Los timadores tienen un truco predilecto para culminar sus artimañas. Este consiste, primero, en captar tu atención. Los fuegos artificiales de una situación que parece arbitraria, pero que, en realidad, está totalmente mascada, son la miel dispuesta para que las abejas atolondradas zumben hacia la trampa. Luego, una vez los zánganos se han amorrado al néctar, el objetivo principal del timador es conquistar su confianza. De ese modo, y sólo así, el fraude será factible. Si el artista del engaño resulta ser un cojo-mental, poca fiesta le espera. Si su treta, en cambio, es buena y sus herramientas, sofisticadas; la desconfianza de la presa será un enemigo fácilmente abatible.
Alejándome, por ahora, del ejemplo del timador, pongamos un caso más popular: el cine. En la gran pantalla hay desconfianzas que se ganan más que otras, claro. Hace nada me topé con Indiana Jones y la última cruzada, de S. Spielberg. Recordé verla por primera vez de chaval (en VHS, para más nostalgia), y pensar dos cosas. Que por haberse estrenado seis años antes de mi nacimiento no me pareció menos maravillosa, y que, en cuanto hizo su aparición Elsa Schneider, interpretada por aquella Alison Doody con aires de barbie angelical que, al emocionarse, sufría un rictus ojiplático parecido al de una anguila, me dije: “Esta es nazi, seguro. Tiene cara de trepa”. Y no me equivocaba. Hay veces en las que el instinto pisa por delante mejor que cualquier cosa. Pero hay otras en las que no funciona. También, hace poco, me di de frente con Funny Games, de M. Haneke. En esta cinta, en cambio, estuve convencido, desde el principio hasta el final, de que la justicia divina descargaría en algún momento sobre esa inquietante pareja de pijos psicópatas con modales de parroquia. Y me equivoqué…
¿A dónde voy con esto? Pues a que la confianza en algo se basa en los principios de la obviedad. El timo, cuánto más claro, mejor para la víctima, y viceversa. Que Elsa era una huarga psicópata, se olía. Que al dúo de golfistas cayetanos con serios trastornos acabará saliéndose con la suya, no tanto. Y los tiempos nos están meciendo en una cuna similar a la perplejidad de dos perturbados bien hablados que hacen su voluntad sin consecuencias, mientras barren hacia el recuerdo la cómoda seguridad de una duda que solía resolverse en positivo. Con acierto. Expresada desde una sencillez donde el malo cantaba más que una gallina con ligueros. Por supuesto, la complejidad es excitante. No escasean las veces, sin embargo, en las que lo fácil, por lo seguro, por lo inequívoco, es de mucho agradecer.
La confianza de saber que tal o cual cosa va a ir en una dirección es lo que azota la certidumbre para ganarle la carrera al descreimiento. ¿El problema? Las herramientas de la mentira son ahora cada vez más eficaces. Punteras. La obviedad ha quedado enterrada por palazos de genialidad tecnológica. Timadores como la inteligencia artificial, las fake news o los deep fakes son avances prodigiosos de la capacidad humana para superarse a sí misma, poniendo en tela de juicio incluso lo divino. Sobre todo, rindiendo lo humano a una batalla contra la desvalorización y la sepultura de la verdad. Ver una foto o un video o una noticia y tener que partir del cinismo es, guste o no, contraproducente para el bienestar. Otra labor que echarse a la chepa en una cotidianidad ya de por sí colindante con el estrés y la ansiedad; así, al natural.
Si tomamos distancia, veremos que estamos empujando mucho a la realidad, asomándola temerariamente al Rubicón sin retorno de lo virtual y el titubeo por norma. Y, ojo a esto, porque, cuando el misterio permea la conciencia del ser, cuando se agotan los clavos a los que aferrarse porque la bruma impide saber si arden o, incluso, si están, la existencia parece un simulacro. Una concatenación inagotable de atrezos que nos niegan un sentido rígido y estable al mundo. Lo cual, para quienes abrazan el delirio, puede ser un pantano rico en fauna y matices; poetas, matemáticos, pintores, físicos… Pero para el común de los mortales, para el consumidor que representa la pechuga gruesa de la estadística, es el anuncio del nerviosismo, de la depresión y del colapso. También de la incomprensión, claro, que es la madre de esa desconfianza de la que hablo.
Hace un lustro, como mínimo, que vivimos organizados por un software digital. Es un hecho. La vida pasa más por la pantalla que por encima de ella. Eso nos aleja de la materia. Y es que hasta en el hardware, en la placa madre social, también vivimos alteraciones que nos invitan a la duda en el plano tangible. Sin ir más lejos, la abducción marciana de los móviles ha insertado en el ser humano una sonda de desconfianza. La celda de aislamiento del smartphone ha convertido el azar, el encuentro no planificado, en un campo de incomodidad. Lo que escapa al control de los móviles, convertidos en coordinadores de intimidad a base de óxido de indio y estaño, se mira con escepticismo. Yendo más allá de la herramienta física, hay un morro torcido debajo de casi todo cuanto no está precocinado en la conexión, o el conocimiento indirecto, de los muchos derroteros de Internet.
A las puertas del último aliento de este año; de este peliagudo ciclo donde hemos comenzado a chatear peligrosamente, conocido los planes de los Prometeo que hay en Silicon Valley, disfrutado con fake news piadosas o indignado con deep fakes pornográficos, y reivindicado el antiácido de la desconexión para no sufrir un derrame ante el tsunami influencer, la duda es el ambientador que se impone. La narración de la vida ya no discurre lineal ni contextualmente, sino que se ha transformado en una fotografía donde la mentira, si convence, indigna menos que la verdad.
Es lo que toca. Debemos coexistir con la contradicción para no ser absorbidos por el desasosiego. Asumir, aunque sea a regañadientes, que estamos rodeados de potenciales timos un poquito mejores cada día. Una vez descargado con éxito el cortafuegos de sospecha que nos permite, y sobre todo invita, a revisar el contenido al que nos exponemos, estamos un paso más lejos de ser carne de manipulación.
La desconfianza, paradójicamente, nos hará libres en una trinchera de engaños. Es raro recetar el síntoma del mal para combatirlo. Todo indica, no obstante, que la única certeza a la que nos aferraremos, tarde o temprano, es que quien se despiste, será la víctima de un timado.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.