El último informe PISA ha evidenciado el absoluto fracaso de una “nueva escuela” que prometía revolucionar la educación sustituyendo el saber por el hacer, los contenidos por competencias, los maestros (literalmente, “el que más sabe”) por pedagogos (esclavos que acompañan a los niños), y los libros por teléfonos móviles.
La nueva escuela, por cierto, poco tiene de nueva: En 1907, Elbert H. Gary, presidente de la empresa de acero United States Steel, fundó una de las primeras en una ciudad de Indiana. El plan de Gary tenía como objeto crear un nuevo modelo de educación para los hijos de sus trabajadores inspirado en los principios pedagógicos del filósofo pragmatista John Dewey. Según este plan, para que la educación sirviese a los intereses del mercado, el aula debía de asemejarse al taller de una industria. Se debía abandonar inmediatamente la clase magistral, el libro de texto y el estudio memorístico para trabajar por proyectos en los que el niño aprendiese por sí mismo aquello que realmente le interesaba. El alumno debía tomar el papel principal que hasta ahora había ocupado el maestro.
John D. Rockefeller supo ver los beneficios que podía aportarle este modelo e invirtió grandes sumas de dinero en desarrollarlo en Nueva York. Sin embargo, sus trabajadores no estaban de acuerdo con el plan; sospechaban que el objetivo real era el de capacitar a sus hijos para que fueran engranajes eficientes de la maquinaria industrial. Desde luego, el hecho de que a esta escuela fuesen los hijos de los trabajadores y no los de los rockefellers no auguraba nada bueno.
En 1913, la ciudad de Nueva York era un semillero de reforma educativa. Los señores de la alta sociedad y los magnates de la industria, especialmente John D. Rockefeller, instaron al joven y ambicioso alcalde a poner en marcha un plan para revolucionar la educación. Su proyecto era cambiar la “vieja escuela” por esa “nueva escuela”nacida de la filosofía de John Dewey. La propia Fundación Rockefeller reconocía que le interesaba mucho meter las manos en la educación pública porque, como confesaba sin tapujos, “en nuestros sueños, las personas se entregan con perfecta docilidad a nuestras manos moldeadoras”.
El alcalde, un hombre amable, pero sin carácter ni principios, impulsado por una “pasión progresista por la eficiencia empresarial”, implantó rápidamente el Plan Gary para que la escuela pública por fin atendiese las “demandas prácticas de la industria, aplicara los ideales democráticos y supusiera un gasto asumible para la ciudad”.
La nueva escuela viene a recuperar para los hijos de los proletarios las ‘artes serviles’, la educación del siervo que capacita para producir bienes de consumo mediante procedimientos manuales estandarizados; y les arrebata las ‘artes liberales’, la educación del hombre libre que produce virtud y belleza mediante el cultivo intelectual. Si el objetivo del conocimiento libre es la perfección del ser humano, el del conocimiento servil es la mejora de un objeto. Un siervo puede ser un productor competente y, a la vez, un ciudadano incompetente. Es más, cuanto menos sepa pensar un siervo, más rápido y mejor producirá.
Pero volvamos al alcalde de Nueva York y al adanismo de su Plan Gary. Sus promesas de construir una escuela adaptada a los nuevos tiempos que sería la panacea contagiaron a la prensa progresista, a las asociaciones de padres y a las más altas instituciones pedagógicas. Cegados por los cantos de sirena de la novedad, estaban dispuestos a comenzar una transformación que echaría por tierra una tradición educativa milenaria.
Bajo el mantra de la eficiencia, los niños fueron despojados de la alta cultura e instruidos en capacitación industrial. Sin embargo, no todos estaban tan seducidos por este proyecto. Un grupo de niños de los barrios obreros de la ciudad sospechaba que esa nueva pedagogía era un pretexto para reducir la inversión en educación que terminaría destruyendo el ascensor social. Sus familias habían emigrado de Europa huyendo de la pobreza y no estaban dispuestos a que se les arrebatase la única oportunidad de mejorar sus vidas. La conciencia crítica de estos jóvenes hizo que se negaran a entrar en esa nueva escuela que tanta importancia daba al trabajo manual y reivindicasen la vieja escuela centrada en el trabajo intelectual. Querían ser ciudadanos libres y no propiedad de la Fundación Rockefeller.
El 16 de octubre de 1917, un grupo de niños se negó a entrar en su escuela, recientemente “modernizada”. La policía reprimió la protesta y los obligó a entrar en el edificio, pero el motín se reanudó dentro de la escuela. El ambiente se caldeó y a la insumisión se fueron sumando más de 10.000 chavales que no alcanzaban los 15 años gritando al unísono: “¡Queremos una escuela que nos enseñe!”. Aquellos valientes alumnos estaban atacando un sistema educativo que no solo los trataba a todos iguales, promoviendo una ficticia igualdad de resultados, sino que les condenaba a vivir iguales.
Frank Stern y Jennie Baumgartner fueron detenidos por participar en aquellos disturbios. Reclamaban que se elevara el nivel de exigencia de su escuela; creían que ‘aprender a jugar’ no desarrollaría sus capacidades y los condenaría a una vida de servidumbre en alguno de los talleres de Rockefeller. Frank y Jennie de alguna manera sabían que delante de la virtud los dioses inmortales colocaron el sudor y que el esfuerzo académico era lo único que les permitiría crecer como personas y salir de la situación de pobreza en la que se encontraban.
Cuando seis oficiales de la policía de Nueva York fueron a detenerlos, Frank y Jennie se encaramaron a un poste de la luz e invocaron la primera enmienda que protege su derecho a la libertad de expresión sin interferencia del Gobierno. Frank y Jennie tenían nueve años, pero en el agudo timbre de sus voces resonaba más virtud que en las graves palabras de los políticos y empresarios que querían mercantilizar la escuela pública y ponerla al servicio de sus intereses personales.
Si se cambian los actores, la historia viene a ser la misma. Sustitúyase al alcalde de Nueva York por algún que otro ministro o consejero; a la United States Steel y la Fundación Rockefeller por Microsoft o Google; a Dewey por los actuales gurús de la educación. Nos hacen falta, sin embargo, un Frank y una Jennie. Ojalá nuestros jóvenes sigan su ejemplo y lacen piedras a esta “nueva escuela”.
*Eduardo Infante es filósofo y bético. Su último libro es ‘Aquiles en TikTok’ (Ariel, 2023)