Hay un libro en mi biblioteca que nunca he abierto. Hay muchos, demasiados; pero este es el que hoy me llama la atención. Lo compré hace años, por un dineral, en Iberlibro. Lo necesitaba para documentarme de cara a un libro que quería imperiosamente escribir. Los retrasos en el envío por correo hicieron que cuando llegó a mi casa ya me hubiera abandonado ese imperio. Ahora no me atrevo a abrir sus páginas, no vayan a ser idénticas a las que yo tal vez —ojalá— hubiera escrito. El libro se titula If or History Rewriten (Viking Press, Nueva York, 1931). Es una compilación de ucronías, de historias alternativas de la humanidad, compuestas por escritores entonces celebérrimos. Basta con nombrarlos para que comprobéis si lo siguen siendo: Philip Guedalla, Milton Waldman, H. A. L. Fisher (este suena a hijo del ajedrecista con la máquina misántropa de 2001), J. C. Squire, Hendrik Willem Van Loon… Ojalá me los hubiera inventado.
Pero no todo son olvidos en estas páginas: aquí está Chesterton llorando, echando en falta una boda entre don Juan de Austria y María Estuardo, y allí cabila Churchill qué hubiera ocurrido si Lee hubiera triunfado en la batalla de Gettysburg. Mi respuesta es que nada. Se suele decir que la ucronía es al tiempo lo que utopía al espacio, una forma de concebir mundos alternativos que nos permite criticar la sociedad realmente existente, pero no se subraya lo suficiente que ese tipo de fantasías no llevan a ninguna parte.
Philip K. Dick —el autor que aquí nos reúne, espero que por segunda vez— escribió varías ucronías. Ya Ubik —el tema de nuestra primera e hipotética reunión— se sitúa en un año tan señero para la historia de España como es 1992, Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Del 5.º Cent. no dice nada Dick, por desgracia. Pero sí de la Unión Soviética, que se disolvió un año antes. En su ‘92 de ciencia ficción, lo que se disolvió fueron los Estados Unidos, rebautizados como «Confederación Americana». Dick no explica qué ha sucedido, pero cuando todo en la novela empieza a degenerar hacia el pasado, un personaje mira una moneda de cincuenta centavos y se sorprende con la efigie acuñada en ella.
—¿Aquí no debería estar Walt Disney? —se pregunta en voz alta.
—O Fidel Castro —le responde otro personaje— si es una moneda antigua.
En dos líneas de diálogo nos sugiere Dick que Cuba venció y conquistó a EE. UU. durante la Guerra Fría y que el capitalismo siguió tan tranquilo, como siempre. Primero Castro y luego Disney. La respuesta que da Ubik a la duda ucrónica por excelencia del siglo XX («¿Habría cambiado mucho nuestra historia si hubiera triunfado el totalitarismo en Occidente?») es que no. Es que primero Castro y luego Disney.
El hombre en el castillo —que es el tema de esta segunda y, si habéis leído hasta aquí, efectiva reunión— profundiza aún más en esa duda ucrónica. Nos encontramos con unos EE. UU. dividido tras una humillante derrota en la Segunda Guerra Mundial. Los japoneses han colonizado la costa del Pacífico y los alemanes han hecho lo propio en el Oeste. Entre esos dos imperios multicontinentales se halla el Estado bisagra de las Montañas Rocosas, donde vive el encastillado que da título al libro: un escritor que acaba de publicar una novela ucrónica, La langosta se ha posado, en la que fantasea cómo sería el mundo si los Aliados hubiesen ganado la guerra. Dicha novela se ha compuesto consultando al I Ching, el libro confuciano de las transformaciones, adoptado en el territorio nipón como una suerte de horóscopo cotidiano. La creencia popular es que ese libro dice la verdad sobre el porvenir inmediato. La moraleja de El hombre es que ningún libro —ni el I, ni La langosta, ni por supuesto El hombre— dice la verdad sobre nada.
La historia de La langosta es otra ficción dentro de la ficción de la Historia: si EE. UU. se hubiera impuesto sobre el Tercer Reich y el Imperio del Sol Naciente, habría adoptado elementos del socialismo soviético y habría contribuido al desarrollo armonioso del Tercer Mundo. Pero vosotros sabéis que esa no ha sido la h/Historia del siglo XX. ¿No es cierto? Dentro de El hombre, un personaje sufre un delirio y ve momentáneamente la realidad de los años sesenta en California. Entra en un bar y le miran mal por tener rasgos asiáticos. El racismo —nos recuerda Dick desde los EE. UU. de 1962— no murió con Adolf Hitler. Pero eso es un cliché. Lo literariamente brillante de El hombre es que ese delirio lo provoca una falsificación. Un amuleto de hojalata. Un aleph trucho. Resulta que en San Francisco se ha tejido un mercado de antigüedades falsificadas para consumo de japoneses. A lo largo de la novela hay una trama secundaria, protagonizada por varios falsificadores en competencia, con dialogazos como este:
La muchacha tomó lentamente los dos encendedores y los examinó.
—¿No la sientes? —bromeó Wyndam-Matson—. ¿La historicidad?
—¿Qué es eso?
—Valor histórico. Uno de esos encendedores estaba en el bolsillo de Franklin D. Roosevelt el día que lo asesinaron. El otro no. Uno tiene historicidad, mucha. El otro nada. ¿Puedes sentirla?
¿Y vosotros? ¿Podéis sentirla? ¿Pero a Roosevelt? ¿También lo asesinaron? ¡Son tantos presidentes! ¡Y tantos asesinos! Mi respuesta es que no. Podéis chequearlo en la Wikipedia.
(Os dejó aquí esta parrafrase para que vayáis y volváis).
Ahora que volvéis a leerme, os informo de que Dick explica la derrota aliada en la II GM apelando a ese magnicidio: Roosevelt no vivió para aplicar el New Deal y EE. UU. nunca se recuperó del crac del 29. Esto, sumado a contingencias bélicas como que la flota estadounidense estuviera atracada en Pearl Harbor el día del ataque sorpresa nipón, decantaron la contienda a favor del Eje. (¿Debo recordar que estoy comentando una novela de ciencia ficción o ya he sido redflagueado a perpetuidad por las agencias de verificación? Por si acaso: ¡¡¡ESTO NO ES UNA NOTICIA!!!).
Como todos los grandes escritores, Dick en el fondo solo escribe sobre el acto de escribir. El triunfo del Eje en el plano histórico, las consultas al I Ching en el plano sociológico, y la trama de los falsificadores en el psicológico, componen un mundo paralelo más real que el nuestro: el mundo de lo escrito. No se siente como el atrezo o la tramoya de la historia que nos cuenta, sino como el protagonista de dicha historia. A diferencia de lo que pasa en Ubik, donde todo cobra sentido al final, constituyendo una alegoría fácilmente interpretable, en El hombre en el castillo no hay nada que interpretar porque tampoco hay ningún secreto. Al final, ni siquiera el hombre en el castillo vive en un castillo, sino en un adosado normal y corriente, con césped delante de la puerta, celebrando barbacoas en el patio trasero.
La novela termina anticlimáticamente, constatando lo que ya sabíamos, como los mejores ensayos filosóficos: que no se puede cambiar el pasado, que resulta absurdo preguntarse qué hubiera ocurrido si esto o aquello o lo otro o lo de más allá, pues la historia realmente efectiva es la que efectivamente pasó. Y punto. Tras plantearnos la duda de si vivimos en una simulación, Dick nos reconforta susurrándonos que será una simulación, pero al menos es nuestra simulación. En cuanto a la pregunta que se formula al final de la novela («¿Alemania y Japón perdieron la guerra?»), hoy, viendo el panorama político internacional, se podría plantear perfectamente al revés: ¿acaso la perdieron? O aún mejor: ¿quién no la perdió? Yo, desde luego, ya nunca recuperaré aquel imperio…