El deseo de las personas de mantenerse jóvenes y resistir el declive consustancial al envejecimiento, rebelándose contra el imparable y cruel paso del tiempo, se remonta a los orígenes de las civilizaciones. En aquel horizonte se trataba no tanto de un anhelo de inmortalidad, sino de soñar con el rejuvenecimiento del cuerpo y la mente para burlar la visita incomoda y adelantada de la muerte, o bien de poder elegir por la opción de un renacimiento para crecer en una nueva línea temporal en la que cumplir con alguna misión mesiánica. La idea original de resurrección traslada en su simbolismo no solo la comprobación de la existencia de una realidad invisible, sino la capacidad del resucitado para, como emisario o prueba vivificante de un más allá, ejecutar el translatio imperii (la transferencia del poder o del dominio), en este caso, desde el ámbito de lo trascendente al mortal.
El retorno a la juventud como noción de la política moderna, ya fuera al tiempo del infante o al del joven adulto, inscribió en la mentalidad de los pueblos un goce por la vida. Así fue como esta aspiración colectiva fue acumulando seguidores que se devanaban los sesos para lograr atrapar la esencia juvenil mediante todo tipo de productos y técnicas que, al menos, conservasen la apariencia de lo externo y ocultaran la vulnerabilidad del organismo. Sin embargo, el goce como tal es algo más que un placer hedonista. Contiene un reverso oscuro, compuesto por la falta de control, la obsesión y la dependencia. El goce se fusiona con el dolor y el sufrimiento, que articulan la deuda que hay que pagar por experimentar el deseo.
Preservar y retener la fuerza de existir joven se ha ido convirtiendo en una industria cultural de un enorme impacto económico, a la par que se ha establecido como una aspiración sagrada que va marcando la evolución biológica y psíquica de las generaciones, lo cual, derivado del núcleo de significados contenidos en su dinámica materialista, se convierte en otra fuente de desigualdad, de diferenciación entre grupos y de resentimiento hacia el otro (un resentimiento, primero, dirigido hacia uno mismo por no conseguir la meta juvenescente y, después, hacia aquellos que son envidiados porque alcanzan la investidura de ser reconocidos como sujetos jóvenes por tiempo indefinido a pesar de su edad real; la apariencia de juventud queda formulada como un signo lingüístico de estatus).
Genéticamente, nuestra especie no ha sufrido transformaciones en los últimos 2,8 millones de años. Pero sí que hay establecida la certeza de que una mujer española de 20 años en 2022 sería tomada más por la hija que por la hermana de Madama Curie a la misma edad (el retrato de Curie de 1900, a sus 32 años, es el de una mujer que hoy en día fácilmente asignaríamos a alguien cuyo carné nos desvelaría que está una o dos décadas por encima). Si contemplamos las fotos de los anuarios del instituto de nuestros progenitores, percibimos que aquellos adolescentes parecían adultos precoces, muchos de ellos con un toque decimonónico, en comparación con las fotos de nuestros hijos a sus mismos años, constreñidos estos últimos a mantener en sus rostros la aureola de “eternos niños de colegio”, aunque enfundados en cuerpos hiperdesarrollados de talla XL.
Podemos encontrar causas que expliquen el alargamiento temporal de los rasgos jóvenes (lo que en biología evolutiva se denomina neotenia o retardo de la madurez sexual): la mejora de la dieta, la higiene, la prevención de enfermedades, menor exposición a las guerras, al hambre y a un conjunto de peligros responsables de un buen número de patologías, incluida la depresión, la histeria y las neurosis, así como la red de protección a los menores por parte de la estructura del Estado y de la educación de las familias.
Pero todavía deberíamos indagar en el efecto que el desarrollo de la ecología humana, con todos sus avances tecnológicos, ha ido desplegando a la hora de que hayamos adquirido el aspecto fisiológico de ser una especie bastante más joven de lo que verdaderamente somos. Me refiero a ir más allá de ser juveniles en aspecto, para serlo en conducta, mentalidad y, por encima de todo, que los deseos de juventud se perpetúen. ¿Conlleva esta inclinación efectos saludables para el progreso?
Si estamos de acuerdo en que nuestra sociedad deambula obsesionada con la juventud, lo paradójico es que simultáneamente hace la guerra contra esta misma juventud que presuntamente adora. Podría parecer que el mundo pertenece ahora y prioritariamente a las generaciones más jóvenes, con su mentalidad idiosincrásica y su habilidad para dominar los artilugios tecnológicos, pero, en realidad, la época histórica que vivimos, en su conjunto, está privando a los jóvenes de lo que más necesitan si esperan prosperar.
Les priva de la ociosidad constructiva y del refugio de la soledad buscada y disfrutada; ambas formadoras de la identidad y de la imaginación creativa. Este mundo emergente les priva de la espontaneidad, del asombro y del miedo a fracasar. Les priva de la capacidad de formar imágenes con los ojos cerrados y, por tanto, de pensar en que hay una realidad viva por detrás de la sociedad retransmitida en las pantallas y redes sociales. Les priva de una relación expansiva y encarnada con la naturaleza, sin la cual el sentido de conexión con el universo es imposible y la vida continúa siendo una masa esencialmente sin sentido. Les priva de continuar desde el entendimiento de los éxitos del pasado para enfocar un futuro que pronto tendrán que forjar.
No promovemos la causa de la juventud si obligamos a los jóvenes a habitar un presente sin profundidad ni densidad histórica. La mayor bendición que una sociedad puede conferir a sus jóvenes es convertirlos en herederos, y no en huérfanos, de la historia, o, dicho con otras palabras, la mayor bendición que una sociedad puede concederse a sí misma es tener herederos que rejuvenecen el patrimonio social renovando creativamente sus legados. Los huérfanos, en cambio, se relacionan con el pasado como un continente ajeno e inabordable, si es que acaso lo hacen. Nuestra época parece empeñada en convertir el mundo en un orfanato, por razones que nadie entiende realmente.
Bajo la bóveda de esta crítica rezuman los condicionamientos de una industria dedicada a la juvenescencia que programa nuestro inconsciente para que deseemos mantenernos férreamente jóvenes, construyendo una jaula dorada en la que entramos y desde la que consentimos una descomunal regresión de nuestras expectativas existenciales: querer ser jugadores dentro de la partida del disfrute hedonista y del goce desenfrenado que hemos preparado para nuestra prole. Así que pasamos a ser uno igual a ellos (esbeltos, sin cicatrices visibles y siendo seguidores de las modas en el consumo). Eso sí, lo hacemos dentro del marco general de privaciones antes apuntado, del que, por cierto, nuestros jóvenes se consideran ajenos, quizá por estar demasiado preocupados por hallar los medios para el escape sensitivo y absolutamente desincentivados para obtener con prontitud la independencia económica de sus familias.
En nuestro tiempo, el disfrute del bienestar se ha convertido en el corazón de la nueva ética protestante que analizó el sociólogo Max Weber a principios del siglo pasado. De acuerdo a una sustitución metonímica, la disciplina hacia el trabajo duro y el ahorro como único medio genuino para encaminarse hacia la santidad, y que fue la que configuró el alma del capitalismo clásico, queda relegada por otra disciplina orientada a lograr y conservar una plenitud física y cognitiva equivalente a ser “joven y sano” para toda la vida terrenal, es decir, prodigada como un requisito indispensable para cumplir con el ritual del consumo compulsivo de todo tipo de productos y servicios relacionados con el lujo y el exotismo (la clave de la felicidad contemporánea).
Esta lógica, llevada a otro plano de significado y expresada de otro modo, es el mismo tipo de inversión que se ha producido desde aquel enunciado tradicional acuñado por nuestros abuelos de que “primero hay que trabajar para poder divertirse después”, trocado por el eslogan de los gurús del bienestar empresarial consistente en que “hay que divertirse trabajando o es mejor cambiarse de trabajo”. Consecuentemente, en el epicentro de este credo del bienestar se coloca la salud. Convertida en un fetiche, dado que hay que poseerla y exhibirla en público, no únicamente para existir, sino para disfrutar de la vida en la forma en la que es indicada por la sociedad de la exuberancia y ganarse la admiración de los demás. La salud concebida de este modo es otra señal de prestigio social.
En efecto, el bienestar físico y mental ha evolucionado desde un énfasis en el tratamiento hasta otro en la prevención gracias a una demanda creciente, ya no de pacientes, sino de consumidores supuestamente informados que quieren hacerse cargo de su salud como mercancía (el cuerpo y el cerebro adquieren un valor de cambio y se convierte en una inversión de la que extraer beneficios, tal y como postuló el filósofo Michel Foucault). De manera que es una obligación para ser competitivo el hecho de comer sano, sin gluten, sin aceites industriales, hacerse vegano, practicar esporádicamente el ayuno, respirar oxígeno puro, realizarse transfusiones de sangre o inyectarse en vena compuestos mejorados de vitaminas y aminoácidos, beber colágeno líquido, untarse retinol, sérum, pagarse un entrenador personal o realizarse algún retoque estético de la mano de un cirujano con marca de confianza, etcétera). El hábito viene impulsado por muchos factores diferentes y uno, sin duda, es el que fomenta la tecnología: los nuevos consumidores, tanto los jóvenes que lo son biológicamente como los que lo son por el determinismo cultural, se han empoderado con la tecnología y acceden a más información que nunca para tomar decisiones sobre su propia atención sanitaria.
Esta evolución hacia el autocuidado también se ha acelerado por los astutos incentivos facilitados por el capitalismo posindustrial. El coste de la sanidad supone un reto tan grande para los gobiernos occidentales que la estrategia urdida a tenor de las crisis permanentes que atravesamos se circunscribe a inocular en los ciudadanos que no hay más remedio que pagar cada vez más por la asistencia sanitaria, lo que está provocando un cambio en el comportamiento de los consumidores. Por ejemplo, en lugar de acudir habitualmente a un médico o tratar de obtener una receta, los consumidores de Estados Unidos buscan opciones más rentables y, entre ellas, se encuentra el autotratamiento que sirve como placebo para satisfacer sus deseos de curarse con inmediatez. En suma, los suplementos dietéticos, los medicamentos de venta libre o sin receta, y los dispositivos para el autodiagnóstico (para tomar la tensión arterial o los niveles de colesterol) han irrumpido en la cultura juvenescente del país más rico del mundo.
La trampa de todo este utillaje tecnificado es que nos distrae de lo importante. Lo que se está produciendo es un desplazamiento inédito del tabú en nuestra sociedad. Que los demás te perciban como alguien que se mantiene joven ha dejado de responder en exclusiva al acoplamiento de cómo es tu actitud hacia la vida (por lo general, asociada con un prisma vital y optimista). Ahora es principalmente una cuestión de la idoneidad cultural en la que se desarrolla tu personalidad y del hecho de que ser joven para la eternidad y mostrarse de esta manera sin complejos ni pudor se ha convertido en una prueba del éxito social con la que uno se puede regocijar. No es un escándalo ni algo raro observar que personas ricas todavía jóvenes se aficionan a ir a clubs semejantes a pequeñas empresas innovadoras de tecnología sanitaria donde les suministran tratamientos intravenosos de plasma para combatir tempranamente el envejecimiento, la pérdida de memoria, la concentración, la esclerosis múltiple, el alzhéimer y el estrés postraumático (infusiones que se fabrican con sangre proveniente justamente de donantes jóvenes).
El tabú primitivo prohibía aquello que se consideraba por el grupo como un imposible, algo impensable, algo impronunciable. Simbolizó también la “délire de toucher” o la angustia de contacto. De manera que la prohibición se extendía tanto a evitar el contacto corporal con el tabú (fuera este un objeto o fuera una persona), como al contacto por pensamiento con lo que había sido estigmatizado (una angustia que antecedía la esencia del puritanismo). El deseo de juvenescencia estipula que hoy es posible, y hasta deseable, asumir riesgos y disfrutar placeres que hasta hace unos pocos años parecían vedados para las personas de edad avanzada. La eudaimonía platónica (el bienestar fruto de una vida buena) ha sido desplazada por el hedonismo o, dicho de otra manera, la felicidad nacida del desarrollo natural de la personalidad está perdiendo terreno frente a lo que nos hace felices a corto plazo. Hoy lo prohibido es conformarse con el envejecimiento natural y con las formas heredadas a través de tu ADN.
Recordemos que descuidarse nunca ha estado bien visto; en especial, en los países católicos y protestantes, la pereza (el más metafísico de los pecados capitales) ha estado inexorablemente unida a la incapacidad de hacerse cargo de la existencia y los cuidados de uno mismo, lo que a su vez nos permite relacionar la ociosidad (en un sentido clásico) con la inactividad, la vagancia y hasta con la depresión y la pulsión de muerte. En cambio, en nuestro tiempo, nada impide que intentemos perpetuarnos en plenitud física en una sociedad fabricada para ofrecernos ocio (desligado completamente de cualquier tipo de connotación negativa) todos los días a cualquier hora. La única condición para esta búsqueda infinita del placer es que haya un remedio capaz de eliminar la suciedad que queda en nuestro cuerpo después de una buena fiesta. No importa el riesgo; lo saludable es acceder a la diversión sabiendo que esta no dejará ninguna huella capaz de ensombrecer la pureza de nuestra imagen corporal.
Sobre la firma
Alberto González Pascual. Doctor en Ciencias de la Información y de Pensamiento Político, y profesor universitario. Responsable del programa de Transformación Cultural de ESADE. Director de Cultura, Desarrollo y Gestión del talento de PRISA. Su último libro es Los Nuevos Fascismos. Manipulando el resentimiento (Almuzara, 2022).