Uno de los tormentos más inquietantes de ese terrible y fangoso trabajo llamado ‘moderador de contenido’, es coronar la indiferencia. Se trata de un recurso natural del cerebro que, ante el empacho de imágenes traumáticas cotidianas, acaba por naturalizarlas. No es que se pase a soslayar el acto en sí, ni que, de pronto, resulte entretenido, ni agradable a la vista. Es un simple ejercicio de autoconservación que por lo natural no deja de ser, esencialmente, embrutecedor. Y aunque el subconsciente se haga cargo de la marejada, lo que no implica su falta total de digestión, la costumbre hace de lo terrible un trámite. Espeluznante forma de sobrevivir, si quieren mi opinión. Es costumbre, sin embargo, ver al ser humano enfrentarse a lo monstruoso de esa forma.
¿Por qué hablo en términos de abyección respecto a ese comodín psicológico? Porque esta capacidad nuestra para acabar asumiendo, con el paso del tiempo, hasta las más execrables imágenes, olores, actos y pensamientos, es lo que nos empuja a tomarnos por el pito del sereno auténticas salvajadas. Violencias que, de primeras, nos harían llevarnos las manos a la cabeza, saborear la emesis llamando a las puertas de la faringe y a dirigir cualquier razonamiento del que dispongamos para intentar resolver la animalada.
¿Cómo sino se traga que, en los muros de Instagram, X o el añejo Facebook, los videos de niños gazatíes derramando lagrimas como cataratas frente a su padre muerto, o los de turbas famélicas de palestinos esquivando un torrente de balazos cuando acuden a por agua y comida, no nos indigne hasta el gripazo mental? Hay una impotencia asumida tan flagrante en esa intemperie mortal, donde las llantinas de criaturas desmembradas y la ferocidad de su silencio asesinado se cobra nuestro coraje, que casi justifica mirar para otro lado. Lo admito, yo he sido seducido por esa abstracción, y eso que estoy escribiendo esto.
No quiero hablar aquí de aquellos que sienten el miedo soplándole en la nuca cuando se les apodera un arranque de justicia. Al fin y al cabo, el sionismo es una empresa con un poder de presión hidráulica. Muy peligrosa para según quien. Y si a eso le sumamos la facilidad con que criticarlo puede colgarte el sambenito de antisemita, apaga y vámonos. Un identitarismo con recursos millonarios es el arma más fuerte del arsenal de los fanáticos y exige un gran valor, así como temeridad, señalarlo a pesar de las consecuencias. Pero, para el resto, acostumbrados a ver cada día un atropello a toda ética humana disponible, el silencio es ya una declaración de sadismo.
Por eso me dirijo a los espectadores de la fumigación. Porque a quienes no mueven un dedo, ni siquiera con una leve muestra de rechazo, se les han agotado las excusas. Del Holocausto nazi, el pretexto al que se agarró el mundo fue la ignorancia. No sabíamos. No éramos conscientes. De haber intuir que la barbaridad era tal, hubiéramos hecho algo. Con Gaza no hay excusa que valga. Lo que está haciendo Netanyahu con el pueblo palestino es una ejecución pública y programada en todas las pantallas del planeta. Prime time sanguinario para todos. Las redes se sobrecargan de videos con la más dura casquería sin filtro. Nada de pixelado. A pelo. Una ristra de reels, como películas snuff, sucediéndose atropellados en el muro de Instagram.
Así que ahora mismo el mundo mira ojiplático, si bien impávido y tieso, a Palestina. Eso pone de manifiesto algo inquietante, pero cada vez más creíble; Gaza se ha convertido en un laboratorio donde tomar la temperatura de la indignación mundial ante la masacre. Y los grados del termómetro son cadavéricos. Los palestinos siempre han sido parias. La china en el zapato de las relaciones internacionales. Y por fin nos la van a quitar. Ya no habrá sueños de resolver los conflictos de Oriente Medio, con ese pánfilo clamor de las mises en sus discursos, porque uno de los bandos habrá sido barrido del mapa.
El genocidio palestino es una de las causas de nuestro tiempo y estamos respondiendo a su emisión en directo con sobresaliente. Porque este examen se suspende si el interés y la indignación son altos. Y en general están siendo, como poco, mediocres. Lo cual es un resultado cojonudo para los gerifaltes del laboratorio, que ya han comprobado cómo la sobredosis de información sobre el horror entierra, a cuanta más mejor, su hedentina. Y así la ignominia que tanto se temía llevar a cabo antes, no fuese a revolucionarse el gallinero, resulta ser de lo menos polémica en términos prácticos.
Antes la palabra ‘hambre’ resonaba en cualquier monólogo político como el gran mal a erradicar. Pero yo hace tiempo que no la oigo salvo a cuatro gatos. Tal vez por eso haya sido elegida como el arma idónea para la trinchera palestina. Porque ya casi nadie se acuerda de que gran parte del mundo pasa hambre, ni de que las hambrunas (que es un hambre desatada en un extenso territorio) invocan los recodos más crueles e inmorales. Hay sobrados ejemplos en la historia, como el Holodomor estalinista en Ucrania de 1932, la hambruna de posguerra española o la muy reciente sufrida en Somalia, en 2011. En ellas la podredumbre, la atmosfera vírica y la muerte acecharon sin descanso. Tanto es así que de todas las mencionadas existen relatos, más o menos apócrifos, de canibalismo. Hoy, con la hiperconexión a los mandos, esos relatos podrían ser imágenes en tiempo real desperdigadas por la red. Ando a la espera de las primeras imágenes de antropófagos gazatíes.
No sé por dónde irán los tiros si viéramos en Palestina, en primera plana de los muros de Instagram, una legión de agonizantes ingiriendo a sus camaradas muertos para combatir el hambre. Es posible que el argumento eugenésico del Pallywood –corriente de desinformación que fabrica bulos para acusar a Palestina de manipulación- alcance su cenit y, ¡voila! nos vendan a los palestinos como una raza descendiente de los buitres. Cualquier cosa con tal de deshumanizarlos para que su exterminio nos sepa ligero. Incluso lógico, fíjense lo que les digo. Nadie le hace un nidito acolchado a las cucarachas que se le cuelan en casa. A las plagas se las pisotea. Se las extermina. Y si lo graban en HD para poder vitorear el fin de sus días, como una sórdida pornografía de la venganza, mejor. Nada envilece tanto como ver al contrario débil, a la par que repulsivo y peligroso.
El genocidio palestino estrena una inquietante y curiosa nueva era para la humanidad. Un paraíso internacional para los gánsteres que tras décadas invirtiendo mucho en discreción, silencio y opacidad, descubren que pueden llevar el infierno a campos de refugiados repletos de niños sin cortapisas. Saltando por encima de cualquier diplomacia o tratado humanitario de ese sueño, cada vez más claramente convertido en chiste, que son las Naciones Unidas. Y, sobre todo, sin importarles un pimiento que el mundo sepa de sus fechorías, da igual lo desalmadas y burrizas que puedan llegar a ser.
Otro hito de las redes sociales. Han logrado desvelar lo receptivo que se puede llegar a ser al conocimiento, instantáneo, de la masacre, la crueldad y el abuso desvergonzado. Bien por sus creadores. Deberían apuntarse un tanto. Nada hay más trascendente que revelar los misterios ocultos de nuestra raza. Incluso si esos enigmas versan sobre evidenciar nuestra capacidad para contemplar el fin del mundo, momentos antes de regalarnos una sonrisa con un entrañable video de cachorritos jugando con un hueso. Y si ese hueso es humano, en fin, ¿qué más da?
Sobre la firma

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.