Holocausto digital en Congo. Tu móvil está manchado de sangre africana

La República Democrática del Congo huele a holocausto. Sus recursos naturales han puesto al país y a sus desprotegidos habitantes en el foco de las grandes tecnológicas, como explica el libro ‘Cobalto Rojo. El Congo se desangra para que tú te conectes’. Empresas y organizaciones internacionales venden ininterrumpidas promesas de mejora, pero la realidad sobre el terreno no varía: explotación infantil, pobreza extrema y muerte. Mucha y sin consecuencias. 

Se suele decir que los médicos se toman la muerte, la desgracia física, en general, a involuntario pitorreo a tenor del hábito que trabajan en su profesión. Yo creo que el cerebro, esa hamburguesa afectada de conciencia, alquila escudos de insensibilidad para quien se enfrenta al lado feroz. Es su particular forma de no dejarse pisotear por el genocidio, por ese olor a holocausto agazapado tras casi todo a nuestro alrededor. La asepsia, vaya, higieniza el pus de la verdad y te mantiene cuerdo.

Seguro que muchos de ustedes ya se las han visto con alguna situación que han fregoteado a base de salfumán ético para evitar ser arrastrados por la oscuridad de su naturaleza. Ahora, les aseguro que, visto el asunto que nos trae, cualquier cosa, incluso los actos más crueles, se quedan sin aliento. Quizás por eso este ininterrumpido episodio (desarrollado en el preciso instante en el que lean esto), pasa desapercibido. Lo más fácil es que, incluso concluida la presente lectura, siga haciéndolo. Da igual si descubren que sus manos son cómplices de una masacre. El cerebro, ya les digo, higieniza esto con mejores resultados que el final trágico de una buena novela.

Truman Capote decía que había dos formas de viajar: cargando un petate o con una Visa en el bolsillo. El profesor de la Academia Británica Siddharth Kara puso en práctica ambas para dejar en manos del mundo un libro (recién publicado por Capitán Swing en España): Cobalto Rojo. El Congo se desangra para que tú te conectes. La historia que, al poco de terminar esto, desinfectarán para limar su culpa, y de la que, seguro, ya intuyen sus sanguinarios derroteros. Porque, sin petate ni Visa, les propongo una escapada breve al ecuador de África, a la República Democrática del Congo (RDC), para correr brevemente la cortinilla de “el otro lado”. Para recordarles que, si los diamantes de sangre les indignan, no son menos sangrientas las baterías de sus móviles.

Antes de entrar a hablar de toses metálicas, niños usados como clínex y seres humanos con menos valor que el cachivache donde enfrenten ustedes esta lectura, debo confesarles algo… a mí también me agotan los concien-duros. Se me hacen cuesta arriba, vaya, esos predicadores imbuidos de un insobornable espíritu misionero. Los que invocan una agotadora atmósfera de juicio; chistando risas, apagando charangas, en su insomne camino por significarse. Esos…

Ojo, también les digo, ¿me parecen necesarios? Diría que sí. Suyo es el sacrificio de hacerse insoportables por intentar mejorar el mundo. Me cuesta creer que su derrama monotemática del drama, cual octogenaria en la consulta del médico, les salga gratis. Ver reflejadas las contradicciones suele provocar alergia. No se saborean bien las perezas devenidas de la impotencia, como protagonistas de los diarreicos comentarios de cualquiera. En especial, de aquellos bocachanclas sin el don de la oportunidad. Por eso, y sin que sirva de precedente, durante unos pocos párrafos voy a interpretar el papel de Hombre Conciencia. Tan plomizo, pero, a buena hora, debido.

A veces, se diría que las buenas acciones quedan menos impunes que las malas. Uno se esfuerza por preocuparse del planeta y del futuro de todos, y acaba enterándose de que sus argumentos defienden, indirectamente, la mutilación de toda una comunidad. Se paga cara la osadía. Mientras, quienes hinchan sus carteras con el cuento, siguen tan campantes, encantados de que la banalidad del bien potencie una patente de corso para seguir remendando su espurio negocio. Entonces, todo te huele a cañería. A hormonas malpegadas. Al ácido, denso y rancio, de la putrefacción. Con sus pelitos, sus bichillos microscópicos y demás. Y esa es, precisamente, la sensación latente en la realidad minera de RDC.

Ninguna empresa está dispuesta a asumir que las baterías recargables de sus productos dependen de cobalto extraído por campesinos y niños de usar y tirar. Personas que mueren enterradas en toneladas de roca desprendida, a las que se acude a rezar a sus tumbas con un pico y una pala para seguir su labor donde la dejaron. Samsung, Tesla, Daimler, Glencore S. A., todas estas empresas emiten comunicados vociferantes contra el trabajo infantil, la esclavitud moderna y la contaminación productiva, asegurando que sus cadenas de suministro están limpias. Sin embargo, huelga decir que quienes han pisado el terreno, como el profesor Kara, salen con una percepción opuesta.

La República Democrática del Congo arrastra, desde la colonización, una historia para no dormir. Bien documentadas están las atrocidades de Leopoldo II, rey de Bélgica, que trató a sus habitantes como poco menos que una plaga de ratas, dejándose llevar por un sadismo, popularizado entre los colonos belgas, que pone en valor la expresión Homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre). Y la mutilación, la herrumbre moral y la falta de humanidad, no han abandonado esas tierras. Quizás no con la misma crueldad gratuita de antaño. Pero sí con un margen de ganancias desorbitado y el sustento del estilo de vida de miles de millones de personas en todo el mundo.

La región de Katanga, en el extremo sudoriental, es uno de los puntos calientes del repugnante magreo con la barbarie que se lleva a cabo en RDC. Allí se esconden las mayores reservas de cobalto del planeta y otros metales valiosos, como cobre, zinc, estaño, níquel, litio, plata, etcétera. Es fácil imaginar (tenemos sobradas referencias cinematográficas y documentales), columnas de hombres y niños arrastrándose sin flaquear hacía un agujero. Figuras de piel azabache, negros como el hierro de los martillos rudimentarios que empuñan, bañados en un polvo que muta del ocre al blanco, recorriendo, pringosos de sudor, los senderos al pozo. La muerte los espera paciente, pues sabe que son muchas las papeletas que estos mineros tienen de toparse, irremediablemente, con ella. Derrumbes, agotamiento, infecciones, la contaminación de las aguas y del propio aire por las toxinas de las minas, verse envueltos en una reyerta con los soldados-vigilantes… La vida, pagada a céntimo, vale menos que un saco de los minerales que extraen.

Cualquiera pensaría que, en vista de las declaraciones éticas de las empresas que usan el llamado “oro azul”, habría controles en estas minas. Agencias internacionales vigilando el buen hacer, e impidiendo, por ejemplo, que se haga trabajar a niños con el cuerpo más cosido que Frankenstein por los tajos de las piedras. De hecho, existen, y las dos principales serían la Responsible Minerals Initative y la Global Baterry Alliance. Ahora, de ellas poco, o nada, se sabe salvo cuando se las llama para grabar. ¿Quién va a descolgarse por allí, lupa en mano y chaleco antibalas en pecho, a comprobarlo? Pues eso… 

No debemos, además, imaginarnos las minas de RDC tal que inmensos asentamientos fácilmente localizables. Como nos explica la web Delvedatabase.org, la mano de obra en minería artesanal, y de pequeña escala, representa el 90% del total mundial en el sector. Eso significa que prácticamente la totalidad de los mineros del planeta trabaja sin contrato ni vías de protección o compensación alguna. En el Congo no es diferente. Así, los vehículos eléctricos, a los que tan desesperadamente nos abalanzamos como la solución a nuestros dramas medioambientales, han dado alas a la explotación descontrolada de campesinos que untan sus manos de ampollas, y entierran familiares con la cotidianidad de una guerra abierta. Por cierto, una forma de conflicto que no deja de servir ristras de cadáveres y críos desmembrados en cada aldea, mientras las minas rebosan los despojos éticos de un modelo productivo pérfido. En el Congo, la agonía no deja puntada sin hilo.   

Los africanos siempre serán pobres porque no quieren aprender […] carecen de capacidad de gestión, no se interesan por los detalles. Por eso solo pueden ser obreros, e incluso como tales no rinden bien. Sólo quieren divertirse. Creo que les gusta ser pobres”. Sería un lujo decir que esto es un diálogo de ficción. Una vomitona sacada de mi inventiva ladina… Para nada. Este discurso corresponde a la transcripción literal de una conversación que el profesor Kara traslada a su libro, y que sale de la boca de un tal Hu, directivo de Congo DongFang Mining; una empresa china. Porque, si hasta ahora muchos han imaginado a blancos rollizos, como vendedores de coches usados norteamericanos, con trajes caros y ninguna clase para llevarlos, achinen su imaginación. Esos están ya del otro lado, sobre el terreno mandan otros. 

El Congo está dominado por los neocolonos chinos, que son quienes han llegado a controlar la extracción de materias primas en la región. Es habitual encontrarse a grandes conglomerados del gigante asiático pagando cientos de millones por concesiones mineras, atando el suministro a las voluntades chinas. Tesla o Apple son algunas de las empresas que dependen directamente de conglomerados como CALT (Academia China de Tecnología de Vehículos de Lanzamiento), que les han suministrado baterías de litio, o trabajado con ellas para su producción. Nada es nunca made in sólo un país. Menos aún en tecnología.

Para rematar esta festiva historia, pasemos por alto los ataques a los derechos humanos. Barramos de la ecuación los críos machacados, los abusos interminables, la pobreza extrema y el tufo a estertor de muerte que envuelve el presente del Congo. Demos un paseo por el futuro, dentro de 50 años, cuando las reservas minerales lleguen a su fin. ¿Qué pasará entonces? Si durante el próximo medio siglo la población congoleña no para de aumentar, y toda la riqueza derivada de los recursos extraídos cae en manos extranjeras, a mayor gloria de la élite política del país, nos encontraremos con una masa de 200 millones de personas sin educación, sin medios de supervivencia y, sobre todo, sin nada que perder. Un pueblo encolerizado por la corrupción ligada a su propia existencia, que no tendrá problemas en inmolarse contra quienes sembraron su desgracia. Les dejo a ustedes rodar la película en su cabeza de las consecuencias.

En una ocasión, leí las declaraciones del editor de un medio francés asumiendo una incómoda verdad. Por mucho que al tipo le epatara, y ablandara el corazón, el drama de los niños soldados en Sierra Leona (o algo así de macabro), su periódico iba a vender muchos más ejemplares si se centraba en hablar del incendio de un edificio parisino. Incluso si no había víctimas. La globalización nos ha brindado un conocimiento mucho más profundo y plural del planeta, pero no nos ha proporcionado las herramientas para digerir todos los dramas que en él se suceden. Ni lo hará, claro.

Por ello, aunque ustedes sean conscientes de lo que tienen entre sus manos en este preciso instante, y sepan que está manchado por el dolor en estado puro, por algo que si les hiciesen responsables públicamente de ello, meterían la cabeza bajo tierra como los avestruces, no harán nada al respecto. Quizás se harán más conscientes de los efectos del sobreconsumo, y evitarán cambiar de móvil como de calzoncillos. Tal vez se piensen mejor elogiar sin cortapisas los automóviles eléctricos. O, en un arrebato como el mío, se pongan el disfraz de misioneros y le den la murga a alguien con el tema. Sea como fuere, poco cambiará. Pero, bueno, algo habrá para los restos…

Mejorar el mundo es una asíntota. Un falso horizonte hacia el que creemos llegar, antes de darnos cuenta de que estamos sobre una cinta de correr. Cada conquista destapa nuevos retos. Y eso, claro, desespera. Amarga. Te invita a sentirte plañidera las 24 horas, con una llaga que rebota de un sitio a otro de la boca. Creíamos estar mejorando la salud de nuestro planeta acabando con los combustibles fósiles, y resulta que estamos barriendo el desastre a otro continente (menuda novedad) y dejando la factura de la siguiente escasez (en este caso mineral) para las próximas generaciones.

Como suele decirse, si tuviera la solución ya estaría poniéndola en marcha. Supongo que lo único que podemos hacer quienes no manejamos cifras millonarias, ni gobernamos países o grandes tecnológicas, es trabajar con lo que tenemos. En mi caso, darles esto a conocer. Marcarme la del Hombre Conciencia, por una vez, y en el momento oportuno, para variar.

Sobre la firma

Galo Abrain

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.

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