Cuenta una anécdota apócrifa que, interrogado por la posibilidad de otorgar un papel de interlocutor relevante al Papa o de tener una consideración especial para los católicos en los países en los que luchaba, Stalin respondió con una pregunta retórica “¿El Papa? pero ¿cuántas divisiones tiene el Papa?”.
Pocas frases, la dijera Stalin realmente o no, han expresado mejor el lenguaje del poder, la confianza en que llegado a un momento sólo importa la fuerza material y militar. Aún a riesgo de resultar ventajista, unos 40 años más tarde vendría la Perestroika, caería el Muro de Berlín no sin antes un papel crucial del Papa Juan Pablo II y una influencia del sindicato de raíces cristianas Solidaridad en la católica Polonia.
Días después de la invasión de Ucrania hay dos debates que reúnen la cuestión de la guerra y el universo tecnológico-comunicativo digital. Uno es la ya manida cuestión sobre las noticias falsas, el uso de bots, la manipulación y el efecto supuestamente pernicioso en la esfera pública de las plataformas digitales. El otro se plantea desde una visión estalinista, si los misiles están pegando en Kiev, la batalla del discurso en redes se antoja estéril cuando no alienante: convencidos de que estamos haciendo “algo” mientras Putin toma Ucrania.
En la primera cuestión sería poco sincero negar que en las redes tal y como accedemos y participamos se refleja gran parte de lo más problemático de nuestra sociedad. Tenemos, claro, confusión, información no contrastada cuando no directamente errónea. Hay además una forzada simplificación por la contracción de los mensajes y el mínimo intervalo de atención que dedicamos a cada uno. Abundan los ejemplos como los que relata Tylor Lorenz, páginas de Instagram que reconducen su línea editorial por completo pasando de los memes a cubrir la guerra: la mercantilización de internet trae consigo el giro a cualquier tema que de audiencia, likes y, en última instancia, ingresos.
En todo caso creo que la crítica más novedosa que retrata mejor al internet actual que nos hemos dado y a la centralidad de las plataformas es la que focaliza en la sensación de extrañeza que resulta de tener la atención durante horas estos días en un torrente de contenidos sin jerarquía en la que se mezclan por momentos vídeos de bombardeos, los resultados del wordle, las quejas por el arbitraje del Sevilla-Betis, un meme sobre la guerra todo seguido de una foto de niñas ucranianas en un refugio durante una alerta. Hay una especie de nostalgia poco diagnosticada de la pausa y la organización del periódico.
Sin embargo, estas críticas palidecen ante el extraordinario valor y centralidad de Twitter para seguir la guerra ucraniana. Una lista de seguidos bien gestionada y de repente se consigue una fantástica fuente de información que combina el tiempo real, el impacto y el acceso a analistas y a los mejores artículos en prensa. Es más, defiendo la tesis de que todo lo que se está compartiendo en Twitter, Tiktok, Instagram, Facebook opera a un nivel emocional que no consiguen las coberturas de los medios importantes apegados a la ortodoxia periodística. El País, Rtve, la CNN o el New York Times pueden hacer un estupendo trabajo informativo, una labor fundamental para apelar a los hechos y poder partir de posiciones veraces. Corresponsales y analistas completan un trabajo crucial estos días.
Pero los miles de vídeos, de mensajes directos y desintermediados desde el frente y las víctimas ha creado una conexión enorme entre los pueblos y está siendo crucial para que los dirigentes occidentales se muevan más rápido y con más contundencia sabedores de la posición de su opinión pública. Y no sólo eso, estas corrientes en redes ayudan a la autoestima del pueblo ucraniano y a la oposición a Putin en Rusia (que ha tardado poco en vetar Twitter en su país): permiten observar sin filtros y sin editorialización que hay otros ucranianos que resisten la invasión y hay otros rusos que se oponen, favoreciendo el deseo mimético de pertenecer a ese movimiento.
Es quizás este el caso más claro en el que anotar cómo se ha exagerado el poder de la propaganda y los bots en redes sociales para manipular mientras se deja de lado todo el valor de la experiencia digital actual. El veto a RT y Sputnik como medios de propaganda en la Unión Europea se antoja discutible no sólo desde los principios liberales, también desde el diagnóstico de su capacidad para alterar las corrientes de opinión.
El argumentario ruso ha sido aplastado, barrido en redes estos días, incapaz de operar en la descripción de los hechos y perdiendo en lo nuclear: su explicación, el marco, el relato desde el que se enuncian. Las “razones” rusas sobre la OTAN y la esfera de influencia han sido machacadas en las redes por un tsunami del lado del país invadido. En este apartado merece la pena subrayar la labor de los ciudadanos ucranianos, muy activos grabando y compartiendo toda suerte de material sobre la invasión: hemos visto los convoyes rusos entrando en el país, el despliegue de tropas, los misiles destruyendo Ucrania, las caras de las víctimas. Casi nunca hemos visto lo mismo del ejército ucraniano, si acaso algún ejemplo de pequeña victoria para subir la moral de su lado. Guerrear en casa otorga mucha ventaja en el terreno de la opinión pública cuando se comparte en tiempo real.
Y es esta capacidad emocional la que mueve las redes, algo que sabemos atendiendo a gran parte de los movimientos políticos que han emergido en los últimos años apalancados en una fuerte narrativa contagiada en digital. Desde el 15-M al Brexit, desde el primer Podemos hasta la subida actual de Vox. Algo que está bien explicado desde hace años en uno de los libros de referencia para entender internet y las redes, el “Memecracia” de Delia Rodríguez.
Nos quedaba la segunda gran objeción a nuestro seguir y vivir la guerra en la conversación pública de masas digital. El caso es que aunque reconozcamos este valor de las plataformas y su impacto en la opinión pública de los países occidentales tenemos el argumento de que con memes no se gana la guerra. El caso de Hong Kong y su resistencia ante las medidas del gobierno chino está bien documentado: sólo con vencer en los trending topics no vas a doblegar a un poder autoritario que tiene toda la fuerza de su lado.
Ganar la opinión pública en el metaverso sería pues una victoria melancólica, aunque quizás nos convendría rescatar una posible diferencia con el caso chino. Uno de los puntos cruciales para evitar que la invasión no haya sido un paseo triunfante de Putin es la reacción de los dirigentes occidentales resolviendo la encrucijada entre dos precios políticos: uno el que vendría después de imponer fuertes sanciones a Rusia por el impacto económico fuerte en los países en los que gobiernan; el otro es el de aparecer débiles ante una agresión que los ciudadanos occidentales encontramos de forma mayoritaria inaceptable o un riesgo futuro inasumible. Aunque la resistencia ucraniana se antoja fútil y la intervención militar de occidente impensable, es en esta reacción preñada en la contestación desde la esfera pública digital donde se puede estar gestando una victoria en el largo plazo.
Internet cambia la guerra, tenemos decenas de ejemplos en el caso de la invasión de Ucrania, los más interesantes no son meras anécdotas. De hecho Putin es el primero que ya no se pregunta cuántos ejércitos tienen el Papa o Twitter, lleva años impulsando el combate en la opinión pública a través de internet con medios propios y estrategias sucias. Y lo que puede constatar a día de hoy es que ese frente, aunque no sea consuelo para Ucrania, lo está perdiendo.
Sobre la firma
Ingeniero Informático, pero de letras. Fundador de Xataka, analista tecnológico y escritor de la lista de correo 'Causas y Azares'