Sergio C. Fanjul
Cuando era niño pensaba que la guerra en un país transcurría por todas partes y a lo loco, todos contra todos, sin ningún tipo de táctica o estrategia más allá que tirar para adelante y convertir al enemigo en picadillo, con todas tus fuerzas y sin ninguna mesura, como en una pelea de taberna.
Luego fui comprendiendo, con el paso de los años, que la guerra, al menos como la hacen los adultos, a pesar de ser de una violencia brutal, se parece más al ajedrez: se atacan objetivos estratégicos, se avanza por un lado y no por el otro, se interfieren las comunicaciones, se rodea a las fuerzas enemigas, se queman los puentes, se intoxica a la opinión pública, en fin, que la guerra es una cosa muy cerebral, muy abierta y variada, muy meditada, muy tecnológica. De hecho, hay lugares de un país donde la guerra nunca llega a percibirse físicamente, porque la guerra sucede solo en ciertos territorios y en ciertos frentes (esta es una de las cosas que yo no entendía de niño), aunque su dolor y su hedor moral, su onda expansiva económica, lo acabe impregnando todo.
Hace tiempo que las guerras se reportan con detalle, y por eso cada vez sabemos más de cómo es la guerra, sobre todo cuando queda a tiro de piedra (o de misil atómico), como esta de Ucrania, ese país del que ya conocemos el nombre de las principales ciudades, su extensión geográfica, el tamaño de su economía y su solvencia produciendo cereales y otras materias primas. En 1991 tuvo lugar la Guerra del Golfo, considerada la primera guerra televisada en directo. Muchos vimos (algunos siendo niños), desde la comodidad de nuestros hogares, el resplandor verduzco del cielo de Bagdad bombardeado, el comienzo de la operación Tormenta del Desierto. La CNN se volcó en las retransmisiones durante los 43 días del conflicto, y pudimos conocer algunas intimidades de los conflictos bélicos, como la producción de “daños colaterales”, es decir, la muerte de los civiles. En la segunda Guerra del Golfo, recuerdo presenciar el comienzo del bombardeo de Bagdad en el programa Crónicas marcianas, el late night que arrasaba en aquellos años, donde Xavier Sardá mostraba su indignación por el bombardeo: otra vez aquella imagen verduzca en la que caían luces como bengalas (eran bombas) sobre la capital iraquí. Una indignación que permeó a toda la sociedad en el famoso “No a la guerra” (un lema que ahora, sorprendentemente, está en solfa).
A pesar de todo, al cese de las hostilidades de la primera Guerra del Golfo, el filósofo Jean Baudrillard afirmó, provocativamente, que la “la Guerra del Golfo no ha tenido lugar” (véase libro homónimo publicado por Anagrama), denunciando así la crueldad de una guerra a distancia, en la que el ejército estadounidense se implicó poco físicamente gracias a la tecnología y, sobre todo, criticando la puesta en escena, estilizada, espectacularizada y convertida en simulacro. Una guerra “fantasmal” a la que nos asomábamos como a un espectáculo deportivo o a una serie de acción.
Hace algunos años se emitió un curioso reality show australiano en el que los participantes, gente normal y corriente, se iban a conocer en primera persona un pueblo controlado por las milicias kurdas donde caía el frente de la guerra de Siria, aún a riesgo de acabar alcanzados por una bala del Estado Islámico. Según una encuesta realizada por The New York Times en la segunda guerra del Golfo, una parte no desdeñable de los encuestados preferían sintonizar la guerra, la realidad real, antes que cualquier reality show de entretenimiento. La ideal, según los expertos en audiencias televisivas, era una guerra corta, de unas semanas, que mantuviese a la audiencia cautiva con el máximo interés, porque la guerra, como todo lo que se alarga, acaba aburriendo. Ahora, si Putin frena, estamos a tiempo del lograr el show televisivo perfecto, ni muy corto, ni muy largo.
La invasión de Ucrania es el espectáculo alrededor del cual han girado nuestras vidas en los últimos días, siempre con la tele puesta, siempre al tanto de las redes sociales, siempre comentando los nuevos avances de las tropas rusas o la heroica resistencia del pueblo ucranio en la barra del bar o el ascensor de casa. Conocemos esta guerra con precisión milimétrica y los medios nos ofrecen puntualmente todos los detalles de cada suceso, los bombardeos de las principales ciudades, la crisis de los refugiados, la peripecia de la propia cobertura periodística, las reacciones nacionales e internacionales, además de un prolijo contexto enciclopédico. Desde la entrelazada historia de Rusia y Ucrania (originada en el Rus de Kiev, según hemos aprendido) hasta la oscura trayectoria de Vladimir Putin. Además de la componente de miedo por la posible escalada militarista, y de la compasión por todos aquellos que sufren el desastre en primera persona, la guerra televisada tiene un fuerte componente de entretenimiento. Por eso también nos gusta ver series y películas con guerras y batallas de todos los tiempos.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.