El movimiento ludita británico se dedicó durante principios del siglo XIX a boicotear la llegada de la sustitución industrial. Empujados por una negación colectiva basada en los disturbios, los luditas reventaban telares y demás maquinaria. Querían oponerse a la dictadura de la automatización que se avecinaba. Temían un mundo electrónico donde sus trabajos peligraran, y la alienación tomara el control del espíritu social. Los tiempos modernos, con sus monstruosos engranajes, decapitarían la integridad y la dignidad humanas.
El 28 de abril, España fue invadida por el sueño del ludismo. Y, contra todo pronóstico, durante unas horas, sí vimos perecer la alienación. Conocimos, ojipláticos, un empujón de la integridad y la dignidad humanas. Ahora, no todo es carne de bloguero malasañero. Ni de amish arrepentido.
El apagón nos dejó sin energía pero con muchas lecciones. Anda muy trillado el elogio a asomar a la ventana para hablar con el vecino, y hacer de radiopatio una fuente de información clave. Según leo, nunca Maravi Bilbao se echó tanto en falta.
Pero a mí, que soy cínico y despreocupado, lo que más me gustó, recién me enteré de la magnitud del blackout, fue pensar en los cantamañanas del día del juicio final frotándose las manos. En un sentido masoca, me estaba tragando mi discurso sudapollista. Mi filosofía de chubasquero. «¿Quién es el tonto ahora, eh?», oí en mi cabeza diciendo a miles de precavidos no con uno; sino tres kits de supervivencia en el armario. Y latas de conserva para resistir el Armagedón.
Antes del apagón, decían los aspirantes a preparacionistas que Bill, el rubicundo personaje de la serie The Last Of Us, no estaba tan sonado como aparentaba. Que lo de las linternas, las pilas y el alambre de espino en el trastero, bien mirado, haría un servicio. Me parecían profecías de tarotista.
Yo, con la calma chicha que exigen las grandes ocasiones, pensé las primeras horas del apagón que el acontecimiento sería peccata minuta. A la hora de comer, fijo que estoy rajando de lo malos que son los últimos capítulos de Los Simpson. Pasado el rato, la lumbre seguía sin asomar. Y empecé a arrepentirme de no tener la fuca de perdigones a mano.
Puse la radio con un viejo móvil, conectándolo a unos enormes auriculares que hacían de antena y altavoz. El iPhone de mi chica, para sorpresa de la dictadura de la actualización, no era más que un ladrillo con cámara sin internet. Pensé entonces en lo operativo que es tener un puntito Diógenes. No sabes de lo que te puede salvar la nostalgia. Escuchamos RTVE. A mí el asunto todavía me parecía anecdótico.
Luego fuentes del gobierno pidieron calma y yo me puse a temblar. Cada vez que le dices a alguien nervioso que se calme, te juegas convertirte en la diana de su desquicia. La calma es un argumento diarreico, pero aparentemente imprescindible. «Sht, no te calientes, tú. ¡Relájate, hombre!». Cristo, me burbujea la mala sangre tan pronto lo escribo…
Frente a esto; brutal milagro la distensión española. Que el primer olor a napalm nos pase de largo como país, irónicamente tiene su punto. Además, los comunicados sin preguntas no contribuyeron a templar los ánimos. Si ves a alguien tenso, de esos que rechinan los dientes, lo peor es decirle que no se preocupen. Imponer un chill de cojones nunca es buena mecánica de solución. Lo mejor es informar, incluso sobre lo que se especula. Atacar la duda diseccionándola. No con un mutis.
Hartos de la radio, la churri y yo nos marcamos la de C. Tangana y Calamaro: «salimos a la calle a por tabaco». Premonizaba, atravesando el portal, tensión y mal rollismo. Carroña verbal salpicando las aceras. Pero nada.
Ante la imposibilidad, frente al primitivismo, la cortesía y la empatía se hicieron fuertes. La sumisión es una curiosa forma de libertad. Como cuando estás en un avión volando. Si no puedes hacer nada, de perdidos al río. Y con esa filosofía parecían desfilar las masas, algunas ya en proceso de cogorza terracera.
Suerte de mi chica que tenía algunos pavos en metálico. Si no, la visita al safari pre-eléctrico hubiera sido en vano. Alcanzado el estanco, la cola era larga y poco habitual. Me recordó a la tensión pandémica. Todos haciendo cauteloso acopio de chupetes de nicotina. Podrá acabarse la civilización pero, ¡por amor de Dios! que no se acabe el tabaco.
Los coches circularon como en un exótico capítulo de Españoles en el mundo. Sin semáforos. Obedeciendo la ley de la prudencia y el sacrosanto respeto al peatón. No se oyeron cláxones. Ni insultos. A lo mejor, pensé, educar en la responsabilidad saldría más a cuenta que en la confianza ciega hacia luces de 3 colores. Fue una sorpresa que nos llevamos todos. Las carreteras no se llenaron de siniestros. Al contrario. Asomó un entente cordiale inhóspito. Prometedor.
Eso no desarmó la emoción y el aplauso cuando se reactivaron las luciérnagas viales. La gente vitoreó el regreso de las luces como deportistas olímpicos. Patética, a la vez que tierna, humanización de lo inanimado. Quizás no nos vaya tanto la romería tercermundista como pensamos, si le damos tanto aleluya a su superación.
Regresamos a casa. A mí me subía el canguelo porque en las películas de hecatombes los psicópatas asoman con la llegada del crepúsculo. Rozaban las nueve. El personal con predisposición de after, y yo dándole al tarro. Rememorando las lecciones de historia que me recuerdan la inestabilidad del ser humano.
La raza pasa de la verbena a la eugenesia en un pispas. Por suerte, el negro total no llegó para mayor gloria de facinerosos y chacales de escaparate. Otro relato, seguro, asaltaba los telediarios de haber seguido la carestía eléctrica. La noche es oscura y alberga horrores. Qué razón tenías, Jon Snow.
Pendemos de la fina hebra de los cables, claman algunos con alerta. Se acaba la electricidad y nos quedamos sin recursos. Guau, ¿en serio? ¿No me digas? Cuéntame algo que no sepa… Los mismos que reconocen ahora con asombro esta dependencia, son los que reverencian el campo sin haberlo labrado nunca. Con su perfume a boñiga, y sus despertares gallináceos.
Lo triste no es depender de la electricidad. Lo grosero es saber que podríamos usarla menos, y ser felices. Que si pateáramos la tecnología al menos unas cuantas horas al día, sanearíamos mucha de la paja mental que nos infecta.
Ha hecho falta una gestión deficitaria de la red eléctrica –o hackeo marciano, tanto monta- para revelar que hay mundo más allá de las pantallas. Porque esa ha sido la revolución. De la ausencia de luz en el baño, de la caldera, la máquina registradora o el ascensor, nadie ha hablado con emoción. Sí, en cambio, de pillar un libro. De pasear. De hablar con el vecino más allá de los buenos días. Placeres que tenemos a mano, haya o no electricidad. Hay que estar un poco gagá para ovacionar el apagón del 28 de abril. Y aunque me tilden de cenizo, reconozco que me gripa esa alegría. Porque todo lo que temían los luditas que pasaría, pasó. Pero también ganamos un bienestar que ellos ya quisieran. Un goce que se vería amplificado si, como hicimos durante 10 horas, dejáramos de ser avestruces con la almendra enterrada en pantallas y alienaciones, y practicáramos el arte de la curiosidad. Ojalá no haga falta otro puñetero apagón para recordarlo.
Sobre la firma

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.