Sale del trabajo excitado, runflando… Lleva toda la semana fantaseando con el viaje de su mujer para visitar a la suegra con el niño. Está de Rodríguez. ¡Toda la casa para él! Tras desvestirse y ofrecerse una merecida cerveza, va flechado al despacho donde está su novísimo Apple Imac I7. Confía en recordar la contraseña para traspasar el control parental. Para lo que va a hacer, no lo necesita. Sistema operativo, ¡misiles desarmados! Ahora, a bucear en alguna de las más de 24 millones de páginas webs porno existentes. Aunque él, hombre conservador como Chesterton, podría verse a sí mismo con frac y pajarita diarios, prefiere quedarse con lo bueno conocido. Salir de la zona de confort es un vendehumos para el que se siente viejo. Pornhub lo acoge con la misma ternura que a cualquiera de los otros 130 millones de usuarios diarios que abren las puertas de este edén. 10 minutos después, tras una breve, pero intensa, carrera por alcanzar las imágenes más a su gusto, remata el alivio con un chapoteo crítico. A un centenar de kilómetros, ella ha acostado al niño y dado las buenas noches a su madre. Tras la ronda de ternura correspondiente, se relaja en la habitación que vio llegar la primera vez que sus dedos se deslizaron hacia lo desconocido de su entrepierna. Ahora, treinta años después, con la experiencia al alza y amigas que montan sesiones de tuppersex, saca de un discreto bolso de la maleta a su compañero fiel. Un mando de suave silicona con el piquito de un pingüino que le permite saborear el éxtasis en cuestión de tres minutos. Mmmmmmmmmmmm. Delicioso-Satisfyer. Su marido, Dios lo guarde al bueno de él, no lo consigue ni con una sesión de espeleología vaginal de una hora. Por fin todos están relajados y satisfechos, serenos y en armonía, a excepción del niño que, al desvelarse, ha escuchado a través de la puerta los mismos ruidos que gruñe su madre cuando papá le hace cosquillas. El pobre no entiende nada…. ¿Se estará haciendo cosquillas sola?
Las poleas permitieron al hombre erguir vertiginosas iglesias. La máquina de vapor, poner en marcha trenes y barcos. La red eléctrica, iluminar el mundo. Los satélites, globalizar y acelerar la comunicación. La pornografía online, multiplicar la posibilidad de elección. El Satisfyer, acelerar la culminación del orgasmo. ¡Brillante es el sendero de la tecnología hacia el bienestar de los seres humanos! Desde la voraz Pasífae encomendada a la creatividad de Dédalo para fornicar con el toro blanco, el cerebro del Homo sapiens se las ha ingeniado para ver sus impulsos resueltos con eficacia. Si adaptarse a las limitaciones del medio le ha sobrepasado, no ha sido así con adaptar el medio a las suyas. La evolución de las sociedades humanas ha estado, y lo estará cada vez más, en manos de la evolución tecnológica. El desarrollo científico ha condicionado sus estructuras vitales. El sexo… bueno, no es más que otro de los objetivos colaterales en la religión del progreso.
Una vez separada la sexualidad de la procreación, esta evoluciona más allá del placer para erguirse como una vitrina narcisista. Pura competencia. Un territorio que la ciencia moderna ha pateado hasta los atriles de la vanidad y el deseo. Ah, y no lo olvidemos, el deseo no es sinónimo de placer, sino de odio por ambición y comparación. Ahí tenemos a Lacan, quien concibió que «el deseo humano es el deseo del Otro», y no por nada la tradición de la mayor parte de religiones y filosofías ha estudiado las formas de reducirlo al mínimo. Pero si, como dice Michel Houellebecq, habitamos sociedades erótico-publicitarias, el deseo ha de ser dopado por cualquier medio. El caballo ganador al que enchufar todos los chutes de anabolizantes disponibles para que gane la carrera. Desde luego, el mejor y el más eficaz de ellos, es precisamente la herramienta a la que se han encomendado las civilizaciones para su desarrollo; la tecnología.
El orgasmo artificial es una varita mágica que se agita con la facilidad de haberla pagado antes, y compite de manera tramposa con toda capacidad humana. ¿Cómo podría alguien estar a la altura de los cuerpos esculpidos en madera y fetiche a los que da acceso la pornografía online, o poseer la habilidad bucal necesaria para generar lanzamientos de ondas sónicas al compás de micro succiones sostenidas? ¿Quién no se abandonaría a tan eficaz satisfacción de los deseos inyectados por estímulos frenéticos y cotidianos?
¡Claro, nada tiene de pecaminoso proyectar las frustraciones en un caluroso manoseo al abrigo del hogar! Poder investigar nuevas fórmulas de contacto entre las partes a través de material audiovisual de calidad es, como mínimo, un derecho. Como también lo es ser consciente de que los montes de venus hospedan en su interior fuentes rocanroleras decididas a aullar, chapotear, y no a tartamudear cojas tt.tt..tt..t.t.tt.tt…. secuestradas en las medias tintas.
Pero, hablemos de lo malo porque lo bueno se vende sólo. Como dijo Paracelso, «todo es veneno y nada es veneno, sólo la dosis hace el veneno». Una cita que apreciaba mucho Antonio Escotado para ilustrar una falsa presuposición, que «phármakon», en griego, implica sólo la toxicidad, cuando la realidad es que también se refiere al remedio. La dualidad es intrínseca a la conciencia. La contradicción, los opuestos que los alquimistas del renacimiento representaban por un ángel hermafrodita de dos caras, son parte y todo de la interacción con los ajenos. Una sesión de amor propio azuzada por la fantasía de la pornografía no condena al espectador a una obsesión militar por vestir nalgas de sandía, o majestuosidades colgantes kilométricas. Tampoco el flirteo casual con ese piquito de oro a batería de litio empuja al clítoris al cementerio de los yonkis, donde nada que no sea un pistón eléctrico consigue complacerlo. Agitados por el reclamo social de la más pura autonomía, frente a siglos de eyaculaciones no correspondidas, ¿quién no ve en la democratización de los éxtasis femeninos un triunfo? Centremos, no obstante, el tiro.
Inmersos en un modelo turbocapitalista, como el propuesto por Luttwak, donde la avaricia de los grandes capitales por ganar mucho dinero, con muy poco esfuerzo, tiene implicaciones desastrosas en la sociedad, los inversores del placer invocan una sociedad turbodeseosa. Gracias a estímulos publicitarios y a la tecnología, el turbodeseo infecta a los individuos impidiendo controlar la dosis, abandonándose inevitablemente al veneno. No sólo la tecnología inventa nuevos placeres, sino que los acelera hasta impedir el nacimiento del deseo. Este se ve así convertido en un leitmotiv irremediablemente insatisfecho, que desplaza a las personas a la frustración mal gestionada. La solución a dichas indigestiones pasa, por supuesto, por calmar el mono. Hacerse con una dosis cada vez más regular del «phármakon» tecnológico. El mismo que no te cuestiona, no se cansa, no se arruga y, si lo hace, se lo puede sustituir con facilidad.
Eva Illouz afirma que «el capitalismo ha creado grandes bolsas de miseria sentimental». Lejos de contradecirla, y siguiendo el impulso humano por adaptar a través de la tecnología el medio a sus necesidades, parece lógico que el sistema del turbodeseo afile las uñas para sacar tajada. Y, si como menciona Jenny Kleeman, «usamos la tecnología para resolver problemas que podríamos solucionar cambiando nuestras actitudes, comportamiento y leyes», poco más se puede añadir. Comercializar el placer es algo tan antiguo como ofrecer la satisfacción a cambio de la protección en la cueva. Algo homínido, de primate, que ha sufrido una mutación material encarnada en la eficacia de la ciencia. Malheureusement, los zancos del progreso han sido tallados con las navajas de la avaricia, lo que ha convertido la comercialización del placer en una lucha por beneficiarse de la insatisfacción, todo ello embutido en un sistema obsesionado con engordar ese deseo. Algo parecido a inventar un cortafuegos de acero para, al minuto de venderlo, ponerse a tejer un virus capaz de dejarlo fuera de combate.
Nada hay más beneficioso en los negocios que la dependencia. Una dependencia comunal y gregaria. Diganselo sino a quienes, hoy en día, se pretenden luditas con trabajos que los obligan a tener internet, email, whatsapp e, incluso, redes sociales. Imposible, se mire por donde se mire. Lo mismo ocurre con el deseo. La obsolescencia programada del placer pasa por crear en nosotros el gusanillo de la más beneficiosa satisfacción al menor coste posible. Acto seguido, el recuerdo del gozo libidinal recorriéndonos las venas, convierte los mecanismos habituales en tareas demasiado trabajosas, demasiado inseguras para que merezca la pena rendirse a ellas. Como bien apunta Esperanza Ruiz, autora del genial Whiskas, satisfyer y lexatin, «corremos el riesgo de renunciar, o de limitar demasiado, el contacto con el otro. La victoria de lograr ese placer es inmerecida, diría incluso, cobarde. Al reducir la sexualidad a un ritual mecanicista que dura 3, 5 o 7 minutos, y luego volver a nuestras tareas habituales, olvidamos que hay bastante más que lo obvio. Todo lo que precede ese momento, que correspondería con el tiempo que cada uno se marque, puede ser casi más interesante que el propio clímax. La selección, la seducción, “conquistar” a la otra persona, no tiene precio. Para todo lo demás, como dice la publicidad, está la tarjeta de crédito».
Ay, el erotismo es una cima que se conquista con esfuerzo, trabajo y cierto talento. Un arte de amar, que diría el trilladísimo Fromm, al que la tecnología no aspira a permitir encontrar su hueco. Al menos, no toda la tecnología. Regresamos al mismo hecho, el veneno. Suele decirse que las pistolas no matan, lo hacen los humanos y, bueno, algo de razón hay. El problema nace cuando un determinado imaginario colectivo, construido bajo intereses privados, promociona activamente las rebajas éticas que naturalizan el uso de esas armas. A Mindgeek, la empresa detrás de Pornhub, y otro buen número de páginas pornográficas, le interesa muy-mucho el nacimiento de una sociedad afligida, débil a la seducción y que satisfaga su eterno deseo renacido antes incluso de poder reflexionar sobre él. De ahí que esta compañía fuese extremadamente laxa en su tolerancia a videos sexuales de pornografía infantil o agresiones, los cuales eran una fuente bollante de pasta gansa para sus cuentas. Así lo desveló Nicholas Kristof en su artículo The Childrens of Pornhub, donde se abordan todas las ilegalidades ante las que las páginas pornográficas han hecho la vista gorda. A nadie se le ha puesto una pistola en el escroto y se le ha obligado a deleitarse con escenas de niñas ucranianas ligeras de ropa, ni con los ahogados gritos de una mujer violada de madrugada, ni con el sometimiento anal de un afroamericano en un zulo, pero esta tecnología ha abierto la puerta a que la insatisfacción constante de la sociedad erotico-publicitaria se vea parcheada con perversiones semejantes y, además, haya quien se enriquezca con ello.
Sea como fuere, es difícil negar que un sistema colectivo que se encomienda a la resolución mecánica de las pulsiones libidinales tenga futuro como organigrama social en armonía. No ya porque esa mecanización pueda abrir senderos a la decapitación de la moral, sino porque, como apunta Esperanza Ruiz, «la sensibilidad a ciertos estímulos está aniquilada a base de exposición a la misma. Se desarrolla tolerancia a lo sutil, lo erótico, el gesto. Se desconecta la imaginación y se frustra el papel de las hormonas que tras el orgasmo conducen al apego. Finalmente, pierde su vocación de comunicación y se vuelve triste y sórdido». Los orgasmos artificiales son la clave de un turbodeseo comprometido con la insatisfacción como forma de beneficio. Puede que la incapacidad de sentirse a uno mismo en armonía sea una quimera que vaya más allá de lo humano y deba flirtear con lo metafísico, pero lo innegable es que la tecnología va a seguir condicionando nuestra sexualidad y, lejos de un sistema que se enriquece con la depresión de lo sutil, corresponde al individuo tomar cartas en el asunto.
Y, hablando de tomar cartas… ni que decir tiene que las dimensiones de este tema dan para mucho más. Por desgracia, en cuanto a un servidor, este lleva un rato apalabrada una cita con un producto audiovisual de tremenda calidad. Tras los esfuerzos gastados en diseccionar el turbodeseo, ¿qué mejor que una sesión de amor propio financiada por una larga investigación de las mejores páginas para adultos? Puedo anticiparlo, seguramente en el video elegido, haya quien use un satisfyer.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.