Julian Assange y el dilema del tranvía

Julian Assange se enfrentó, hace más de una década, a un dilema: ¿brindar la verdad a la ciudadanía y asumir las consecuencias? ¿O dejar al poder seguir maquinando en la sombra? Todos sabemos cual fue su decisión. Pero su reciente puesta en libertad, más que un triunfo, es la guinda de una gran amenaza.

Un tranvía desbocado se dirige hacía 5 personas maniatadas a la vía. La muerte de todos es inevitable, salvo si se empuja a un hombre extremadamente gordo situado en un puente sobre el rail. El destino de 5 inocentes está en sus manos, a costa de acabar con la vida de otro. ¿Qué harían ustedes?

Esta versión brutalizada del clásico dilema del tranvía, ideada por la filósofa Judith Jarvis Thomson, presenta una duda, como poco sangrienta, en cuanto a nuestras prioridades. ¿Cometer un acto pernicioso por un bien mayor, o dejar a la injusticia seguir su curso sin actuar? Una difícil decisión que se hace todavía más crítica si añadimos una nueva condición al dilema. De empujar al hombre gordo, habrá consecuencias. Cárcel y persecución. Por si no fuera suficiente cargar sobre los hombros con la muerte de un inocente, lejos de la losa moral, habrá de añadirse el pago vital de la pérdida de libertad. Y, de nuevo, asoma la pregunta; ¿qué harían ustedes?

Hace 14 años, Julian Assange tuvo que tomar una decisión de la misma índole. Su dilema; servir a la divulgación de la verdad, a costa de las consecuencias, o echarse a un lado; dejando los daños colaterales de varias guerras y los actos más deleznables del poder político estadounidense seguir en la libertad de las sombras. Por supuesto, sabemos que Assange le dio un severo empujón al hombre gordo, que encarnaría aquí el secreto estadounidense, con todos los efectos transversales que acarreó su desvelo. Tanto WikiLeaks, como los documentos que Assange entregó a los medios The Guardian, The New York Times, Der Spiegel, El País y Le Monde, fueron el brazo ejecutor, y las 5 víctimas que se salvaron gracias a su sacrificio fue la Verdad. Con mayúscula. 250.000 cables diplomáticos del Departamento de Estado estadounidense que permitieron al mundo saber de las fechorías de Washington, capaz de meterse hasta en la sopa de cualquier Estado, compañía o individuo con tal de asegurar sus intereses. Un barreño de pólvora para la explosiva necesidad de relatos grandilocuentes de los conspiranoicos, que en esta década no ha dejado de crecer hasta pasarse, muchas veces, gravemente de frenada.

Julian Assange debía servir de ejemplo. Sus actos elevaron las bocas de las alcantarillas dejando escapar el desagradable olor de los secretos que sostienen nuestro “mundo libre”. Y a quienes orquestan el sucio hormigón del orden global no les hizo ninguna gracia. A costa de empujar al hombre gordo contra el tranvía, a Julian Assange se lo acusó de 18 cargos criminales que podían haberle supuesto 175 años de cárcel, de haber sido extraditado a EEUU. Afortunadamente, no han sido tantos, aunque haber estado 7 años recluido en la embajada de Ecuador de Reino Unido, y 5 en la prisión de alta seguridad de Belmarsh, en una celda canija (2×3 metros), en régimen de aislamiento y con sólo una hora al día para hacer ejercicio, no parece moco de pavo.

Desde luego, no lo será tanto si Assange se ha autoinculpado de «conspiración para obtener y difundir ilegalmente información clasificada relacionada con la defensa nacional de Estados Unidos», en virtud de la Ley de Espionaje de 1917. Una norma aprobada durante la primera guerra mundial, sin precedentes de aplicación contra un periodista en ejercicio, dado que fue diseñada para perseguir a funcionarios gubernamentales o contratistas del Estado: analistas de Inteligencia como Edward Snowden o Chelsea Manning. No a plumillas extranjeros sin vínculos con el Gobierno.

Gracias a esta autoinculpación, Julian Assange por fin es “libre”, tras un pacto sellado en las Islas Marianas del Norte la semana pasada, lejos, muy lejos, de los rencorosos tentáculos del poder estadounidense. Un pacto que tuvo que saldar Assange con casi medio millón de euros, ya que no se le permitió volar con un pasaje comercial y tuvo que disponer de uno chárter. Una suculenta suma que fue asumida por una persona anónima que soltó tamaño camión de lana -e incluso más- en Bitcoins. No toda la autoridad económica reside en los Estados, eso está claro.

Ahora Assange ya está en Canberra, Australia, su país natal. Pero ni las sendas botellas de Moët & Chandon, ni el lustroso beso con su mujer, la abogada sueco-española, Stella Assange, ni el caluroso abrazo con su padre, el arquitecto John Shipton, a su llegada al East Hotel Canberra hace pocos días, ni ese 71% de australianos que ven en él una figura de la libertad de prensa y los derechos humanos, borrarán la mácula de haber sido perseguido con todas las herramientas del gobierno estadounidense. Quizás, saber que su liberación ha sido orquestada por los esfuerzos del primer ministro australiano, Anthony Albanese, y en especial gracias al masajeo ininterrumpido de tensiones llevado a cabo por el embajador de Australia en EEUU, Kevin Rudd, permitan al activista más famoso de la última década (no se me pique, Señorita Thunberg) recuperar levemente el sueño. Tal vez ser consciente de que, incluso desde las élites, hay quien envida por la verdad, permita a Assange digerir que ha sido la cabeza de turco de un clamoroso aullido contra la verdad si está afecta a intereses del gobierno de EEUU. Intereses que, tan pronto son los de Washington, como en nada podrán ser los de China, Argentina, Rusia o Irán, que tendrán precedentes claros para excusarse de ahora en adelante.

Hay quien aduce que parte del abandono de Assange se ha debido a su condición más de activista que de informador. Un tipo errático, prepotente hasta el trumpismo, tan pagado de sí mismo como para anteponer la gloria por desvelar una verdad incómoda al bienestar de quienes lo rodean. La película El quinto poder (2013), donde Assange es interpretado por Benedict Cumberbatch, puede ser un punto de partida (por supuesto aproximativo) a la naturaleza anímica del mártir por la libertad de prensa más relevante en lo que va de siglo. La antipatía, sin embargo, o la falta de camaradería, parecen justificaciones a la altura de juicios morales, no jurídicos. Muchos periodistas, directores de medios de comunicación, políticos y demás encarnaciones de la influencia internacional, giraron la cabeza silbando cuando cayó el rapapolvo bíblico sobre Assange. Un abuso significado en la sentencia, sin juicio, sin defensa, sin focos, sin los derechos básicos de los que tan orgullosos nos sentimos en Occidente, y que ponemos por delante para justificar nuestra calidad de vida en comparativas culturales recurrentes.

Lo cierto es que no se puede despachar ojeriza contra quienes pasaron de largo ante el caso Assange. El mensaje fue claro: “Quien se asome a las profundidades del pozo, tiene asegurada una caída hasta ellas”, y bien sea por autoconservación o responsabilidades, no todos se encuentran en un estado de altividad y compromiso tan descarados como del que hizo gala el periodista-hacker, hace 14 años. WikiLeaks fue un paso al frente valiente, arriesgado y temerario, con el que muchos pudieron quitarse el velo acerca de la imperturbabilidad ética de los Estados de “bien”. Hoy es el punto de partida de un periodo de intimidación que pretende azotar ejemplarmente a quienes practican un periodismo de investigación, crítico y punzante, contra gobiernos que, si bien se dicen democráticos, no parecen aspirar al necesario control legítimo de su ciudadanía. Y abriéndonos paso en un era cada vez más desinformada, con comunicadores que ofrecen bulos a tropel y redes sociales donde todo es puesto en duda, sin orden, ni concierto, un periodismo como el que amenaza la autoinculpación de Assange es, precisamente, lo que más necesitamos. Incluso si, de cara al dilema, hay que tirar al hombre gordo frente al tranvía. Se pone en labios de Julian Assange la siguiente cita: “¿Cuáles son las diferencias entre Mark Zuckerberg y yo? Te doy información privada sobre corporaciones de forma gratuita y soy un villano. Zuckerberg da tu información privada a corporaciones a cambio de dinero y es el Hombre del Año”. Sin entrar en maniqueísmos descarados, la actualidad le sigue dando la razón. Y parece, sino difícil, mejor dicho imposible, ver un día a quien comparta información sobre el poder con el pueblo encumbrado como Hombre del Año, y a quien venda la información privada del pueblo al poder, en una celdita de 2×3 metros. 

Sobre la firma

Galo Abrain

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.

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