Aporofobia en las redes

La pobreza se ha convertido en un espectáculo que alimenta el odio y la indiferencia en nuestra sociedad. Mientras las redes sociales amplifican el desprecio hacia los más vulnerables, la humanidad parece desvanecerse bajo una capa cada vez más densa de aporofobia.

Como se llama Jesús, resulta irónico que predique la palabra, cada día, en mitad de la calle Bravo Murillo. De su cuerpo maltrecho, flaco como Rocinante, a la vez que trémulo y mal afinado, emana una sensación de locura. También de hambre, que es una cosa a la que son muy aficionados los pobres —sabe Dios por qué, visto lo poco que gusta en general—. Y es que Jesús, el predicador público de sus propios males, cuando garbea por las aceras de sol a sol, siempre anda pregonando su invisibilidad. Que si no lo miran, que si no lo escuchan, que si ¡Cristo bendito!, es que ya nadie tiene un ápice de humanidad.

Pensé en Jesús hace pocos días cuando redes sociales y telediarios difundieron la noticia de Antonio y Carmen, un hijo y una madre de 80 años a los que una pareja de zutanos intentó prender fuego mientras dormían en su humilde casa de Torrejón de Ardoz (Madrid). A priori, los motivos eran básicos: la pobreza en la que habitaban ambos. Veo el vídeo de esos dos desgraciados, de los dos coleguis pasándolo teta barriendo con un obús de lejía el rostro de la anciana y su hijo, antes de ametrallarlos con botellas de cristal y organizar el incendio, y me pregunto cuándo saldrán los créditos.

¿Quién, desde Haneke hasta Cronenberg, firmaría la autoría de una ficción visual así de inhumana? Es de un mal gusto tan sofisticado y cruel que parece mentira. Pero no lo es. Ni tampoco es la primera vez que me topo con un tráiler parecido, inspirado en ese socorrido término de la filosofía de Adela Cortina para designar el odio, rechazo o miedo al pobre: aporofobia. Un veneno semántico que ya recorre la red ante la mirada resignada de sus usuarios.

En 2020, por ejemplo, se volvió viral un vídeo de un joven sin hogar en Madrid al que se grababa danzando a cambio de comida: millones de visualizaciones, sí, retuits a porrillo del drama foráneo, apoltronados sus autores en el sofá, pero con la compasión en visto y la solidaridad sepultada en burla. En TikTok, el hashtag #homelesschallenge convirtió la pobreza en un circo de los horrores, con adolescentes simulando ser indigentes para conseguir el mayor número de likes posible. Un auténtico festín de mal gusto.

También estudios de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza (EAPN‑ES) han revelado que los delitos de odio hacia personas sin recursos aumentaron un 33,3 % en 2024 en España. Esta subida ha corrido paralela a un aumento alarmante de la aporofobia en plataformas como Twitter, TikTok e Instagram, con casos como los anteriormente citados. Según su portavoz, Andreu Grimalt, se trata de mensajes «enfocados contra colectivos específicos, como personas migrantes o beneficiarios de ayudas sociales, a quienes se culpa injustamente de problemas socioeconómicos». Pero la cosa, en esencia, va más lejos…

El pobre es un loser genético. Una raza aparte de insectos rastreros que advierten las injusticias de un sistema frente al que estamos inermes. Son un recordatorio, débil y vulnerable, de lo andrajoso que puede llegar a ser el azar en este neocapitalismo que no conoce otra moral que la del éxito. Y a nadie le gusta que lo desahucien de su particular torre de marfil, donde una marea de mierda —como decía Flaubert— no deja de golpear sus muros y amenaza con tirarla abajo. Por eso, cuando Jesús clama, con el corazón en un puño y la desquicia saliendo a trompicones de su boca, que nadie lo mira, que nadie lo escucha, entona la ceguera colectiva. Una infección que nos colma de indiferencia, a veces por autoconservación, otras por apatía, y no menos por egoísmo.

Se pusieron hierros puntiagudos en bancos, porches y zaguanes, como colchones de faquir urbanos, animando a los pordioseros a la purificación por medio del dolor o disuadiendo su descanso. En el aeropuerto de Barajas, ante la ola de calor, se decidió poner cortapisas al refugio de los desamparados porque la hedentina de los callejones, y su fachada insalubre, no es un adorno propicio para nuestra crónica de vuelos estival. Tan divina ella. Tan alérgica a unos dientes carbonosos suplicando con la mirada que la vida les dé un respiro, de fondo en los providenciales reels de Instagram.

Lo cierto, al final, es que el capitalismo muerde sin negociar rehenes. Y los mansos la única tierra que heredarán será una parcela en el camposanto de rebajas. Mientras, la tradicional cuaresma de los ricos, que reservaban sus empachos de champán para los festines privados, reservando la opulencia para relatos y habladurías, hoy luce palmito sin retenes en el universo digital. Por no mencionar las legiones de trepas que, sin un duro, alquilan por segundos una vida a la que aspiran que tampoco pueden comprar. La madeja, de esa forma, se hace cada vez más enmarañada, pesada y apestosa. Falsa y confusa. Perfecta para ver brotar una endiablada aporofobia, que no es más que autolesión y masoquismo, proveniente de quienes se niegan a sí mismos en su mundanidad.

El éxito en redes de las narrativas de riqueza rápida, así como la fanatización de una meritocracia plastiquera, muy alejada de la desigualdad heredada —palmaria en datos— que torpedea cualquier modelo de ascensor social, es otro de los agujeros negros por los que se escurre la razón humana y la empatía. La aporofobia tiene muchos padres. Y este es de los que más carga genética le está dando. Porque si el pobre es pobre por haragán, por cutre, por miserable, no merece respeto en la tierra de los héroes hechos a sí mismos, que cuando no son un torpe y mediocre maniquí de sus anhelos de riqueza, han medrado con el inestimable comodín de su entorno. Mal que les cueste admitirlo o lo oculten deliberadamente.

Acostumbrados a las grandes purgas de la historia y los desastres masivos, aquí y allá, en franjas y zangas del mundo entero, podríamos creer que el odio a los pobres ha caído de repente, como un aguacero de verano, en la vitrina social de las redes. Pero en verdad la fobia entra a pasitos, chino chano, como las enfermedades que van encaprichándose de un cuerpo a medida que la vejez se apropia de él. Y así, un día vemos a una panda de niñatos burlarse de un pobre diablo sin recursos en un TikTok, y al otro a dos malnacidos dilapidando hasta el último estertor de compasión que les quedara, satisfaciendo su piromanía con una pobre anciana y su hijo en Torre de Alameda.

Será verdad lo que berrea con tanta contundencia Jesús, en Bravo Murillo, cada día. Los pobres parecen invisibles. O, mejor dicho, es la gente quien los cubre con una capa de invisibilidad. Una condición etérea que las redes sociales parecen resolver, pero no en el buen sentido. Y es que dar visibilidad la dan. Pregonan, con un escaparate masivo, precisamente el miedo público de Jesús; que cada vez más gente parece andar corta de humanidad. Porque cuando una sociedad acepta al débil convertido en el objeto de deseo de la mala sangre del fuerte, mientras rentabiliza ese odio como espectáculo, es que ya poco le queda de humana.

¿Sería bestial? No lo sé. Hasta las bestias tienen mejor gusto.

Sobre la firma

Galo Abrain

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.

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