Allá por el viejo 1986 los nervios del planeta estuvieron a flor de piel. No faltó mucho, es más, faltó el canto de un duro para que un aluvión de balas microscópicas, llamado radiación nuclear, se ventilara medio mundo como una plaga de mangostas mutantes. Originada en la estación térmica nuclear Vladímir Ilich Lenin, en Prípiat (Ucrania), esta maldición bíblica pudo cabalgar los vientos en dirección norte sembrando un halo de muerte jamás visto de Bielorrusia a Suecia y del norte de Ucrania a toda Rusia. Finalmente, la tempestad fue tímidamente ahogada hasta esquivar el cataclismo. Una lluvia débil, persistente y pesada, agarrada a árboles, animales, viejas bicicletas, coches y lápidas intoxicó, sin embargo, 150.000 kilómetros cuadrados. En su interior, un área de 30 kilómetros, llamada ‘zona de exclusión’, fue sinónimo del infierno de la carne desmembrada, los vómitos de sangre y la podredumbre de los órganos.
Allá por el viejo 26 de abril de 1986 la historia todavía lo desconocía, pero esa sería la fecha en la que la anónima población de Chernóbil, hogar de escasas 14.000 personas, conquistaría un lugar privilegiado en el imaginario colectivo global. Lo que allí sucedió fue prueba del poder humano por abocarse a su total autodestrucción. De las fuerzas mesiánicas que alimentan nuestras vidas. De lo fácil que es ver la negligencia, el ego y la soberbia asir la mecha de un holocausto terrorífico. Y de lo habitual que es encontrar esos mismos males encomendarse a la manipulación; al manoseo descarado de la verdad por salvar el pellejo y guardar una falsa apariencia de invulnerabilidad.
El poder, aquel pasado abril de hace décadas, quedó advertido casi de inmediato. Se habló de cosas como la radiación ionizante, el síndrome de irradiación aguda, la contaminación alimenticia, ¡el cáncer desbocado!, de tiroides sobre todo, y la infertilidad. Todos ellos órganos de un monstruo que se iba a ir haciendo más grande cada día. El poder, no obstante, decidió tomarse su tiempo. Hacer las acciones más directas, como la evacuación de las zonas periféricas, y dejar al planeta a su suerte, como un niño que piensa en echarle la culpa a otro de su error, antes que en arreglar el estropicio.
Cortinas de humo y sarcófagos de información se extendieron por toda la URSS. El secreto, como muleta ineludible de una guerra fría ya demasiado larga, siempre era parte de la respuesta. Desde el despacho de Mijaíl Gorbachov se tardaron dos días (una eternidad en vista de la magnitud del acontecimiento) en informar del infortunio de una ‘explosión’, sin entrar en detalles, y todo porque la tóxica radiación había alcanzado territorio sueco y estos habían llamado la atención del Kremlin. Pero ¡ojo!, no fue hasta el 14 de mayo cuando el hombre de la mancha en el cráneo, el último líder de la Unión Soviética, admitió la magnitud de los hechos a su país y al mundo. Para entonces, por supuesto, ya era muy tarde para demasiadas cosas…
Ahora, en el cercano 3 de febrero de 2023, un tren ha descarrilado causando su explosión en Estados Unidos. Cerca de la línea que separa Ohio y Pensilvania, más de 50 vagones ardiendo siembran una masa de llamas y humo. Pero no es un humo cualquiera… Las nubes densas que escalan apasionadamente hacia el cielo han sido desde una oscura columna extraída de la más apocalíptica imaginación hasta anaranjados vapores densos, correosos y oxidados. Cloruro de vinilo, acrilato de butilo, acrilato de etilhexilo y éter monobutílico de etilenglicol son los pigmentos que dotan a la performance contaminante de estos característicos colores y aromas, como ha hecho saber un informe la EPA (Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos).
¿Cómo ha podido suceder? Pues al igual que en el viejo 1986, un fallo, una negligencia, provocó la luxación del convoy el 3 de febrero hacia las 20:55 (hora local). ¿Un hecho aislado? Ni mucho menos. Los accidentes ferroviarios están a la orden del día en el hogar de las barras y estrellas, que disfruta de una sistema de trenes afectado por recortes en inversión y recursos humanos insultantes para la potencia mundial. Si este accidente ha destacado y activado las alarmas no ha sido más que por el malogrado contenido de varios de los vagones. Igual que sucedía, en su día, con el de la estación térmica nuclear de Vladímir Ilich Lenin que, de no ser porque el error casi provoca la extinción humana, también habría pasado desapercibido.
Lejos de los peligros medioambientales, de la embrutecida respuesta de quemar el cloruro de vinilo debido a su venenosa inestabilidad (de ahí la diabólica torre de humo negro de la que podría emerger perfectamente un Belcebú rabioso de 100 metros) y de la evacuación de 5.000 personas de East Palestina, también es reveladora la actitud gubernamental al respecto. Al igual que sucedió con otro accidente ferroviario, también relacionado con vertidos de cloruro de vinilo (100.000 litros, para ser exactos) en Nueva Jersey, allá por 2012, la información tardó en llegar. Fue escasa, superficial y restringida; modus operandi característico ante una catástrofe que afecta directamente a la población y su origen es una metida de pata humana, no natural.
En el caso del tren de Ohio, el operador ferroviario Norfolk Southern, una empresa de Clase I con financiación enteramente privada, es quien debe responder por los desafortunados acontecimientos. Esto no implica que, visto el entramado orgánico existente en la infraestructura logística norteamericana entre lo público y lo privado, no existan presiones por disimular la magnitud de la tragedia, llegando incluso hasta la censura. Si no que se lo pregunten al periodista televisivo Evan Lambert, detenido durante la rueda de prensa del gobernador Mike DeWine el 8 de febrero por informar de lo acontecido. El video del Lambert siendo arrestado se ha hecho incluso viral, y presenta un abuso claro por parte de las fuerzas del orden, negando el derecho ciudadano a la información.
Aunque, ¿seguro que esto es lo que ocurrió? Efectivamente, no. Lambert no fue despachado de la rueda de prensa por informar (atención, ¡que era una rueda de prensa!) sino por interrumpir y encararse con los agentes quienes, tras repetidas indicaciones de que bajara la voz y, más tarde, informara desde fuera, lo detuvieron. De hecho, cabe imaginar que Lambert, aspirando a la condición de mártir, forzó su detención en ese perverso juego que es la sobredimensión mediática y el juego del espectáculo.
Pero, si la heroica acción de Lambert no confirma la búsqueda por desplegar una cortina de humo sobre el acontecimiento, tal vez sí lo hagan las casi dos semanas de silencio que se produjeron tras el descarrilamiento frente a la masificación informativa que se ha vivido en torno a los famosos globos chinos.
LOS GLOBOS NO DEJAN VER EL HUMO
Estos nuevos ovnis, que parecen pulular en territorios prohibidos como drones del ToysRUs por un aeropuerto, han sido la comidilla desde el 4 de febrero, cuando un globo espía de fabricación china fue derribado en territorio estadounidense. A partir de ahí, un toma y daca que se alargó como regalo de San Valentín de ambos países, identificando China otro ovni el 12 de febrero, en contrapartida por los otros tres que fueron saliendo como setas voladoras en Estados Unidos cerca de la frontera con Canadá del 11 al 13 de este mes. La tercera guerra mundial a tiro de piedra, dijeron algunos. Por si fuera poco, sin saber muy bien si fue iniciada entre Estados Unidos y China, o fue cosa de los terrícolas contra los extraterrestres porque, aunque cueste creerlo, llegó a manejarse públicamente la naturaleza marciana de los objetos como una teoría sin desmentir.
Una semana después, Washington informa que probablemente ni OVNIS, ni chinos, sino que los globos pueden ser simples artefactos “ligados a entidades comerciales o científicas”, como ha asegurado el portavoz del Consejo de Seguridad Nacional, John Kirby. De guantes lanzados para provocar un conflicto internacional a meros juguetes benignos. Estas últimas declaraciones, no obstante, pueden azuzar aún más los fuegos que llevan prendiéndose desde que el cloruro de vinilo comenzó a arder: los de la conspiración.
Las conspiraciones son a Internet lo que el queso al sándwich mixto: no lo son todo, pero sin ellas no sería lo mismo. El hombre no pisó la Luna, el VIH fue una creación farmacéutica con apoyo de la CIA, los Beatles nunca existieron, Hitler sobrevivió, el grupo Bilderberg creó las criptomonedas para hacerse con el control de toda la economía mundial, el 11-S lo organizó Bush o, en plan más castizo, Nino Bravo no tuvo un accidente, lo cosieron a plomo. Estas son solo algunas de las miles de teorías que revolotean en la red y crean comunidades enteras de discusión, apoyo y hasta opulentas financiaciones con el fin de demostrarlas. Una que, a mi entender, da fe de lo delirante que puede llegar a ser este submundo, es la del Pizzagate.
Este kafkiano suceso ocurrió en 2016, cuando Edgar Maddison, de 28 años, se presentó con un rifle automático en el Comet Ping Pong, un restaurante familiar de Washington, y encañonó con gesto drogoalocado a uno de sus empleados asegurando que existía una red de prostitución pedófila gestionada por Hillary Clinton en la trastienda del local. Así, como suena. La teoría, difundida por diversos foros y páginas web, había calado tanto en la mente del trastornado Edgar que fue a comprobarlo cañón en mano.
Pero ¿cómo una idea tan disparatada leída en la opaca profundidad de Internet llega a influir hasta tal extremo en la mente de una persona? El autor del ensayo American Conspiracy Theories, Joe Uscinski, opina que, debido a la rápida propagación que permite la información on line y la morbosidad que generan estas teorías, prácticamente toda la población americana cree en, al menos, una conspiración. A esto habría que añadir, además, una pérdida de confianza en los canales tradicionales de la información, un aumento del individualismo que, inevitablemente, acarrea la búsqueda de la autoreferencialidad y la existencia de medios de comunicación alternativos sin código deontológico que pueden permitirse, gracias a Internet, expandir bulos a voluntad.
El profesor Chris French, psicólogo de la Universidad Goldsmith (EEUU), sugiere que nuestra capacidad para reconocer patrones, a veces, nos lleva a sobredimensionar sus conexiones. Además, debido a la necesaria categorización a la que nos encomendamos los humanos, “también asumimos que, cuando algo sucede, sucede porque alguien o algo lo hizo por una razón”, cayendo en maniqueísmos sin matices que nos permiten justificar más fácilmente la arbitrariedad de las cosas.
Antes de la llegada de Internet, el mensaje de los conspiranoicos solía caer en saco roto porque los medios lo desestimaban, muchas veces, con hechos e investigaciones que probaban su falsedad. Hoy, las teorías de la conspiración tienen vía libre para trotar en dirección a todas las mentes conectadas. Como señala el periodista Johnathan Kay en su libro Among the Truthers, centrado especialmente en el movimiento ‘9/11 Truth’, que cuestiona la verdad sobre los atentados al World Trade Center de 2001, en Nueva York, Internet acentuó titánicamente todas aquellas paranoias globales y hasta ha facilitado la creación de organizaciones, casi sectas, entorno a estas fantasías. Incontables Palmar de Troya, pero sin las cinco llagas de Cristo.
¿Fueron los ovnis de febrero una excusa diseñada por el Gobierno americano y los lobbies del transporte para desviar la atención del accidente ferroviario de Ohio? Sin duda, la magnitud del descarrilamiento fue discretamente minusvalorada por los medios, oficiales y privados, que no se hicieron verdadero eco hasta días más tarde. Es posible que, incluso ahora, alcancemos a conocer sólo la superficie del acontecimiento. Tal vez el presidente Joe Biden acabe copiando las palabras que, en su día, pronunció el mandatario soviético más de un mes después de la hecatombe de Chernóbil: “Nadie estaba preparado. Todos la jodieron. El día posterior a la explosión aún se celebraban bodas en las cercanías. Los niños aún jugaban en las calles. ¿Hubo alguien que intentara calibrar hacia dónde se dirigía la nube radiactiva? ¿Alguien que tomara medidas? No. El director de la planta nuclear aseguraba que nada de esto podía ocurrir. ¿No os preocupa el hecho de que haya habido 104 accidentes en los últimos cinco años?”.
Es posible que, aunque en una medida muchísimo menor, efectivamente el cuestionable sistema ferroviario estadounidense (que ya ha sufrido un buen número de desaguisados) haya sido la causa de un drama medioambiental grave y el Gobierno desease escurrir el bulto hablando de globos voladores chinos. Aunque, sinceramente, ya hemos visto lo fácil que es caer en la conspiración sin fundamento, sobre todo en la era digital.
La historia y el tiempo dirán, pues, aunque seguramente el hombre pisó la Luna, la Tierra sea redonda y el 11 de septiembre fuese un atentado de Al Qaeda, otras teorías han resultado ciertas con el tiempo. La CIA sí usó psicodélicos en experimentos para controlar la mente, las tabacaleras sí ocultaron, a sabiendas, el efecto mortal del tabaco, y, atención, el Gobierno estadounidense experimentó con la población afroamericana los efectos de la sífilis en la década de 1930.
Como dice Manuel Vicent, “el que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla”. Pero, creo que, en este contexto de conspiranoia digital, antes que hablar de la búsqueda de la verdad, más valdría decir: el que busca una mentira corre el riesgo de encontrarla.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.