Refritos de emoción y esperanza se apelotonan en nuestra psique si imaginamos la utopía. El término, acuñado por Thomas Moro en 1516, hace referencia al ‘no lugar’; un habitáculo más que estéril a la imperfección, empeñado en reducirla al mínimo. Un brillante ejemplo de las implicaciones del concepto lo dio el director de cine Fernando Aguirre, cuando conmocionó a un auditorio al despachar una frase que, erróneamente, se le aplica al escritor Eduardo Galeano. La cita, como respuesta a la intervención de un avispado estudiante que les preguntó: “¿Para qué sirven las utopías?”, dice lo siguiente: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.
Sobre El derecho al delirio que reclamaba Galeano, esta frase reconoce la necesidad de soñar con lo imposible a fin de lograr lo inesperado. Pero, las utopías murieron con el advenimiento de la globalización y la diseminación ametrallada de la información. Pronto, en los albores de la muerte de las ideologías, la fantasiosa ilusión de los edenes dio paso a una dictadura del desastre, a una explotación, viciosa, casi masoquista, del antónimo de la utopía: la distopía.
Imposible afirmar que el peor de los escenarios es un capricho exclusivo de la segunda mitad del siglo XX y el posterior tercer milenio. Los grandes hitos teóricos de la desesperación y el quiebro del espíritu se dieron antes, desde los menos omnipresentes La invención de Morel de Bioy Casares, o El Proceso de Kafka, hasta los magnificados Fahrenheit 451 de Bradbury, 1984 de Orwell o Un mundo feliz de Aldous Huxley. Todas ellas escritas antes de la década de 1950 y, curiosamente, a cada nuevo lustro más presentes en las conversaciones y debates cotidianos. Porque, aunque El cuento de la criada de Margaret Atwood, o Sumisión de Houellebecq hayan sido también hitos escalofriantemente verosímiles de la posmodernidad, los clásicos aún imponen su dominio. Seguramente porque nos maravilla la capacidad de sus autores para haber previsto, más de 70 años antes, los paradigmas frente a los que nos encontramos hoy.
La distopía, como le ocurre a la utopía, tiene la particularidad de exigir tiempo a las sociedades para verse realizada. Y sí, así es, la utopía es un horizonte hacia el que avanzamos sedientos sin alcanzarlo jamás, vanagloriados, al menos, del angustioso peregrinaje en la buena dirección. Pero la distopía también es un horizonte. Un clamoroso futuro que viene a presentarnos las vulnerabilidades de la imperfección y la codicia humanas hacia las que también nos dirigimos sin remedio.
La virtud de algunas de estas lacerantes predicciones nace en su capacidad para eviscerar la condición humana y sus sistemas de control. Aunque muchas de ellas juegan con el ejercicio de la dominación tiránica, también trabajan eficazmente otra clase de mansedumbre, la deseada. ¡Errados han estado los filósofos de la liberación! Si a algo aspira el ser humano, es a sentirse cómodo. Y ¿qué hay más cómodo que una sumisión agradecida? Más aún cuando esta es indirecta y gozosa para el individuo.
Azuzando los fuegos de la desinhibición, los mandos de la sociedad han logrado convencer a las hormigas de que la carrera de ratas por el poder es una autopista a la que no deben tener acceso. ¿Conspiranoia? ¿Chorrada sectaria? Tal vez, pero raro sería no intuir que, si ya en las bases romanas de nuestra civilización, los juegos y el sangriento espectáculo de gladiadores eran las herramientas preferidas de los gobernantes para mantener drogado al vulgo y evitar así su rebelión, esto no se haya ido perfeccionando con los siglos. Como se ha mencionado, la distopía requiere tiempo y eso es algo que se le ha brindado con creces.
Llegados a este punto, peguemos un viraje espaciotemporal hasta nuestros días. Calzados con todo el material teórico de esas distopías, a las que podemos sumar cientos más, algunas con mayor capacidad de atracción como puede ser la serie Black Mirror, estamos armados para leer entre líneas y desnudar consecuencias, premeditadas o arbitrarias, de nuestros hábitos. En concreto, nuestros hábitos de consumo.
Millie, la esposa de Guy Montag en Fahrenheit 451, es incapaz de enfrentarse a la realidad de los acontecimientos y, por ello, se desliza, “entrando dócilmente en una buena noche”, como diría Dylan Thomas, hasta ahogarse en jornadas de televisión interactiva, radio-caracol y tranquilizantes. ¿Qué mejor para un sistema que sus súbditos se hundan en gozosas sesiones de control orquestadas desde el ocio? Millie es un ejemplo de esto, como también lo podrían ser las explicaciones de Mustafá Mond en Un mundo feliz, reconociendo la desarticulación de la individualidad en los ciudadanos a través de dosis elevadas de soma y una concupiscencia desaforada que impide el nacimiento del amor (seguramente la mejor herramienta para luchar por algo, e invitar a la reflexión).
Cinceladas sus emociones e interrogantes por firmes martillazos de ocio vacuo, los personajes de ambas obras deambulan por el escenario de sus vidas sin cuestionarse nada, excepto la fórmula más directa para lograr la desinhibición. Una abstracción que, huelga decir, beneficia tanto a sus productores, como a aquellos que desean aprovecharse colateralmente de sus resultados. Ese ‘posible’ en el que Neil Postman aventuraba que nos Divertiríamos hasta morir.
Y aquí llega la percha al momento presente. Recientemente, el Instituto Reuters ha presentado su informe sobre noticias digitales de 2022. En él, los datos para España rozan lo escalofriante. Basados en un estudio de YouGov con más de 93.000 encuestados en 46 mercados que cubren la mitad de la población del mundo, el informe determina que, en España, el interés por las noticias ha caído 30 puntos desde 2015: del 85 por ciento al 55 por ciento. La frustración, el contenido repetitivo y la desconfianza en su objetividad son las principales razones de esta bajada.
Esta caída, por otro lado, se opone a la masificada cuota de audiencia que obtienen los contenidos de ocio. Por ejemplo, la última velada de boxeo de Ibai Llanos en Twitch alcanzó la friolera de 3,3 millones de espectadores simultáneos. Datos que, en España, no debió alcanzar ni al famoso combate, también una pantomima mediática, entre Mickey Rourke y Terry Jesmer de 1992 en Oviedo.
Las suscripciones a esta red, principalmente dedicada a la emisión de videojuegos en directo, lleva una ascensión que ya les gustaría a los cohetes de SpaceX. Los ‘nuevos contenidos’, actual capital de divertida abstracción por antonomasia en la población joven, aventuran que dentro de otros siete años la caída en el interés por la noticia será todavía mayor.
El placer ocioso es una condición sine qua non de la especie humana. Necesitamos del aroma del olvido para combatir la aplastante losa de nuestra mortalidad. La conciencia, madre del deleite y el dolor, invoca en nuestra cotidianidad la necesidad de chutes de serotonina para no caer en el suicidio. No obstante, no todo el ocio es igual. Si nos remitimos al pasado, Aristóteles ya hablaba del ocio como el camino a la felicidad, salvo que ese sendero a la eudaimonía estaba labrado por la contemplación, entendida como la búsqueda de la verdad a través del pensamiento y el arte.
Este proceso vivía una linealidad. El relato histórico de algo que trascendía el presente para proyectarse hacia el futuro. Cosa que Schopenhauer entendió muy bien cuando aseguró en sus Diarios de viaje: “Lo que más me alegra de todo es haberme acostumbrado desde joven a no darme por satisfecho con los simples nombres de las cosas, sino poder diferenciar, tras su ponderación y exploración, el conocimiento que aporta la experiencia directa de la vana palabrería; de ahí que en mis años venideros jamás corriese el peligro de confundir las palabras y las cosas”.
La búsqueda de algo más es lo que se opone a la inmediatez atomizada del ocio actual. Al menos, el que nos proponen plataformas como Twitch y derivados. Lejos del placer del conocimiento, de la exploración de la verdad y los acontecimientos que nos rodean, el Ser Ocioso se vanagloria de estar a la última en su lobotomía, donde el conocimiento se cambia por la información (entendida esta como el automatismo ausente de posterior reflexión) y la vivencia por el instante.
No es cuestión de asumir la llegada de la distopía. Sería estúpido presumir que estamos ya mancillados por el dominio lascivo, y generalizado, de la abstracción perpetua. Tampoco sobran excusa para caer en ello, viendo los últimos acontecimientos que han rodeado a Antonio Ferreras y demás paladines de la actualidad, pero no hay como perder la fe en un mundo mejor para caer estrepitosamente en el peor. Que la subordinación de nuestra mente a estados catatónicos esporádicos sea, más que un derecho, una necesidad, no nos exime de la responsabilidad de ahuyentar la evasión para regocijarnos en el placer, durable y emancipador, del saber.
Peligrosa es una sociedad dócil a la superficialidad del goce fugaz, en la que sus vendedores se lucran de la ignorancia. Porque un porvenir construido desde un poder déspota, que legisla basándose en la necedad y el desconocimiento, con códigos inspirados en la diseminación del ocio instantáneo, es un mañana de marionetas felices. La magnífica utopía de quienes no ven seres humanos, sino máquinas de consumo ensambladas para pagar la fiesta de su vida.
Pero, en fin, tampoco nos pongamos tan serios. Disipemos la paranoia, el estrés. Y, como decía Siniestro Total, ante todo mucha calma. Aún no somos todos adictos al soma de la diversión sin relato. Pero no bajemos la guardia, si algo comparten todas las distopías es que sus protagonistas forman parte, al principio, de quienes no ven en ellas mal alguno. Luego llega el despertar, como de aparición de la virgen, que los empuja al sendero de la rebelión. Por desgracia, en casi todas, ya es demasiado tarde.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.