Como si fueran los cabecillas de una hinchada yendo a un partido de fútbol, los líderes de China y Rusia se dirigían a la plataforma de observación de un desfile militar en Pekín para celebrar los 80 años del fin de la Segunda Guerra Mundial. Seguidos por una troupe de dirigentes trajeados, que los escoltaban como gallinas (desde el risueño Kim Jong-un hasta el sudoroso Lukashenko), Vladímir Putin y Xi Jinping hablaron de la inmortalidad.
Entre sonrisas reptiles, los capitanes del cuadrante rojocharlaron sobre los actuales avances en materia de conservación humana. Que si ahora, con 70 años, eres poco menos que un roro. Que si la biotecnología nos convertirá en ciborgs sin fecha de caducidad. Que si en el siglo XXI la esperanza de vida será de 150 años. Típica conversación trascendente de cuñados en la sobremesa de la barbacoa dominguera, pero en un contexto con implicaciones serias en las relaciones internacionales.
La anécdota, igual que una triunfante novela de vampiros, ha corrido como la pólvora. ¿Quieren los gerifaltes del Este aspirar a la vida eterna? Es difícil presumir que su ambición llega a tanto, pero lo que está claro es que ambos septuagenarios todavía se ven con fuelle para décadas. Y que cuanto más tiempo puedan apurar la empuñadura de sus fustas, mejor. Al fin y al cabo, ¿qué son 25 años en el poder para Putin, y 13 para Xi? Los buenos jefes de Estado no gastan menos de 30 tacos a las riendas. Los Iósif, los Tse-Tung… No se puede huir, así como así, de la responsabilidad democrática. La cesión del poder es de cobardes. Y la muerte, hasta ahora, la única excusa para faltar a los deberes soberanos.
Lejos de ironías, la bulimia democrática a la que están sometidos ambos países (y no pocos de aquellos liderados por el corral que los siguió durante el desfile) propulsa la inquietud. En regímenes autoritarios y liendrosos no vale esperar a la inevitable veleta electoral. Al cambio de colores, siglas y representantes. Mientras en democracias consolidadas el relevo gubernamental, habida cuenta de la insatisfacción popular, acaba por llegar antes o después, en las dictaduras y sus sucedáneos el cambio lo marca la muerte. Y si la muerte no llega al natural, poca esperanza le queda al cambio, salvo unos idus de marzo bien organizados.
Quede claro que con esta “filtración” –nada de lo que se oiga será dicho sin voluntad– Xi y Putin están allanando el camino de una idea que no solo les ronda la cabeza, sino la cotidianidad. Al ruso ya le tienen en observación médica constante, y no vacila en gorjear la idea de cambiar toda su casquería por víscera sana. Y a Xi, bueno, a Xi estoy convencido de que lo bañan cada día en una cataplasma de jazmín, ginseng y astrágalo, mezclada con plasma sintético. Algo entre la tradición y la modernidad, que es una jugada muy china.
Quien sabe, a lo mejor, a la manera del dictador haitiano François Duvalier, ambos jefes se reúnen en aquelarres vudú con la perspectiva, antes o después, de autoproclamarse presidentes de por vida, como hizo el tarado Duvalier en 1964. Por desgracia para François el oungan (sacerdote vudú), la muerte se cobró su deuda en 1971. Un inconveniente que, según parece, desean esquivar los dirigentes de Rusia y China. O, al menos, postergarlo todo lo posible.
Con el fin de salir del atolladero mediático respecto a esta conjura inmortal, Putin asomó recordando que Berlusconi, en su día, también le dio caña al cuerpo perenne como objetivo. Una forma un tanto pueril de quitarle hierro al asunto con la excusa de que otros ya lo hicieron antes.
Berlusconi, es cierto, también coqueteó con la prolongación de la vida. Pero para Il Cavaliere, mejor sería hablar de la prolongación de la juventud. A diferencia de lo que destila el discurso de los aliados escarlata, el italiano, con sus fajas gástricas y esa facha final de muñeco de cera, se esperanzaba con un capricho más campechano. Hedonista como era, gozador flagrante –incluso a lo Humbert Humbert, estuprador fanático de nínfulas y protagonista de la novela Lolita, de Nabokov–, Berlusconi quiso exprimir la vida, porque, a la manera de las ancianas con el fuego de la adolescencia inextinta, pensaba: ay, el mundo es tan bonito y qué tristeza da morirse.
El distendido diálogo de Putin y Xi dirige, sin embargo, la mirada a otros confines. No hay más que verlos durante el desfile. Ambos líderes gastan los andares de quienes ya se han cansado hasta de las sumisiones privadas, aspirando ahora a la conquista de horizontes tan inabarcables, que exigen de una prolongación vital sustanciosa para verse satisfechos.
Para entendernos, piensen en caer, como desde un tobogán, dentro de las mentes de ambos gallardos caballeretes. Buceen en esa glutinosa masa de recuerdos y expectativas, y verán lo que yo veo. La verdad tras la cortina de sus proyectos Matusalén…
Putin y Xi ya no son hombres. Son países. Han trascendido la autopercepción humana para erigirse como encarnaciones de un Estado. Dudo que manejen sus decisiones en aras de su individualidad. Eso ya pasó. Ya lo hicieron. Llevan demasiado tiempo matriculados en la carrera totalitaria como para ilusiones onanistas. Esas se resuelven en las asignaturas de introducción. Cuando aún te fascina el subidón. Y ellos ya caminan hacia la cátedra.
Su visión, igual que la de un gurú de la ayahuasca, ha trascendido el cuerpo. Son, a la lideresa, como chamanes en conexión con la pachamama que saben perfectamente lo que le conviene a sus respectivos terruños. Rusia susurra sus deseos y necesidades a Putin, y China a Xi, y ellos escuchan y ejecutan.
El profesor de Columbia, Jeffrey Sachs, explicó recientemente su teoría adaptada a la política internacional, en la que cada líder juega a un juego distinto en un mismo tablero. Putin, claro, en plan Kaspárov, le pega al ajedrez. Anticipación y táctica, frialdad sin temeridades, pero tampoco compasión. Xi, honrando la milenaria tradición china, ataca al Go. Se toma su tiempo, busca mover piezas poco a poco, como una leve infección, fagocitando territorios a largo plazo. Trump, como buen cowboy de Las Vegas, siente predilección por el póker. Farolea, trolea, apuesta, hace órdagos y, si falla, regresa con actitud renovada de aquí no ha pasado na.
Aunque no estuvo invitado a la fiesta en Pekín, seguro que Donald Trump también tiene su particular logia de exorcistas de la vejez. Pero creo que su peineta a la muerte queda lejos de responder a los susurros de Estados Unidos, y cerca de un empacho de egolatría, un poco a la manera de Il Cavaliere. MakeAmerica Great Again es un reclamo fugaz de una tendencia política con la misma volatilidad que las criptomonedas que lo financian. Y por mucho que a Trump le gustaría emular a sus homólogos colorados, sabe que la democracia se impondrá en Estados Unidos. O, como mucho, tardará en caer más tiempo del que él necesita para estar a la cabeza de su disolución.
Siguiendo con la metáfora de Sachs, los juegos de Putin y Xi son juegos de aliento. Hay que vivir mucho para coronar la partida. Los Estados, además, no se mueven al ritmo de los hombres. Y siendo el ruso y el chino los mesías de sus culturas, tendrán que hacer lo posible para prolongar el mandato, paralelo a las necesidades que ellos creen oír emerger desde las profundidades de sus tierras. Sueños de conquista, poder y gloria.
El desfile de Pekín del pasado miércoles fue una exhibición de culturismo geopolítico. El Este sacó bíceps e hizo poses de Adonis hasta los límites de la aerofagia. El nuevo orden mundial está claramente marcado por sus agendas. Un calendario al que, por primera vez, habrá que sumar la posibilidad, bien aullada por Putin y Xi, de que ni la muerte concluya sus ambiciosos periplos. Aunque sea la que lo visita a uno para cobrarse las deudas de la edad. De la supervivencia a venenos, balas y cuchilladas por la espalda, en fin, todavía queda. Ya veremos para el centenario de la Segunda Guerra Mundial. Ya veremos que se dicen entonces, con el motor todavía a punto, China y Rusia encarnadas.
Sobre la firma

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.