En su último trabajo, Rosalía parece obedecer a un antiguo mandato pitagórico: “Apártate de los caminos frecuentados y camina por los senderos.” La vemos desviarse de la autopista del éxito, abandonar el ruido cegador del neón y adentrarse en un sendero casi borrado por el tiempo. La maleza lo cubre, la naturaleza lo ha reclamado; apenas quedan huellas de quienes antes de ella lo recorrieron en busca de lo sagrado. No es un camino fácil: el suelo se desploma a cada paso, la luz se filtra a ráfagas, y cada movimiento hacia delante requiere un acto de fe. Pero su voz, más desnuda que nunca, avanza entre la penumbra, internándose en ese bosque del alma donde el mundo moderno ya no se atreve a poner un pie.
Lo invisible, lo místico, lo simbólico reaparecen en su estética como si, tras haber agotado todos los artificios de la posmodernidad, la artista se hubiese quedado sola frente al silencio. En la habitación oscura del alma, la artista se pregunta: ¿Dónde estás, Amado, que no te hallo? En un tiempo en que la ironía devoró toda verdad, Rosalía canta el cansancio del yo que ha probado todos los espejos sin hallarse en ninguno. Y su voz doliente suena como la plegaria de que intenta volver a casa. En un tiempo en que la ironía devoró todo misterio, su voz murmura lo indecible. En un tiempo en que la ironía devoró el Amor, su voz avanza a tientas por la noche interior, herida como el cervatillo, sangrando deseo y ausencia. Y, sin embargo, en esa herida late la esperanza: porque solo el alma que sangra busca, y solo quien se pierde puede ser encontrado.
Y no está sola. Su generación —los hijos de los posmodernos, relativistas y neoliberales— ha heredado un mundo sin templos ni certezas; sin comunidad y ni arraigo. A fuerza de emanciparlos, los arrojamos al vacío. Les prometimos, como denunciaba Diego S. Garrocho, que podrían vivir una vida en el absurdo y de tanto deconstruir, sus existencias han terminado siendo una auténtica ruina. Les enseñamos que no había verdades, ni bien, ni mal, ni sentido, solo elecciones. Les dijimos que podían ser lo que quieran ser, ser todo, en todas partes, al mismo tiempo. Les adentramos en el mar de la libertad, pero sin brújula ni puerto al que dirigirse. Y ese mar de opciones infinitas, lejos de emanciparlos, se volvió abismo insondable que los dejó paralizados. E incapaces de devolverle la mirada al abismo, ahora, nuestros hijos naufragan entre identidades líquidas, vínculos efímeros y deseos que no se sacian. Se consumen en el consumo. Abandonados a toda esperanza, les abrimos las puertas del infierno.
El canto de cisne de esta generación abandonada fue él spot de la tónica Royal Bliss y su terrorífico lema: “Nacimos tarde”. Una generación que, frente a la ausencia de horizonte, convirtió la noche en su única patria. “Nacimos tarde para cambiar el mundo, pero a tiempo para vivirlo intensamente”, dice la voz en off del spot, mientras los jóvenes bailan sobre el vacío y se refugian en la exaltación de lo efímero, en el culto al yo, en la liturgia del placer inmediato. No son culpables. No eligieron el hedonismo como fe, lo heredaron como consuelo. Llegaron a un mundo en ruinas donde la única trascendencia posible era el orgasmo, la única salvación, fotografiar el instante. Pero incluso en ese goce sin esperanza, late una nostalgia de absoluto. En la euforia de la pista de baile, en el polvo fugaz, en la noche que parece no terminar, persiste una sed de infinito que no se sacia.
Rosalía encarna el arco completo de esa generación en búsqueda. Ya estaba ahí, pero no lo vimos venir, en El mal querer, en Motomami: el deseo de liberarse de todo, la emancipación radical del yo, la búsqueda de salvación en el hedonismo materialista, en la pasión, en la fama, en el cuerpo. La primera mitad de Berghain nos muestra el derrumbe de esa fe: una mujer que ha probado todos los dioses de la modernidad —el éxito, la independencia, la adoración de sí misma— y que, aun así, se descubre perdida. Ante la cámara, Rosalía abre las hechuras del alma y confiesa lo que su generación empieza a comprender: que el yo no puede salvarse a sí mismo. En su mirada agotada no hay cinismo. Hay rendición. El reconocimiento de que la autonomía absoluta desemboca en soledad. La certeza de que la única redención posible no está en la afirmación del yo, sino en su disolución: en el amor, en la entrega, en la trascendencia. En lo otro.
En medio de ese cuento infantil convertido en pesadilla, algo insólito ocurre: la generación de Rosalía vuelve la mirada hacia lo sagrado, y, entonces, el misterio acontece. Tras la resaca del individualismo, resurge el ansia de comunidad; tras la saturación del deseo, el anhelo de sentido. No es una vuelta al dogma, sino al asombro. Los mismos jóvenes que crecieron entre confinados entre pantallas y algoritmos descubren, con desconcierto para sus padres, que el alma existe. Que no basta con quererse a uno mismo, ni con reinventarse cada día. Que hay algo —alguien— que llama desde fuera, o desde dentro, pidiendo lugar. Ese retorno no es nostalgia, sino revelación: en la grieta del yo entra la luz.
Quizás nos precipitamos al decretar la muerte de Dios. De la que sí podemos estar seguros es de la muerte de Mr. Wonderful. Su bancarrota no es solo el cierre de una empresa: es el epitafio de una época. Mr. Wonderful fue el icono sonriente de una ideología del yo que convirtió la autoayuda en religión y la autoestima en sacramento. Sus dogmas eran simples y seductores: “Cree en ti”, “tú puedes con todo”, “sé la mejor versión de ti mismo”. Un catecismo de la salvación por el yo. Pero esa fe en la autosuficiencia —vestida de frases cursis y colores pastel— no podía sostenerse mucho tiempo. El imperio de las tazas motivacionales se derrumbó cuando una generación exhausta comprendió que no puedía más, que el optimismo ya no curaba su tristeza. La quiebra de Mr. Wonderful es la confesión cultural de que el yo no basta y de que quizá, ha llegado la hora de volver a creer en algo más grande que uno mismo. Ha llegado la hora de trascender.
Simone Weil describió dos fuerzas que rigen el alma: la gravedad, que nos arrastra hacia abajo, hacia el ego, el deseo y la necesidad; y la gracia, que nos eleva más allá de nosotros mismos, hacia lo impersonal, lo divino, lo real. Ambas laten, en tensión, en el videoclip de Rosalía. En la primera mitad domina la gravedad: el cuerpo como campo de batalla, el deseo como impulso que consume, el yo que busca salvarse poseyendo. Es la caída del alma en la materia, la danza hipnótica de quien confunde la libertad con la expansión infinita del propio deseo. En la segunda mitad acontece la gracia: cuando el yo, exhausto, se rinde. Cuando ya no queda nada que exhibir, ni que poseer, ni que ganar, y solo entonces se abre un resquicio a lo otro. Weil lo sabía: la gracia solo desciende sobre quien se vacía. Y Rosalía, en ese tránsito de la euforia a la desnudez, nos muestra justamente eso: que en la rendición comienza la salvación.
El auge del catolicismo entre los jóvenes —ese retorno inesperado a los rosarios, las peregrinaciones y la misa— no es una moda, sino una respuesta espiritual a una herida cultural. Tras décadas de relativismo, hiperindividualismo y narcisismo digital, una parte de la juventud ha descubierto que la libertad sin sentido es solo otra forma de esclavitud. Frente al yo autónomo y emprendedor que el neoliberalismo elevó a divinidad, buscan lo comunitario, el símbolo, el rito. Frente al “sé tú mismo”, prefieren el “no soy yo quien vive, sino otro en mí”. Se trata de una reacción metafísica a la intemperie espiritual en la que han crecido. Las parroquias, las procesiones o los cantos gregorianos no les atraen como reliquias, sino como refugios frente al ruido, como espacios donde el alma puede respirar. En ellos encuentran algo que la posmodernidad y cultura digital les negó: la experiencia del silencio, de la atención, del misterio compartida y de la esperanza. Sus padres buscaron emanciparse de toda autoridad, ellos re-ligarse con el motor del mundo, anclar sus vidas a la Vida.
Este regreso a la fe no nace del miedo, sino del cansancio del vacío. Lo que hay detrás es hambre de absoluto: el deseo de creer en algo más allá de estas ruinas que les hemos legado. En su búsqueda, la religión deja de ser un dogma heredado y se convierte en un acto de resistencia: una afirmación del espíritu frente al vacío. En ese movimiento de ascenso hacia la gracia, puede que esté germinando la respuesta más radical de nuestro tiempo. Quizá, el gesto más revolucionario ya no sea romperlo todo, sino arrodillarse ante lo que nos sobrepasa.
Los hijos del vacío buscan un nuevo nombre para la esperanza. Saben que el alma no se llena con likes, ni el cuerpo con placeres infinitos, sino con presencia, comunión y trascendencia. Rosalía no canta que nacimos tarde, sino justo a tiempo para salvar el alma y, con ello, el mundo.