Es imperativo establecer el derecho humano a tener un smartphone. En el año 2014 el fotógrafo John Stanmeyer ganó el World Press Photo con una imagen en la que varias personas migrantes en la costa de Djibuti levantaban sus teléfonos móviles en la oscuridad intentando buscar una leve señal de cobertura para poder contactar con sus familias. Su único vínculo con lo que más amaban en un viaje a la esperanza que les podía costar la vida era su smartphone. La llegada del Aquarius fue un punto de inflexión en el discurso racista contra migrantes y personas refugiadas y uno de los mayores focos de atención de los movimientos posfascistas fue la tenencia de smartphone por parte de quienes desembarcaron en el puerto de Valencia: “Estos ya no son aquellos niños africanos con las barrigas hinchadas por la desnutrición que nos sacaban en los anuncios de organizaciones humanitarias. Estos inmigrantes ya no vienen buscando comida, ¡vienen buscando Wifi y 4G!”, decía un blog de extrema derecha. El odio racista busca cualquier resquicio para quebrar la voluntad de aquellas personas que pueden ser sensibles al sentimiento xenófobo, que aún no tienen prejuicios concretos pero en cuyo interior late la pulsión de repulsa que espera un argumento para hacerse concreta. El discurso de odio es un virus de gran transmisibilidad con la capacidad de encontrar resquicios por los que colarse en la emoción utilizando todo tipo de estrategias que facilite el contagio. La existencia de un smartphone, aún visto como objeto de lujo, en manos de alguien pobre es una imagen poderosa que sirve para cuestionar la miseria de quien atraviesa un mar buscando una vida mejor.
Ni una sola crónica, declaración o comentario de lo visto en las fronteras entre Polonia y Ucrania ha puesto en duda la urgencia y necesidad de las personas refugiadas por el simple hecho de que lleven un teléfono de última generación en su acelerada huída de la invasión rusa. Se entiende y se asume que es un producto de primera necesidad para estar en contacto con aquellos familiares que dejas atrás, para conocer las noticias, para buscar refugio, para saber dónde están, para encontrar un rumbo. Pero esa obviedad no es siempre así. Porque el racismo y el clasismo también se muestran mirando la mano de quien huye de su país para ver si en ella hay un smartphone. Lo primero, lo único que cogeríamos si tuviéramos que elegir un producto de primera necesidad para salir a la carrera de nuestro hogar y país serían un teléfono y un cargador. Puede que no importen las vidas, pero mírenlo de otra manera. Miles de smartphones descansan en el fondo del Mediterráneo. Era el único y preciado tesoro de los 22884 migrantes que murieron intentando llegar a Europa desde el año 2014.
No es necesario acudir a las costas de Djibuti o un viaje odiseico por el Mediterráneo para encontrarnos con esa necesidad tecnológica. Durante la crisis del coronavirus los técnicos de asistencia social y el personal docente identificaron el acceso a la tecnología como una nueva necesidad capitalista que había pasado desapercibida hasta entonces y que a pesar de haber sido una evidencia para el sentido común había quedado sepultada mientras podía ocultarse entre el resto de carencias. La educación se convirtió en un privilegio tecnológico, solo quienes contaban con una buena conexión a internet y el soporte digital adecuado tuvieron garantizado el acceso a la escolarización. Nunca la escuela ha sido un ejemplo más dramático de cómo las cuestiones materiales agrandan la brecha de desigualdad. Un informe de Redes Cooperativa puso sobre la mesa la necesidad de dar cobertura a ese nuevo derecho surgido por la escasez: «la conexión a Internet y los dispositivos tecnológicos parecen configurarse como un bien de primera necesidad.”
Se sigue exigiendo a la ciudadanía realizar actividades de todo tipo de forma telemática sin considerar la brecha de clase y sin comprender las dificultades que implica para las capas más vulnerables lograr las aptitudes y el acceso a la tecnología
Las necesidades asociadas a la vida cotidiana de nuestra sociedad han quedado vinculadas de manera irremisible a una conexión a la red y el smartphone es la herramienta más común y asequible para acceder a ella. Pese a las amplias capas de población sin acceso, ya sea por no tener recursos o por no estar alfabetizadas digitalmente, se sigue exigiendo a la ciudadanía realizar actividades de todo tipo de forma telemática sin considerar la brecha de clase y sin comprender las dificultades que implica para las capas más vulnerables lograr las aptitudes y el acceso a la tecnología. Son múltiples y diversas las acciones cotidianas relacionados con el mundo tecnológico que hacen la vida más fácil a los nativos digitales o a aquellos que tienen capacidades pero suponen un dique insalvable para los que no. La obtención del DNI electrónico para la burocracia administrativa, la exigencia de descargarse el certificado COVID, registrarse en una base de datos para poder acceder a la percepción del Ingreso Mínimo Vital o la ausencia de cajeros donde poder hacer una transferencia o pagar un recibo han convertido un smartphone y la alfabetización digital en una herramienta y un conocimiento de importancia capital para poder subsistir, una circunstancia que se agrava especialmente cuando se pertenece a un colectivo vulnerable. El smartphone es más necesario cuanto menos tienes, los conocimientos digitales son más imprescindibles cuanto más precisas de los servicios sociales.
En Móstoles hay una librería de cómics que se llama Delirio. Muy pequeña, con un enorme oso en la puerta que representa a Genma, el padre de Ranma en el cómic de Rumiko Takahashi, que da la bienvenida a todos aquellos que quieren cómics, conversación o que les hagan un recado digital. Suchi es el librero, un hombre bueno que además es ilustrador. En el barrio le conocen, no necesita anunciar de ninguna manera que puede ayudar a quien lo necesita porque cada navidad regala cómics a todas las familias que no tienen recursos y además es el nodo digital de su barrio para quien no sabe crearse un correo electrónico: “Aquí sucede de una forma muy orgánica, como sin hacer mucho reclamo. Imagino que te consideran una persona que sabe cómo funciona y que tiene un ordenador. Imagino que tiene más que ver con la idea de ser un espacio abierto. Las gestiones más comunes suelen ser pedir cita en el SEPE, que te manden una vida laboral o cualquier documento o hacer la solicitud de ayuda social. Sobre todo, citas para extranjería: documentos, citas y asuntos de servicios sociales. Esto se ha acrecentado muchísimo en los últimos años por la falta de citas presenciales, y suele ser gente mayor o población migrante.” El librero se queja de la poca empatía que hay en la administración con esta problemática que se solucionaría con poco esfuerzo: “La verdad es que me enfado muchísimo. Porque a veces son cuestiones fáciles para alguien que trabaje en la institución pertinente y que a mí me llevan un poco más de tiempo. Acabas haciendo tú algo que a ellos no les costaría nada. Para nuestra generación es una cosa más intuitiva, pero para las anteriores es un dolor de cabeza”.
El smartphone es más necesario cuanto menos tienes, los conocimientos digitales son más imprescindibles cuanto más precisas de los servicios sociales
Del barrio a la ley. La adquisición de un derecho humano viene precedida por la percepción moral y discursiva en la esfera pública del hecho en sí mismo. Para que el acceso a la tecnología sea considerado un bien de primera necesidad es necesario nombrarlo, enseñarlo y explicar las grandes brechas de desigualdad que provoca su carencia. La educación, la sanidad, el sustento y el bienestar están mediados en el siglo XXI por el acceso a la tecnología y los dispositivos y no se pueden garantizar estos derechos fundamentales sin dotar a los colectivos vulnerables de un smartphone. Sin azada no hay cosecha.
Sobre la firma
Antonio Maestre es periodista y escritor. Colabora de forma habitual con eldiario.es, La Sexta y Radio Euskadi además de haber publicado en Le Monde Diplomatique y Jacobin. Es autor de los libros Infames (Penguin) y Franquismo S.A (Akal).