Estupidez natural en tiempos de inteligencia artificial

“Sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y no estoy tan seguro de la primera.” La frase atribuida a Einstein parece una boutade, pero funciona como una sentencia filosófica disfrazada de chiste. ¿Y si la estupidez fuera, como la gravedad, una constante del universo?

En la Grecia clásica, Aristóteles no solo definió al hombre como zoon politikon, un animal político, sino que fundó la lógica como disciplina. Fue el primero en convertir el razonamiento en método, en diseñar el silogismo como instrumento para separar lo verdadero de lo falso. La polis, pensaba, era el lugar donde esa razón podía desplegarse colectivamente: en el debate, en la organización, en la búsqueda de la vida buena. Pero en ese sueño de claridad ya acechaba una paradoja. Porque allí donde el filósofo esperaba orden y medida, brotaba también lo contrario: la ceguera compartida, el error que se multiplica, el gesto irracional que se propaga más rápido que cualquier argumento lógico. 

Dos milenios más tarde, un historiador económico italiano decidió observar ese fenómeno con la frialdad de quien examina un organismo al microscopio. Carlo M. Cipolla escribió primero, en 1976, un breve ensayo que circuló de forma privada entre amigos. Doce años después lo publicó en Italia dentro del volumen Allegro ma non troppo, y en 2011 apareció en inglés bajo un título que lo convertiría en referencia global: The Basic Laws of Human Stupidity. Lo sorprendente es que no se trataba de una sátira ligera, sino de un marco analítico con pretensión científica: una teoría sobre la estupidez concebida como categoría autónoma y mensurable. 

Cipolla definía al estúpido como aquel que perjudica a otros sin obtener beneficio alguno, e incluso dañándose a sí mismo. No hablaba de ignorancia ni de falta de información, sino de un patrón de comportamiento con efectos medibles en el deterioro del bienestar colectivo. Lo más inquietante era su conclusión: la proporción de estúpidos en cualquier sociedad es invariable, independientemente de la época, la cultura o el nivel educativo. Hay tantos estúpidos en un mercado medieval como en un parlamento contemporáneo, tantos entre campesinos como entre rectores universitarios o incluso entre premios Nobel. No es un accidente cultural: es una constante antropológica inscrita en nuestra naturaleza.

A partir de esta constatación, Cipolla trazó un diagrama dividido en cuatro cuadrantes que sintetizan la conducta humana. Están los inteligentes, que producen beneficios para sí mismos y para los demás. Los oportunistas, que ganan a costa de dañar a otros. Los ingenuos, que pierden mientras otros se benefician. Y, finalmente, los estúpidos, que dañan a los demás sin obtener nada, e incluso perjudicándose a sí mismos. Este último cuadrante es el más inquietante, porque su fuerza reside en la ausencia total de lógica: es imprevisible, imposible de anticipar, inmune al cálculo racional.

Lo verdaderamente alarmante no es la existencia de la estupidez, sino sus consecuencias macro-sociales. Mientras el oportunista redistribuye riqueza —toma de unos para quedarse con ello—, el estúpido destruye riqueza neta: empobrece al conjunto sin producir equivalente alguno. De ahí la advertencia de Cipolla: las sociedades en decadencia no son aquellas que tienen más estúpidos —el porcentaje es siempre el mismo—, sino aquellas que les conceden un margen de acción cada vez mayor. El declive comienza cuando la irracionalidad deja de ser marginal y empieza a ocupar posiciones de influencia.

Y este último factor, es quizás el más inquietante: la estupidez multiplicada por el poder. Un individuo estúpido puede arruinar una tarde; un estúpido con responsabilidades institucionales puede arruinar generaciones. La historia ofrece innumerables ejemplos: generales que sacrificaron ejércitos por vanidad, burócratas que bloquearon innovaciones por orgullo, líderes que, convencidos de su propia visión, precipitaron catástrofes sociales. La estupidez, cuando se sienta en el trono, multiplica su capacidad destructiva de manera exponencial.

Esto lleva a una pregunta más radical: ¿es la estupidez una categoría autónoma, como defendía Cipolla, o basta con recurrir a otras herramientas de la psicología y la economía para explicarla?

Daniel Kahneman, psicólogo israelí-estadounidense y premio Nobel de Economía en 2002, demostró que gran parte de nuestras decisiones no se toman desde la reflexión, sino desde lo que llamó pensamiento rápido o Sistema 1. Ese mecanismo intuitivo, eficaz para la supervivencia, está plagado de sesgos que nos conducen a errores sistemáticos. Muchas de las conductas que solemos etiquetar como “estúpidas” —decisiones impulsivas, prejuicios, reacciones emocionales— encajan perfectamente en este marco.

Pero aquí aparece el matiz inquietante de Cipolla: incluso aceptando la teoría de Kahneman, hay un resto irreductible, una irracionalidad que no puede explicarse ni por sesgos cognitivos ni por defectos de información. Es una propensión estructural a causar daño sin obtener nada a cambio. Esa es la esencia de su tesis: la estupidez no es un error corregible, sino una regularidad antropológica inscrita en nuestra especie.

La paradoja de nuestro tiempo es que, rodeados de algoritmos diseñados para calcular, predecir y optimizar conductas, no hemos reducido la irracionalidad: la hemos acelerado. Lo que antes quedaba como rumor en una taberna hoy se convierte en un vídeo en TikTok con 20 millones de visualizaciones en cuestión de minutos; lo que antes era una ocurrencia aislada hoy se convierte en “narrativa” política amplificada por sistemas que premian la emoción por encima del dato, la indignación por encima de la evidencia.

Yuval Noah Harari, historiador israelí y autor de Sapiens y Homo Deus, lo ha señalado con claridad: el mayor peligro no es que las máquinas superen nuestra inteligencia, sino que multipliquen exponencialmente nuestra estupidez.

El miedo funciona aquí como catalizador. Los algoritmos convierten el miedo en infraestructura de control social, explotando la vulnerabilidad del pensamiento rápido. Pero incluso en ausencia de miedo o manipulación, la estupidez persiste. Es como si la naturaleza hubiera introducido un freno en el diseño humano: una dosis constante de irracionalidad que impide que el progreso se despliegue sin resistencias. 

¿Existe, entonces, la estupidez? La respuesta de Cipolla es afirmativa y sin concesiones. No como insulto, sino como categoría empírica. Y lo perturbador es lo que implica aceptar esta premisa: no todos los fracasos sociales pueden explicarse por intereses ocultos, conspiraciones o estrategias de poder. Una parte proviene de esa capacidad humana de actuar contra la lógica y contra el propio interés. 

La conclusión, por tanto, no es resignarse, sino reconocer que la estupidez forma parte de nuestra ecología política. No desaparecerá con más educación ni con más tecnología. Solo podemos contener sus efectos: diseñar instituciones que la limiten, fomentar la crítica que la desenmascare y establecer mecanismos que la expongan públicamente. Como en el cuento El traje nuevo del emperador de Hans Christian Andersen, lo esencial es no concederle el blindaje de la solemnidad. Todo el mundo tiene derecho a expresar su opinión, incluso cuando es manifiestamente absurda; lo que nadie tiene es derecho a exigir que esa opinión sea considerada respetable. La función social de la crítica —y, llegado el caso, de la risa— es precisamente esa: despojar a la estupidez de cualquier pretensión de autoridad y evitar que el error se normalice bajo la apariencia de consenso.

Aristóteles, Einstein, Cipolla y Harari coinciden en un punto esencial: la racionalidad humana es frágil. Lo que varía no es la existencia de la estupidez, sino la escala de sus efectos. En tiempos analógicos podía arruinar familias o pueblos; en tiempos digitales puede arrastrar democracias enteras y alterar el curso de civilizaciones. La verdadera pregunta, por tanto, ya no es si la estupidez existe, sino si seremos capaces de convivir con ella sin permitir que se convierta en el motor de la historia.