Hace unas semanas me mencionaron en un post de LinkedIn aterrador. Un emprendedor—de esos turras que están todo el día sentando cátedra en redes sociales como si fueran la reencarnación de Steve Jobs—propuso cómo sería el gobierno perfecto si este fuera gestionado como una empresa. En su cabeza era espectacular. El CEO de esta nueva “España S.A.” sería Amancio Ortega. Sí, ese gran empresario que utiliza la ingeniería fiscal como si fuera un deporte olímpico, evadiendo impuestos mientras hace donaciones estratégicas que dejan a los españolitos de bien aplaudiendo como focas. Sí, ese. Don Amancio Ortega debía ser nuestro Leviatán.
Pero no se quedaba ahí la cosa, no. Este brainstorming distópico tenía más nombres de peso. Al frente del Ministerio de Industria, Juan Roig, el zar de la alimentación, famoso por maximizar beneficios mandando a sus empleados a trabajar en plena DANA como si fueran náufragos con nómina. Para el Ministerio del Interior, Ángel Gaitán, el influencer del motor que últimamente se pasea por tertulias de ultraderecha más rápido que un Bugatti. ¿Y mujeres? Bueno, este dream team de LinkedIn consiguió asignarles generosamente 7 de los 22 ministerios. Es decir, las metieron por cumplir el cupo y no parecer cavernícolas del todo.
El post ya cuenta con casi 900 reacciones. Y no, el problema no es solo el post en sí ni el que lo escribió. El verdadero problema es que hay millones de personas que realmente creen que España (o cualquier país) puede (y debería) gestionarse como una empresa. Y lo que es peor, creen que ellos, hombres promedio con una suscripción a Forbes y una camiseta de “Hustle Culture”, lo harían mejor. Ellos. Masculino, singular y arrogante. Porque cuando se trata de opinar con soberbia sobre cómo gobernar un país, los machirulos siempre son los primeros en levantar la mano.
Esto no es solo un fenómeno español, claro. Al otro lado del charco, Donald Trump acaba de anunciar entre otros nombramientos polémicos, que Elon Musk, junto con Vivek Ramaswamy, liderará el Departamento de Eficiencia del Gobierno de Estados Unidos. ¿Elon Musk? ¿El mismo que convierte despidos masivos en trending topics? ¿El que cree que las jornadas laborales de 18 horas son un regalo divino? El cuñadismo gubernamental ha traspasado fronteras, y lo que antes era un chiste malo está evolucionando hacia una epidemia silenciosa que está destrozando nuestras democracias. Más allá del chiste malo, aquí hay un trasfondo inquietante: la neoliberalización de los sistemas de gobierno. Estamos firmando un contrato social encriptado como NFT, cuyo valor depende de algoritmos diseñados por hombres blancos cis-hetero. Todo esto es tan absurdo que podría ser el guion de un episodio de Black Mirror.
Un país no es una empresa (por si no quedó claro)
El problema principal no es que algunos crean que su ídolo de Forbes debería estar en la Moncloa. No. El problema es más profundo y más aterrador: la degradación de nuestra democracia. Ya no solo nos enfrentamos a amenazas externas o internas, sino a nuestra propia incapacidad para entender qué es la democracia y para qué sirve.
Así que empecemos por lo básico: un país no es una empresa. Por mucho que algunos CEOs o tertulianos con aspiraciones mesiánicas se esfuercen en decir lo contrario, las funciones de un gobierno y las de una empresa son totalmente opuestas. Un país no existe para maximizar beneficios ni para optimizar “recursos humanos” (que, por cierto, somos personas, no tornillos). Un gobierno existe para gestionar lo común: salud, educación, justicia, derechos fundamentales. Todo aquello que, casualmente, las empresas suelen ignorar porque no genera beneficios inmediatos.
Quienes defienden que “un buen empresario sería un gran presidente” tienen una visión tan simplista como peligrosa. Gobernar no es vender ropa barata ni especular con inmuebles. Gobernar es cuidar, garantizar y proteger a las personas y el planeta en el que vivimos. Y sí, la mayoría de las veces eso no es rentable. Pero es lo correcto. Si un país funcionara como una empresa, ¿qué hacemos con los pobres, los enfermos, los ancianos? ¿Los sacamos de la ecuación porque no son rentables? ¿Que se mueran los feos y los improductivos? ¿Ese es el plan?
Esta lógica despiadada, que debería ser obvia en su monstruosidad, está calando hondo. Cada vez más personas ven normal evaluar a los gobiernos como si fueran startups, con KPIs y métricas de éxito basadas en balances y proyecciones de crecimiento. ¿Qué importa si la educación pública está en ruinas o si la sanidad colapsa, mientras el déficit esté bajo control y el IBEX 35 suba? Hemos olvidado que un país no es un Excel.
La crisis de la democracia (y de nuestra capacidad para entenderla)
El problema de fondo no es solo económico, sino cultural. Nos hemos acostumbrado a una narrativa de éxito que glorifica el individualismo y la competencia por encima del bienestar colectivo. Y esto, claro, tiene consecuencias. Desde la sociedad civil y el activismo, llevamos años reclamando más y mejores vías de participación ciudadana. Pero, sinceramente, ¿cómo vamos a avanzar en participación democrática si la mayoría de la ciudadanía ni siquiera entiende qué es la democracia? O peor aún, si la desprecia porque no genera “resultados visibles”.
Para colmo, la clase política actual, especialmente ciertos personajes de la derecha, no ayuda. Más bien, lo contrario. Entre bulos, populismos baratos y promesas vacías, están minando la confianza en las instituciones. Y las redes sociales, con sus algoritmos diseñados para generar polémica (y beneficios para sus dueños), son un campo de cultivo ideal para esta degradación. Cada vez es más difícil distinguir entre una crítica legítima y un comentario incendiario de alguien que acaba de leer dos párrafos de un post de Reddit.
La verdad es que el panorama es desolador. Parece que no hay salida. Pero eso no significa que debamos rendirnos. Es urgente, ahora más que nunca, recuperar algo tan simple como la decencia. Necesitamos bajar los decibelios, dejar de hacer experimentos con gaseosa y volver a explicar lo básico: qué es la democracia, qué implica y por qué es irrenunciable.
¿Y ahora qué?
No tengo una receta mágica, pero sí una convicción: tenemos que empezar por el principio. No podemos construir una democracia más participativa si no entendemos los fundamentos de la misma. Antes de hablar de presupuestos participativos o de asambleas ciudadanas, necesitamos recordar a todo el mundo que gobernar no es lo mismo que gestionar un negocio. Un país no puede reducirse a un balance contable ni a un organigrama corporativo. Es un espacio compartido, con derechos y deberes colectivos.
Y esto implica un cambio de prioridades. En lugar de obsesionarnos con la eficiencia o el crecimiento económico a cualquier coste, debemos centrarnos en lo que realmente importa: garantizar una vida digna para todas las personas, no solo para las más productivas o rentables. Esto es incómodo, sí. Es caro, también. Pero es lo que distingue a una democracia de una tiranía con fines de lucro.
Así que la próxima vez que alguien sugiera que España debería funcionar como una empresa, recuerden esto: las empresas cierran cuando no son rentables. Los países no pueden darse ese lujo. Porque un país no es un negocio. Es un hogar, y no deberíamos gestionarlo como si fuera una franquicia más de ropa barata.
¿Volver a la decencia? Difícil, pero no imposible. Aunque tengamos que empezar desde el infierno.