Tripeando pelotas, mi nota kaleidoscópica
Villano Antillano
Pepas de colores pa’ escapar de la distópica
Cero sentimientos, soy una chica robótica
‘Toy como Madonna pa’ los tiempitos de erótica”
Los grandes festivales tienen la capacidad, y la necesidad, de aunar públicos dispares. Los conciertos en salas previas, como los que Primavera en la Ciudad ofreció el pasado lunes en su desembarco en la capital del reino, permiten ver la falla tectónica que separa esas audiencias. La tribu pureta, esa que a partir del miércoles, en Arganda, se quejará de las colas de tres personas, de la cerveza no suficientemente fría o demasiado y de que no tienen su marca favorita de ginebra para su gin-tonic en vaso de plástico, se congregó en La Riviera para ver a The War on Drugs. Consultores de afterwork, papás separados en semana impar, nostálgicos de los primeros discos en que “aún no eran conocidos”. Los chinos beige y las camisas conviven con camisetas del grupo y pantalones estrechos. Los pitillos, como Los Planetas, son cosa de puretas.
La banda sonaba compacta, como siempre. Bordaban esos crescendos sin resolver, como siempre. Aburrían, como siempre. Tu cuñado te dirá que suenan a Springsteen (o Esprintern para el cuñado de Feijóo), y quien soy yo para quitarle la razón. Pero estos señores acomodados tocando el mismo show desde hace 10 años están a mil jodidas millas del compromiso y la reivindicación del Born to run. Y es que este lunes en Madrid, la provocación, la pose y la música inteligentemente política estaba con otra tribu del Primavera, la que se había congregado en Shoko a escuchar eso que los del pantalón beige llaman reguetón.
Pero la música urbana de raíz latina va hoy mucho más allá de eso. El trap es hoy lo que el punk fue a los 70 o el rock al final de los 50, la música de una generación que quiere cambiar las cosas. Si la edad media del público en The War on Drugs rozaba la del alcalde Almeida, la del de Tokisha estaba muy por debajo de la de su novia, aunque éste que escribe desconoce el interés borbónico por los sonidos urbanos. Y aunque diga el tango que 20 años no es nada, un abismo generacional separa las tribus.
La sesión de Shoko la había abierto con un enorme 23 en su trasero. Mientas perreaba insistió en que los más importante que íbamos hacer este año era votar ese día del próximo mes de julio. Por el orden parecería que la cabeza de cartel era la dominicana Tokisha, espectacular su cuerpo de baile y la metralleta de sus temas, cortos y acelerados como los mismísimos Ramones. Pero su show se ve lastrado porque más de la mitad de su repertorio son colaboraciones que lleva al directo con voces grabadas.
Pese a todo, hubo en un minuto de su concierto más actitud que en las dos horas (que parecieron cuatro) de The War on Drugs. Sin embargo, el plato fuerte, era la boricua Villano Antillano: su discurso queer, su mujer robótica heredera del cíborg de Donna Haraway, sus referencias pop jugonas que van desde a Madonna a Nietzsche… No se equivoquen, ha grabado con Bizarrap, pero esto está en las antípodas del simplismo de Quevedo. Villana, la primera artista transgénero en entrar en el Top 50 Global de Spotify, tiene un fraseo vibrante y unas bases electrónicas que la acercan más a traperas norteamericanas como la maravillosa Miss Nokia que al sonido más romo que parece dominar el urban latino.
La de Bayamón dispara sus rimas sobre bases eclécticas, dedica temas “al macho cabrón” que si no hubiera dejado le hubiera impedido llegar aquí y actualiza a Tierno Galván y sus consejos toxicológicos: “Los que trajeron popper, ahora es el momento de sacarlo”. Conecta con un público que lo mismo perrea, que bota, que amaga pogo. Esto es punk, amigos, y el discurso feminista de Villano Antillano es más interesante, actual y provocador que todo lo que oiremos en esta eterna campaña electoral. “No canta. No baila. No se la pierdan”, dicen que dijo The New York Times de Lola Flores. Villana frasea. Villana perrea. No se la pierdan.