El ranking de las 50 películas más taquilleras en cine de 1999 en Estados Unidos contenía 13 que eran una secuela o estaban basadas en un personaje muy conocido o pertenecían a un universo popular o eran directamente un remake. En el de 2019 eran 39 de 50 las que cumplían este patrón, y eso contando con la generosidad de considerar “Midway” de Roland Emmerich como una obra original.
Es probable que sacar conclusiones a partir de estos datos pueda resultar precipitado. Parte de lo que está ocurriendo en el cine es que ante la bajada de audiencia en salas – fenómeno que empezó antes de la pandemia – las apuestas de la industria para ese canal se basen en títulos que buscan ser un blockbuster y que propuestas más originales hayan quedado para el estreno en plataformas.
Pero el caso es que el patrón no lo encontramos sólo en el cine. Las plataformas de vídeo bajo demanda se las ven y se las desean para conseguir que sus producciones originales alcancen el estatus de obra de éxito global y logren ser protagonistas de la gran conversación pública de nuestro tiempo en redes y medios. Y cuando esto sucede se dedican a explotar el fenómeno. En el caso de las series, a alargar las temporadas hasta que aborrecemos la obra.
¿En videojuegos? Es sabido que el riesgo está en estrenar una “nueva IP” – la propiedad intelectual asociada a una obra jugable – y que muchos aficionados cada año sólo quieren saber de su ración de Fifa o de Call of Duty. A eso sumemos que cada vez la propuesta es de “juego para pasar muchos años dentro” como Fortnite o Roblox o a estrategias como la de Nintendo, que generación tras generación de consolas llega con una innovación en jugabilidad y con la repetición y reelaboración de sus obras icónicas con Zelda o Mario. No hay plataforma en la que GTA V – un título de 2013 – no esté entre lo más vendido año tras año.
En la música ya hemos comentado en alguna otra pieza en Retina, y aquí cito a Diego Manrique, que “el 70% de la música consumida el pasado año pertenece a lo que se conoce como catálogo. En el argot de la industria estadounidense, música con 18 o más meses de vida”. De hecho el mercado de derechos de autor estadounidense está caliente, con los autores estrella haciendo caja. Bruce Springsteen vendió su catálogo musical por 500 millones de dólares a Sony Music, Bob Dylan ha recaudado 300 millones y Shakira ha llegado a un trato similar, aunque se desconoce el precio de venta.
Si a algo suena familiar esta concentración de la propiedad intelectual es a la estrategia voraz de Disney los últimos años. A la compra de Marvel Studios por 2800 millones de dólares en 2009 le siguió la de LucasFilm por otros 3125 millones de dólares en 2012. Desde hace más de diez años se ha dedicado a la sobreexplotación de los universos de ficción más rentables de la historia.
Hay algo que conocen bien los Nintendo, Disney y Sony tras décadas en el sector, algo que ahora están aprendiendo a las duras los Netflix, Amazon y compañía: es extraordinariamente difícil crear un meme de éxito global. No me refiero, claro, a la reducción de meme a un formato de chiste que se comparte en redes. Me refiero a la capacidad de una obra de conectar de manera profunda y arraigada con el imaginario de la gente, permanecer y convertirse en una referencia simbólica, narrativa y, en ocasiones, ética.
Lo más interesante del fenómeno es su aparente aceleración, como puede derivarse del cambio en el ranking de películas o por la reciente fiebre en el mercado por la música de hace 40 años. Eso y que en las dos últimas décadas el mayor cambio en el descubrimiento, distribución y prescripción cultural ha sido la gran explosión de internet llegando a todos los ciudadanos. Y se supone que internet no iba a promover esto. Más bien venía a hacer lo contrario.
Una distribución sin barrera de entrada de creadores, sin la escasez forzada por las formas anteriores de comunicación y distribución de medios – las licencias de radio o televisión, la capacidad de llevar papel a los kioskos – hizo soñar a una generación con la explosión de la larga cola: por fin nuestros intereses más personales se verían satisfechos, surgirían comunidades a partir de ellos y finalizaría por fin la era de la dictadura del mass media. Así tendríamos nuestra oferta de contenidos y conexión alrededor de cualquier tema, la cocina tradicional manchega, la literatura de terror o la meditación. En el internet de 2022 el pasado lunes parecía existir sólo la agresión de Will Smith a Chris Rock en la gala de los Premios Oscar.
De nuevo corremos el peligro de simplificar y equivocarnos. El caso es que están sucediendo los dos fenómenos. Hay un internet de nichos en el que un podcast pequeño dedicado al cómic convive con Joe Rogan y las newsletter de autor crecen a la vez que explota como medio global y hegemónico el New York Times. Si acaso podemos intuir una crisis de la clase media de propuestas.
La explicación a la pervivencia y crecimiento de un grupo escaso de grandes memes globales de éxito tras la explosión de internet habría que buscarla en el factor que no ha cambiado respecto al siglo XX: nosotros, los antes lectores, oyentes y telespectadores, ahora internautas, participantes de la gran conversación pública y viralizadores de memes.
Podríamos volvernos a los clásicos, a un Erich Fromm o un Herbert Marcuse y recoger su diagnóstico temprano de los problemas en la modernidad. Si siguen estando vigentes, podemos tomar su dictamen por el que seguimos teniendo un enorme temor a la soledad moral. Apuntaban a que en gran medida ese conectar con otros a través de leer, ver y escuchar lo mismo – y la conversación a posteriori en el siglo XX, la conversación en tiempo real en este XXI – nos ayuda a no estar sólos. Es más, lo que ha permitido internet es que esa ruptura del aislamiento la consiga también quien se posiciona a la contra del gusto mayoritario, quien se queja y abjura de Rosalía, los juegos triple A o el cine de superhéroes también es acogido y tiene su comunidad de conversación en la red.
También podemos explicar la deriva concentradora con nuestro estar conectados, en el que asumimos el esquema de incentivos que se nos presenta por las redes centralizadas y los datos que miden el “éxito” de nuestra presencia. Observamos a quien tiene éxito, recibimos un feedback numérico claro por parte de las plataformas de cuáles de nuestros mensajes triunfan, con qué temas y formatos conseguimos esa pequeña recompensa de autoestima. Así abundamos en todólogos que se apegan al tema del día, la guerra de Ucrania, la masculinidad y Will Smith, la subida de la inflación.
La retroalimentación sucede también a través de los medios. Sabemos muy bien que el estreno de Marvel, el nuevo Zelda y Rosalía van a funcionar en audiencia. Tenemos muchos más incentivos para escribir sobre ellos que de las propuestas que todavía no han sido validadas por el mercado. Y ahora lo sabemos porque en tiempo real tenemos sistemas analíticos que nos lo muestran, ya es imposible esconderse detrás de la cifra de lectores del periódico entero. A poco que una redacción esté orientada por datos, las sugerencias de temas a cubrir se llenarán de memes – obras – populares. Este empuje mediático se superpone a la actividad de los usuarios, que disponen de mucho más material – vídeos, capturas, enlaces – para hablar de ellos.
Entrar en este ciclo virtuoso del meme global es muy difícil, pero no imposible, ahí están El Juego del Calamar, El Xokas o Rosalía. Para los demás uno espera un resurgir de cierto espíritu indie, un apostar por un discurso propio, evitando el mimetismo de lo que tiene éxito y ajeno a los trending topics. En aras de conseguirlo uno abrazaría por un lado el dejar de mirar los números de nuestro estar conectados y por otro el encontrar nuestra comunidad de pares. Internet es muy grande, no debería ser difícil.
Sobre la firma
Ingeniero Informático, pero de letras. Fundador de Xataka, analista tecnológico y escritor de la lista de correo 'Causas y Azares'