El IoT promete comodidad, eficiencia y control. La posibilidad de encender la lavadora desde el trabajo, recibir una alerta cuando la colada ha terminado o ajustar el consumo energético desde el móvil resulta tentadora. Sin embargo, no todo lo que puede conectarse debe conectarse. Y es que, a veces, la innovación tecnológica corre más rápido que el sentido común.
El internet de las cosas: de la utilidad a la saturación
La idea detrás del IoT es sencilla: objetos cotidianos equipados con sensores y conexión a internet que recopilan y comparten datos para automatizar tareas. En teoría, esto mejora la vida del usuario. Pero en la práctica, estamos asistiendo a una sobreconexión que roza lo absurdo: neveras que tuitean, microondas que piden pizza por voz o cepillos que analizan la calidad de tu cepillado.
El problema no es la conectividad en sí, sino su aplicación indiscriminada. En muchos casos, la “inteligencia” añadida no aporta un valor real y sí incrementa los riesgos de seguridad y privacidad. Una lavadora con wifi, por ejemplo, puede parecer inofensiva, pero su conexión abre una nueva puerta de entrada a posibles ataques informáticos.
Los riesgos detrás de la comodidad
Cada dispositivo conectado genera, transmite y almacena datos. Muchos de ellos se envían a servidores externos del fabricante, y ahí reside el primer peligro: la cesión inconsciente de información personal. Horarios de uso, patrones de consumo eléctrico, presencia o ausencia en el hogar… Todos esos datos, combinados, pueden perfilar con inquietante precisión la rutina de un usuario.
A esto se suma el riesgo de ciberataques. Los ciberdelincuentes pueden aprovechar vulnerabilidades en dispositivos IoT para acceder a redes domésticas, espiar o incluso tomar el control de los aparatos. Ya se han documentado casos de hackers que manipulan cámaras de seguridad o termostatos inteligentes. En un contexto así, una lavadora conectada podría ser menos inocente de lo que parece.
Conexiones que sí merecen la pena
No toda conectividad sobra. En ciertos casos, la conexión a internet no solo aporta valor, sino que resulta imprescindible. Las alarmas inteligentes, por ejemplo, dependen de ella para avisar de intrusiones o coordinar respuestas en tiempo real. En esa línea, el Banco Santander, en alianza con Movistar Prosegur Alarmas, ha desarrollado un modelo que combina protección física y digital, incorporando la seguridad de la red WiFi doméstica y de los dispositivos conectados.
Pero la protección tecnológica no basta sin la conciencia del usuario. Por eso, el Santander también ha impulsado campañas de educación digital como “Una vida online y corriente”, protagonizada por Rafa Nadal, que recuerda que nadie está a salvo de los riesgos cibernéticos. La entidad promueve hábitos como el uso de contraseñas seguras, la autenticación multifactor o la actualización del software, subrayando una idea clave: en un mundo hiperconectado, la primera barrera de seguridad sigue siendo el propio usuario.
¿Realmente necesitamos que todo tenga wifi?
La pregunta central, al final, no es si la tecnología es buena o mala, sino si es necesaria. En algunos casos, la conectividad puede mejorar la eficiencia energética, reducir el consumo o facilitar la accesibilidad para personas mayores o con movilidad reducida. Pero en otros, la conexión a internet añade complejidad, vulnerabilidades y una dependencia innecesaria.
El equilibrio está en discernir cuándo la conexión aporta un beneficio tangible y cuándo se trata simplemente de una moda tecnológica. La verdadera “inteligencia” no está en los dispositivos, sino en cómo los usamos.