está lejos de esa estantería. Es subjetiva, no operacional. Está basada en la alteración, la inestabilidad, la adrenalina y, sobre todo, en la inaccesibilidad constante al contenido. La máquina en cambio, envolviendo esa estantería, no tiene memoria, tiene cálculo. Su esencia se aferra a un procesador sin narrativa, de naturaleza descriptiva y ejecutora, como un soldado alienado hincando su bayoneta en la papada enemiga incapaz de otra cosa que no sea «hacer lo que debe hacer». Mientras, la memoria humana se enraíza en la creatividad. Sostiene su orgasmo en el despertar de su deseo, y no en su más rápida y eficaz satisfacción. Los procesadores humanos, tan pronto te clavan la bayoneta en el ojo, como le plantan una flor en la punta.
El Big Data, valga la redundancia, corresponde al dato, no al hecho. Observar el hecho, vivirlo humanamente, es una sensación pasajera, efímera, erótica, que se construye a medida que avanza y se deja morir para renacer compulsivamente. El dato en cambio, pretende alcanzar la adivinación del futuro, y descuartiza lo humano acabando con el «no saber», el olvidar, sin lo cual la libertad es sólo una cadena de comida rápida con un menú variado, pero inmutable.
En Nada se opone a la noche, Delphine de Vigan dice que «el ayuno es una droga poderosa y barata». El olvido, entendido como un ayuno de los recuerdos, es también una desnutrición que anestesia la angustia. Despacha, como ningún otro hecho mental, las pesadillas e invita a abrazar el mazazo de la oportunidad como un rayo cariñoso, y no temible. ¿Por qué, siendo así, cada vez las sociedades avanzan más, y más rápido, hacía una administración matematizada del mundo en la que la memoria electrónica se impone sobre la memoria cerebral? En Europa ya rozamos el 50% de nuestro PIB digitalizado, una cifra acelerada en seis años con los pasados confinamientos, y que en España se adultera con un 91,8 % de la población que usa de manera frecuente internet (INE).
Tanto un hecho, como el otro, demuestran la magnitud del uso de esta memoria opulenta de información donde nada se desvanece. A pesar de ello, el diálogo con nuestros recuerdos debería estar agujereado, quebrado como un cráneo, y el dolor amortajado en una inaccesible grieta de los costados de la mente. ¿Quién si no, en su sano juicio, se lanza a rememorar sonriente los desfiles de cuchilladas que bailaron en su vida? ¿Quién desea que sus errores no caduquen jamás y estén al alcance de cualquiera?
La periodista Marta Garú, encargada de la sección de Tribunales del Heraldo de Aragón, se ha enfrentado en más de una ocasión a dicha pregunta. «Muchos condenados me han escrito pidiéndome que la información sobre su juicio y condena fuese borrada de la red. Desafortunadamente, habiéndose publicado los artículos hace años, esa información se disemina y escapa completamente a mi control. Claro, ellos ya han cumplido sus condenas, e incluso pueden pedir la cancelación de sus antecedentes penales, pero no logran escapar a la información que queda de ellos en internet». Volvemos a Cioran ya que «la vida sólo es posible si hay olvido», resulta una frase de lo más acertada en estos casos. Y no olvidemos que, sin la intervención de las más altas y privilegiadas estancias, en un universo tan atomizado e incontrolable como el digital, los datos son eternos. Aquí mencionamos a los condenados, pero registrar el tropiezo de cualquier individuo puede firmar una eterna caída.
El «dataismo», que Noah Harari define en su Homo Deus: Breve historia del mañana como un sucedáneo de la religión que «no venera a dioses, ni al hombre: sino al dato», repta tranquilamente en dirección a conquistar los corazones de las grandes mentes. Siendo así, el Homo Sapiens está condenado a quedarse corto, al rebufo, no pudiendo más que someterse al gran dios Datus, eterno y, sobre todo, inhumano. Pues Datus no padece, ni siente, ni interpreta, única y exclusivamente transmite, como una gran herramienta inseminadora, embarazando a todo aquel que lo reverencie. Y con cada inseminación, crece y se hace más fuerte, más infinito y lejano al olvido.
Jean-François Lyotard, ya a finales de los setenta, venía advirtiendo de los peligros de esa posmodernidad que le olía a una anorexia enfermiza del humanismo. Advirtió, no con pocas críticas, sobre la revelación de una visión puramente cientificista que sometería al ciudadano a la dictadura de la técnica y el poder. Una estrategia donde el vacío es sinónimo de debilidad y que, ups, cada día se materializa con mayor contundencia.
Tengamos en cuenta, eso sí, que sin olvido las cosas se vuelven transparentes. «No-cosas», que diría Byung-Chul Han. Inamovibles, los objetos impermeables al tiempo carecen de vejez y niegan el derecho a la muerte de los recuerdos. Combaten así sanguinariamente la ignorancia que, ya lo decía Aristóteles, es necesaria para el saber. Desafortunadamente para el dios Datus, lo que no se puede olvidar no nos seduce porque le damos el estatus de eternidad, y la eternidad, de tan segura, resulta superficial a los sentidos. Incluso, un tostón.
Podría decirse que llevamos toda la vida engañados… los vampiros, desde Nosferatu a Crepúsculo, no se alimentan de las palpitantes yugulares ajenas para sobrevivir… ¡no! lo hacen para darse vidilla porque, conscientes como son de sus células de plástico y caucho no degradables, necesitan algo que les recuerde el movimiento, el calor de la mortalidad; la hipótesis de no ser eternos.
La tecnología hizo posible las grandes poblaciones; ahora las grandes poblaciones hacen que la tecnología sea impresicndible
Joseph Wood Krutch
Yéndonos al presente, la memoria electrónica tiende a infinito y desde Ray Kurzweil, pasando por Peter Diamandis, la inquietante Laura Deming o Aubrey De Grey, quien parece aspirar a la inmortalidad por ganar el Guinness World Record de la barba más larga del planeta, todos miran con pasión y alegría los mecanismos tecnológicos susceptibles de alejarnos al máximo del concepto «fin». Cierto que la tecnología es la herramienta humana que nos ha permitido adaptar el medio para nuestra supervivencia pero, como decía Joseph Wood Krutch, «La tecnología hizo posible las grandes poblaciones; ahora las grandes poblaciones hacen que la tecnología sea imprescindible». Y es esa dependencia la que nos empuja tímidamente a negar aquello que humaniza nuestra consciencia, como la muerte o, de lo que venimos hablando; el cese de los recuerdos.
Estaremos realmente atrapados con la tecnología cuando todo lo que realmente queramos sean sólo cosas que funcionen
Douglas Adams
Dougals Adams, autor de la famosa Guía del autoestopista galáctico, resumía perfectamente esta idea: «Estaremos realmente atrapados con la tecnología cuando todo lo que realmente queramos sean sólo cosas que funcionen». ¡Ahí tenemos una gran clave! Pues siendo la vida, no lo que se tiene o se desea, sino aquello a lo que se está dispuesto a renunciar, si renunciamos determinantemente al error estaremos avanzando hacía una estructura social y psicológica basada en el cálculo mecánico. En algo, se quiera o no, más allá de lo humano y más próximo de la hojalata.
Atención… por si a alguien se le enciende la bombilla, y le tintinea la expectativa de presenciar una revolución colectiva contra esta hoguera de los vacíos, se puede anticipar, casi con total seguridad, que no habrá lucha. La pereza, pecado capital donde los haya, se ha dado un baño de mantequilla y se desliza suavemente a través de todas las orejas. Cualquier herramienta que facilite las cosas brutalmente ha de ser promocionada. ¿Quién dijo esa chorrada de que con el camino fácil no se aprende? ¡Claro que se aprende! Se aprende a buscar el siguiente camino más fácil hasta que, ¡SHHIIP! una alfombra mágica se desliza bajo nuestros pies ahorrándonos la tediosa tarea de andar, pero también la liberadora capacidad de elegir a dónde vamos. Dirigidos, de vuelta a la cuna, babeamos como secuestrados por una embolia sobre el tapiz que vampiriza nuestra sangre horchatada. Un Ciberleviatán, como el de José María Lassalle, que impone un pacto de sumisión, y vigilancia, aclamado popularmente haciendo de la membrana tecnológica no una opción, sino una condición vital.
No es por caer en un ludismo natural. Como dice Jorge Freire, no es lo mismo promover la cancelación del uso de la uralita para los tejados que estar en contra de los techos en la vivienda. La tecnología es, punto. Pero puede que otra tecnología sea posible. Ya desde el Reglamento General de Protección de Datos europeo se establece el llamado Derecho al Olvido, según el cual: «Se podrá revocar el consentimiento prestado para el tratamiento de datos personales en cualquier momento, pudiendo exigir la supresión y eliminación de los datos en redes sociales o buscadores de internet». Cosa que, como suele pasar con la ley, viste divinamente sobre el papel, pero se queda en pelotas a la hora de la verdad. Aunque no seamos cenizos, que las instituciones se interesen activamente en estos hechos es ya, al menos, un buen punto de partida.
Diego S. Carrocho en su libro Sobre la nostalgia, establece que: «no hay nada más moderno que la nostalgia porque no hay nada más antiguo que el futuro». Y será porque todavía atesoramos en cierta consciencia latente que el pasado merece la pena ser revivido como algo gustoso, propio, con una vida determinada dictada por nosotros mismos. Pero, debemos ser conscientes; el arrojo hacía la añoranza de un pasado pasa por la esterilización de los momentos de flaqueza que lo acosaron.
La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos. Gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado
Gabriel García Márquez
Porque sin olvido Gabriel García Márquez no habría podido decir aquello de «la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos. Gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado». Un pasado que se nos presenta ahora vicioso y con un cansino impulso por llamar constantemente la atención, sin que nadie se lo pida.
El Big Data, la memoria electrónica y el gran dios Datus golpeando a nuestra puerta a su antojo, son las AK-47 de esa existencia sin olvido que, recordemos, ya lo decía Cioran, no sería vida.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.