Cuando el líder de los Proud Boys, Enrique Tarrio, se reunió con el líder de los Oath Keepers, Stewart Rhodes, el 5 de enero en un aparcamiento subterráneo tenían un «equipo de filmación documental» con ellos. El equipo de grabación pertenecía a una compañía llamada «Saboteur Media» y a partir de su trabajo la fiscalía estadounidense está recopilando pruebas para demostrar la preparación e implicación de ambos grupos en el asalto al Capitolio del día siguiente.
¿De dónde sale el convencimiento de que cuando estás reunido en secreto conspirando para derrocar un gobierno es buena idea grabarlo para generar contenido? Es probable que los líderes de los Proud Boys y de los Oath Keepers coincidan conmigo en el análisis del momento al que internet ha llevado a la opinión pública en estos extraños años 20: su configuración se perfila en gran medida en las plataformas digitales concentradoras de atención. Y estas redes plantean claramente un sistema de incentivos. El primero, es muy claro, es el de crear contenido. Crear mucho contenido.
Hay bastantes actores que llevan años aprovechando la puerta abierta por la desintermediación de los antiguos guardianes del contenido – los mass media – para erigirse ellos mismos en una suerte de pequeño grupo de comunicación. Tenemos la eclosión de nuevas voces nacidas fuera del cobijo de los grupos tradicionales que han emergido con las distintas generaciones de medios digitales, desde los blogs hasta Tiktok. Tenemos también a las marcas, siempre atentas a las tendencias comunicativas y a las oportunidades para “posicionarse” a los ojos de los consumidores con su contenido corporativo enfocado ahora al usuario final. Pero es en el territorio de los movimientos políticos donde vemos con más claridad esta duplicidad, esta igualación de las prioridades entre lo que son y lo que hacen en el “mundo real” y su estar en lo virtual.
Desde la primavera árabe a las protestas de Hong-Kong o los ucranianos tras la invasión hemos tenido movimientos muy conscientes de que, además de lo que cuentan los corresponsales, la conversación de masas en las redes es el terreno sobre el que convencer al mundo, aglutinar a los suyos e intentar influir a sus adversarios.
Quizás el caso más extremo de estrategia de contenidos fue el de ISIS. La organización añadió a su arsenal de armas la estetización cruel e infame de sus ejecuciones, compartidas y distribuidas en redes que maximizaban el objetivo del terrorismo, conseguir la influencia política por la vía del terror, que exige ser publicado y conocido. A eso sumaba la presencia de activistas muy dedicados en cada plataforma a proclamar la justicia y conveniencia de sus actos. Su expulsión de los sitios centrales del internet occidental supuso un punto de inflexión para una redes que habían nacido bajo el optimismo que partía de una cierta ingenuidad, de una idea de máximos de la libertad de expresión para todos en la red.
En otra escala tenemos, entiéndanlo, el proyecto de serie en torno al “día a día de Pedro Sánchez”. O la apuesta cada vez más habitual de tener un fotógrafo o fotógrafa que retrata al político en su faceta más personal e íntima, como es el caso de Emmanuel Macron con Soazig de La Moissonniere y sus fotos que evocan la dureza de la negación con Rusia por Ucrania. Son ambos ejemplos de comunicación política más tradicional pero abordada con la idea de que ese contenido destinado en primera instancia a soportes clásicos va a tener una segunda vida, de más alcance, en digital.
Es esta la forma más conservadora de abordar la comunicación política en la era de la conversación de masas. No exponer a los líderes al fuego de un directo en Twitch o Tik-Tok sino crear contenido que luego se pueda reflejar en las redes. Las más de las veces esta propuesta se complementa con el contar con voces centrales en las plataformas afines que pasan el mensaje oficial como un discurso propio. Podemos pensar en la propaganda rusa, pero anotaría aquí la estrategia de Biden de circular un “brief” a usuarios estrella de Tik-Tok para que contaran con la versión de la guerra desde la Casa Blanca
La lógica del internet actual implica también que los temas que la semana pasada generaban atención y nos consumían horas de scroll, interacción y malhumor – la pandemia sin ir más lejos – estén amortizados y a día de hoy no “funcionen” nada. El asalto al Capitolio resuena ahora como algo distante y lejano, casi como de otra vida. El hiperconsumo y la hiperproducción nos llevan a un hartazgo cada vez más rápido, a un consumo acelerado.
Hay una impresión que se superpone. A la contra de la expectativa de que internet iba a atender a una larga cola de intereses y que la diversidad de ofertas de contenido iba a dar lugar a una presencia “a la carta”, tenemos una suerte de concentración cada vez más habitual de los grandes temas, que eclipsan todo. Si hay una guerra en Europa se da una exigencia triple, la de estar “en el tema” que te permite conectar con los demás y es el centro de la conversación, la de no parecer frívolo por tratar otros asuntos más triviales y la de apegarse a lo que más interesa en cada momento, a lo que da audiencia.
Y es en esto último donde se da la gran extrañeza del nuevo escenario comunicativo digital. No es en la preocupante desinformación ni en la ruptura de las antiguas jerarquías, asunto discutido ya en estas páginas, es en la conversión de la tragedia, de la guerra, en un contenido traducido al lenguaje de las redes, optimizado para su éxito y adaptado para el paladar de un contexto – las más de las veces – de entretenimiento y distendida frivolidad.
Ese chirriar se produce al cruzar la tenue y discutible línea que separa la participación en la conversación pública en internet, con un posicionamiento en lo que creemos que es justo, y una suerte de concurso de popularidad, masaje del ego y monetización en que se ha convertido el estar en estar redes. Es ese youtuber que para aumentar el alcance de su pieza tira de miniatura riendo ante la guerra y con titular clickbaitero al que podemos tomar como paradigma de un sistema de incentivos que premia el crear y compartir una enorme cantidad de contenidos lo más llamativos posible – y esto es espectacularizar, tratar con amarillismo o apelar de una manera cursi a la mayor sensiblería – durante una guerra. Más difícil de clasificar resulta el Tik-Tok que se viraliza con música y emojis de una víctima refugiada de la guerra. En la delgada línea con la que miramos la creación de estos contenidos hay un lado para quien tiene muchos más motivos que nosotros para hablar y ante esa posición de víctima y cómo se narra resulta injusto juzgar.
La conversión de todo en contenido de una forma masiva y caótica ha resucitado además un estilo de teoría de la conspiración. El pasado de Zelensky como actor ha alimentado algunas teorías de QAnon en Telegram, apuntando a que todo es una película. Todo es, en parte de la mente colmena de esta no organización, contenido. Y de ahí se deriva una visión distorsionada en la que es indiferente la relación con la realidad del mismo: en su cabeza la invasión de Ucrania no ha existido. O, peor, da igual que haya pasado o no. Si la teoría de que el alunizaje fue una grabación supuso la gran conspiración de los años de explosión televisiva, en internet tenemos una doctrina análoga cada semana.
No es casualidad que la nueva generación de profesionales haya superado la etiqueta de la plataforma – “youtubers”, “instagramers” – y hayan optado por la de “creadores de contenido”. Saben bien que el sitio de publicación es efímero, que cada generación elige sus medios de comunicación, pero que la gran maquinaria de atención digital sigue rodando y creciendo. Hasta ahora siempre ha sido igual, quieren contenido, mucho contenido, cada vez más contenido.
Sobre la firma
Ingeniero Informático, pero de letras. Fundador de Xataka, analista tecnológico y escritor de la lista de correo 'Causas y Azares'