Me encanta Sinatra. ¿Qué le voy a hacer? Puede sonar raro que un millennial de última generación canturree al enjabonarse los alerones bajos las canciones de La Voz, pero así es. Su sugerente timbre baritonal me pone el corazón a lo Montserrat Caballé, y esa vidorra de italoamericanos a lo James Gandolfini, esos trajes de Cyril Castle, sus sombreros ladeados Bogart y las corbatas deslazadas haciendo las veces de tirantes… ah… me pueden. Eso sí era estilo. Si pienso en él me da por marcarme un Jorge Manrique. Con Sinatra, ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’. Pero yo estoy lejos de poder coronarme como un fan serio. En cambio, sé de alguien que lo adora mucho más que cualquiera.
Una cosa es enchufarte un Camel frente a un Jameson con hielo a las dos de la madrugada, creyéndote Philip Marlowe, poniendo un disco de grandes éxitos de Sinatra, y otra muy distinta querer hacer de ellos una realidad. Sí, sí, tal cual se lee. ¡Una realidad tangible! ¡Material! Como cuando a John Hammond le daba por querer convertir el Dinopolis de Teruel en un zoo selvático. Con la salvedad de que esto no es Jurassic Park y Steven Spielberg no dirige el guion del mundo. Es fácil saber a quién me refiero en este zafarrancho de sinatrismo llevado al plano papable. Pista, ¿quién desea someter a la humanidad de la manera más vanidosa y lacaya? ¡Pues claro! El paladín de la nueva tecnología, el bastardo de la electricidad, dueño y señor de los diamantes cibernéticos y mesías de las palabras del Elohim transhumanista. ¡Eloooooonnnnn… el reptiliano… MUUUSKKK!
Musk, privilegiado director del advenimiento futuro, es un fanático de Sinatra sin reservas. Como digo, tanto, que ha querido hacer de sus canciones más inmortales un vaso comunicante entre lo real y la ficción. Pensemos en SpaceX. Esta empresa no es sino la encarnación aeroespacial de temazos como Fly me to the moon, o Come fly with me, hitos musicales que la empresa de ‘Musk el sudafricano’ ya está en proceso rematar a la vera de Corea del Sur. Hace nada, el 4 de agosto, el país asiático usó un Falcon 9 propiedad de Space X para convertirse en el octavo Estado de la historia en poner un satélite en órbita alrededor de otro cuerpo planetario. Encima, con el beneficio económico que representa usar la tecnología reutilizable de la compañía. Para que luego digan que esto del compromiso ecológico es un gasto inútil.
Pero la invocación de Elon en el plano físico al talento de Sinatra no se conforma con las trastadas espaciales y convertirse en el ¡Amo y señor del Espacio!, también cabe destacar su excentricidad, su talento para hacer las cosas como le salen de los cojones y expresarse bajo su propio lenguaje. Queda claro que el hilo musical que envuelve las mañanas del empresario no es otro que My way, por supuesto. Porque Musk ‘juega sin descansar’, podrá seguir hasta el final y será conocido por cómo vivió, a ‘su manera’… Y es que, si alguien sabía bien qué era eso del complejo de mesías, ese era Sinatra, y Elon, en su glorificación a la figura de La Voz, no podía actuar de otra forma. ¿Cómo, si no, entenderíamos que el tipo tuviese los bemoles de fumarse un petardo como uno de sus cohetes en mitad del programa de Joe Rogan hace cuatro años? De acuerdo, el CEO de Tesla seguro ha aprendido la lección tras el revés, pero está claro que, de nuevo en su exhumación carnal de los grandes éxitos del sinatrismo, aquello fue Something stupid.
Ahora bien, si hay una canción de Sinatra que me da escalofríos que Elon Musk quiera hacer realidad esa es Under my skin… Un temazo con el que el Jesucristo de la tecnología se lleva comprometiendo desde 2016, cuando fundó Neuralink; una empresa de neurotecnología especializada en la creación de interfaces cerebro-computadora. Lo que básicamente significa que te implanten un microchip en el coco. Una idea muy peliculera. Sin embargo, con estresantes potencialidades de llevarse a cabo. La fórmula es que un chip de menor tamaño que una moneda sirva de base para que una serie de cables, más finos que un cabello, se acomoden en forma de abanico por el cerebro con 1.024 electrodos. Con ello, la maquinita podrá monitorizar lo que ocurra dentro del cráneo y, como si eso no fuese ya suficiente, también debería poder estimular la materia del entendimiento. Una especie de chute eléctrico a los músculos de las neuronas para que estén bien tonificadas para la temporada de verano.
Gorrinos y monos ya han sido víctimas de este ejercicio de ciencia ficción. El primero, hace dos años, una cerdita encantadora llamada Gertrude. Pero si lograr monitorizar las conexiones neuronales porcinas de Gertrude ya resultó espectacular, más lo fue cuando, en abril de 2021, Pager el mono entró en el juego. Y digo juego porque, efectivamente, así es como demostró la magia de Neuralink, jugando al Pong con su cerebro. El bicho, amorrado a un tubo metálico que le iba dando zumo, se plantó frente a una pantalla en la que una bola debía moverse al encuentro de las zonas iluminadas.
Si uno ve el video se da cuenta de que Pager agarra un joystick que parece ser la herramienta de control de la bola, sin embargo, el mando no está conectado. Es como un consolador sin batería. El movimiento de la pelota luminosa proviene directamente de las señales de su cerebro, ahora conectado inalámbricamente al susodicho videojuego. Una telequinesis computacional. De hecho, este es uno de los conceptos que motivan a Musk en la defensa de este sinatrismo. Según El Reptiliano, Neuralink podría permitirnos una comunicación mental directa con toda tecnología asociada lo que, básicamente, en las condiciones adecuadas nos permitiría sentirnos como un X-Men. Pero, no sólo eso, a quienes les vaya el rollo Charles Xavier, Neuralink les promete la capacidad de ejercer la telepatía. ¿Quién no ha querido leer el pensamiento? ¿Traducir el silencio? ¿Poder escudriñar los indecibles que atraviesan las mentes de nuestro alrededor, aunque sólo sea para decepcionarnos?
Desafortunadamente, para ese impulso cotilla y déspota que aflora en casi todos nosotros, la telepatía que promete Neuralink es, antes que un poder de Marvel, más bien llevar el móvil incrustado en la cabeza. Realmente la única ventaja sería un cambio en los canales de comunicación. No obstante, los electrodos sí están cosidos al cerebro y sí tienen acceso a la información (por llamarla de alguna forma) albergada en nuestra materia mental. Con lo cual, sí existiría la posibilidad de asomarse a los recuerdos y pensamientos de otros y, desde luego, habrá quien lo use en su beneficio.
Más allá de calzar a Musk la capa de demonio y tirano de la humanidad, esclavizador de conciencias y azote de la libertad, es interesante pensar en las consecuencias que sus proyectos, de hacerse realidad, pueden llegar a tener. Hacer una comparativa es sencillo. Pensemos en los smartphones, que se han convertido en nuestros más fieles compañeros. Mucho más que los chuchos o, no digamos ya, los cretinos de los gatos. En ellos depositamos ahora imágenes (recuerdos), contactos (comunicación), ocio (placer) o economía (supervivencia) y, si son intervenidos, lo que ponemos en peligro no es sólo un aparatejo material con forma de ladrillito fardón, sino prácticamente nuestra vida.
Quienes hackean teléfonos móviles, desde ladrones hasta gobiernos y multinacionales, no descubrieron el smartphone, ni decidieron que iba a ser una herramienta de lucro o control. Ellos, como ocurre siempre, vieron una oportunidad que ahora explotan en pro de sus intereses. ¿Cuánto tardaría alguien, de popularizarse Neuralink, en descubrir un medio para hacerse con el manejo de esa tecnología? Aun siendo la compañía de Musk un agente honesto, legal y encomendado a la mejora de la humanidad, por ejemplo, resolviendo enfermedades mentales o neurodegenerativas, ¿alguien duda que terminaría por salir el listo de turno a hacerse con el control de esos avances?
La tecnología es una herramienta imprescindible y peligrosa, de la que no hay que preocuparse únicamente por sus objetivos primarios, sino también por sus efectos colaterales. Unas consecuencias que siempre han intervenido en el bienestar humano ya sea para bien o para mal (motor, automatización, energía nuclear, etcétera), pero que ahora se acercan peligrosamente al punto de no retorno al intervenir directamente el músculo de la conciencia.
Under my skin, seguramente mi canción favorita de La Voz, es una genialidad que Musk intenta hacer realidad desde hace años, pero su interés se recupera ahora que nos aproximamos a la fecha en la que su proyecto pase de querer joderle el peinado a cerdos y monos, para hacerlo en primates algo más desarrollados; los humanos. El debate a este respecto no está en si habrá quien quiera ser el conejillo de Indias… por haber, seguro que hay hasta cola de iPhone nuevo por incrustarse el chip. Si Anthony Loffredo se ha metamorfoseado en un alien negro por gusto y placer, ¿qué no estará dispuesta a hacer una víctima de la sociedad del espectáculo y el apogeo de la identidad? Pues, menos pensar con sentido común, casi nada.
Los verdaderos interrogantes tienen más que ver con el valor ético de esta decisión. Si atendemos a una expresión individualista y neoliberal, todo humano debería tener derecho a dejar que le intervengan la sesera si da su consentimiento. De posicionarnos en un concepto menos nihilista y con un sentido más comunitario, permitir una cirugía cerebral a alguien sano es un verdadero dislate. Una zumbada que ni los cuadros de Beksiński. Se trata de una intervención muy peligrosa, potencialmente mortal, que no vale ni todos los poderes de los X-Men. Pero esto es un debate que se extiende hasta la compraventa de órganos, pasando por la prostitución.
Personalmente, y aunque admire la disposición tan creativa de Elon Musk por hacer del sinatrismo un hecho consumado en la realidad, me temo que no dejaría que me metieran mano en el pastel de carne recubierto por cráneo al que llamo cerebro salvo en caso de vida o muerte. Under my skin, preferiría que sólo hubiese cosas de mi absoluta e intransigente propiedad. Sin código de barras, ni, desde luego, transmisores inalámbricos. Desafortunadamente, para los cínicos de estas intervenciones, vuelvo a traer a colación la comparativa con el smartphone; un aparato que hace cuarenta años parecía una absoluta desquicia, más a más si tenemos en cuenta el uso tan dependiente que le damos, pero que hoy forma parte de nuestro día a día con la misma naturalidad que la televisión.
Eso significa que no andaremos, en un futuro, lejos de la realidad alternativa de la película Anon, de Andrew Niccol, que ahora mismo nos parece tan ficticia como El Señor de los Anillos. Golum, sin embargo, nunca será una realidad (a no ser que al Reptiliano Musk le dé por la manipulación genética… ya lo que nos faltaba), pero Anon y un mundo donde todo esté interconectado y registrado, un mundo con unas altísimas tasas de seguridad, sin enfermedad, sin asesinatos y sin absolutamente ninguna libertad, ni errada humanidad, sí se torna cada vez más factible. Y, Neuralink, es un primer paso en esa dirección.
Mientras tanto, y a la espera de la llegada del ‘transhumanismo cerebro-computacional’, seguiré escuchando a Sinatra. Porque no todos los placeres del pasado han perdido su aroma en el presente y no merece la pena atormentarse siempre. Ya que, como dijo La Voz, That ‘s life…
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.