La guerra no solo provoca incurables traumas y heridas, sino incesables movimientos. Hordas de refugiados, avances y retrocesos de militares, huidas de los que están en desacuerdo con la política del país invasor, incluso movimientos de capitales y de sus dueños, que no se dan a la fuga como los refugiados, sino que simplemente cambian de país de residencia.
¿Y los que no se pueden mover? Los árboles, testigos silenciosos de la barbarie humana, amarrados por sus raíces al suelo ensangrentado, siguen allí, fijando el dióxido de carbono, produciendo oxígeno y alimentos, ofreciendo un hábitat a pájaros e insectos, refrescando el aire y componiendo una bella estampa para el deleite de los humanos.
A veces, la construyen con un ímpetu desmesurado. Por ejemplo, en Hamburgo (Alemania), en julio de 1943, cuando se produjeron los bombardeos más violentos de la historia de la humanidad hasta la fecha en la denominada “Operación Gomorra”. Como relata W. G. Sebald en Sobre la historia natural de la destrucción, pocos meses después del arrasador incendio provocado por las bombas estallaron las flores. Los castaños y los lilos florecieron por segunda vez.
También los árboles reciben las balas y las metrallas de granadas de mano. Impactan en ellos los drones y los proyectiles. Se parten y se queman. Mueren con las personas y otros animales. Con fría indiferencia, “se ofrecen” para ser utilizados por los humanos para ahorcar a otros humanos, a los que llaman “enemigos”. Como el pino de Chernóbil, un árbol en forma de tridente que servía a los fascistas para ejecutar a los partisanos ucranios. Después, acabó siendo al contrario: eran los soviéticos quienes ahorcaban allí a los ocupantes a medida que la Armada Roja reconquistaba los territorios.
También los árboles salvan vidas. Los bosques se convierten en refugios y escondites, los troncos se usan como combustible. Recordemos cómo, durante la guerra de los Balcanes, los habitantes de Sarajevo (Bosnia y Herzegovina), una ciudad donde las temperaturas alcanzan los 10 grados bajo cero en invierno, tuvieron que talar el 90% de los árboles para quemarlos y poder calentarse.
Los civiles ucranios, con sus ciudades sin suministro eléctrico por culpa de los bombardeos rusos, están haciendo lo mismo. Y el invierno todavía está por llegar. Los bosques de Ucrania, como los de otros muchos países del mundo, estaban ya afectados por los incendios forestales causados por el hombre y agravados por las altas temperaturas y las sequías. El uso de explosivos en la guerra ha aumentado los incendios, pero no queda nadie para apagarlos. Muchos de ellos han tenido lugar en la zona de exclusión de Chernóbil y sus consecuencias para la salud planetaria son difíciles de predecir.
Lo mismo ocurre con las plagas. En Ucrania se está registrando una catastrófica invasión de la carcoma de los abetos y, durante la guerra, no hay ni dinero par combatirla ni manos para talar los especímenes afectados.
El título de este artículo es conscientemente equivocado y provocador, puesto que tanto mártir como héroe son atribuciones antrópicas. Los árboles no pueden ser ni una cosa ni la otra. En Vida Líquida, Zigmund Bauman analiza el paso del martirio (“solidarizarse con un grupo menos numeroso y más débil, un colectivo al que la mayoría discrimina, humilla, ridiculiza, odia y persigue”) al heroísmo, indispensable para construir, fortalecer y mantener el Estado-nación, que necesita unos “súbditos dispuestos a sacrificar sus vidas por esta supervivencia [del Estado]”.
Por esto somos los humanos los que atribuimos cualidades heroicas a los árboles. Incluso los asociamos a cada pueblo y nación. La legendaria canción Chérvona Kalína que, durante los días de la vergonzosa guerra iniciada por Rusia, anima al pueblo y a los militares ucranios y simboliza la oposición al opresor, versa sobre un arbusto, el Viburnum opulus. En Rusia, el símbolo nacional arbóreo por excelencia es el abedul.
Al Viburnum opulus y al abedul les da igual lo que piensan sobre ellos los Homo sapiens, con sus incoherentes y poco sabias conductas. Los árboles son inalterables e indiferentes por naturaleza, a la vez que bondadosos. Buda, que se iluminó mientras estaba meditando debajo de una higuera, dijo: “El árbol es tan generoso, que ofrece su sombra a quienes van a cortarlo”. Dedicó su vida a buscar y a enseñar a los demás la inalterable calma de las plantas.
Asimismo, son las personas quienes llevan a cabo actos heroicos o se convierten en mártires por el amor a los árboles, y no al revés. Aún está presente la estadounidense Julia “Butterfly” Hill, que en la década de 1990, con 23 años, se subió a una milenaria secuoya californiana y vivió allí dos años y ocho días. Todo esto, para impedir que una empresa maderera abatiera el ejemplar, al que apodó tiernamente como Luna.
Se pueden citar muchos ejemplos de coraje y valentía de este tipo. Probablemente, el más chocante y emblemático sucedió en 1731 en la comunidad Bishnoi, al norte de India. Históricamente, esta comunidad se consideraba a sí misma la guardiana de los árboles. Cada familia era la responsable de cuidar un grupo de ellos.
Cuando el maharajá de Johdpur decidió construirse un nuevo palacio, necesitaba madera para hornear los ladrillos. Por ello, ordenó a su séquito traerla de los bosques de los Bishnoi. Sus hombres se encontraron, lógicamente, con la oposición de los habitantes del pueblo Khejarli. El maharajá les propuso salvar cada árbol a cambio de una cabeza humana y 363 personas dieron su vida para impedir la tala. El maharajá quedó espantado y juró que nunca más se cortarían los árboles de esta región.
En memoria de esta masacre, en la década de 1970, nació en India el movimiento ecologista Chipko que, junto a otros de tipo similar esparcidos por el mundo, reclama derechos legales para las plantas.
Los humanos que aman a las plantas también las encumbran culturalmente. En Japón, a los supervivientes arbóreos de las únicas explosiones atómicas urbanas (esperemos que sean las últimas, a no ser que a los dementes imperialistas que están al mando de Rusia se les ocurra recurrir a este método de suicidio colectivo) se les llama Hibakujumoku. Están señalados con un cartel que cuenta su historia y hoy representan unos monumentos vivos a la esperanza, un llamamiento vegetal y humano a la paz.
Y son cada vez más los artistas que trabajan con ellos. Todo empezó con Joseph Beuys. El prestigioso artista era combatiente de la Luftwaffe que sobrevivió a un accidente. Su avión fue abatido y a él lo encontraron unos habitantes de Crimea, que cubrieron de grasa sus quemaduras y curaron sus heridas. Ahora se cuestiona si esto es realidad o leyenda, pero, se non è vero, è ben trovato. La historia es buena y añade intensidad al personaje y refuerza su ética y pacifismo.
Beuys creía en el arte ampliado, en que en vez de producirse objetos se deben cometer acciones. Cada acto es una obra de arte. Cuando, en 1982, fue invitado a participar en la exposición de arte Documenta de Kassel (Alemania), decidió que la obra que presentaría sería el propio acto de plantar 7.000 robles. Cada roble se encontraba junto a una columna de basalto, dando así una lectura diferente a los árboles, que se transformaban en esculturas vivas gracias a estas columnas. Esta acción duró 5 años y terminó uno después de la muerte de Beuys. Sin duda, el paisaje de Kassel cambió para siempre, al igual que la percepción del mundo del arte sobre el valor de los árboles.
Sobre la firma
Es comisaria de arte, directora de la fundación de arte y ciencia Quo Artis e investigadora del paisaje. Vive y trabaja en Barcelona.