Era la hamburguesa humana que tumbó a Ali en El Combate del Siglo. Todo cristo quería verlo. Su cara de bulldog cabreado y el pistón hidráulico de un espinazo que doblaba a voluntad. Si sólo Dios pegaba más duro que Earnie Shavers, sólo Joe Frazier apretaba, y por supuesto ahogaba, mejor que él. Fajaba como un abejorro mutante. Su contrincante, en cambio, bailaba respetando la distancia con su pareja como en un prom mormón. Incluso lucía el bigote-Cantinflas pueril de aquel año de Nuestro Señor 1973. Ahora, pinchaba mejores ganchos que un pescador de atunes. George Foreman era el nuevo Apolo negro, y sus jabs tenían el pulso de un lance de Leónidas.
Todo el mundo quería verlo. Cómo un aspirante talentoso, pero inexperto, se batía contra quien había defendido el título de los pesos pesados contra 10 moles acerosas de mejor manufactura. En esas que una ambiciosa compañía, llamada HBO, divisó una jugosa presa colear con el acontecimiento. Y no dudo en disparar. El 22 de enero, la cadena de cable y satélite logró hacerse con la retransmisión del combate celebrado en Kingston, Jamaica. Foreman, el aspirante, noqueó técnicamente a Frazier en el segundo asalto, dejando para la historia la histéricamente puntuada declamación de Howard Cosell’s: “¡DOWNS GO FRAZIER! ¡DOWNS GO FRAZIER!”, convertida en himno pop.
Aquel fue el primer ensayo, rentable y victorioso, de lo que supondría la retransmisión del boxeo para la cadena privada, que dos años más tardes no vacilaría en poner su tecnología vía satélite al servicio de otra de las grandes peleas de la historia: Thrilla in Manila. En ella, se enfrentaron la ya citada hamburguesa Frazier por tercera, y última vez, contra Muhammad Ali. Ali acabó derrotando a Frazier. Aquella fue la campanada final de una rivalidad que había dado la vuelta al mundo, pugilística y literalmente hablando, pero también supuso el despertar del interés de las cadenas privadas por la retransmisión deportiva en directo.
45 años después del morreo de Frazier a la lona gracias al celestino gancho de derecha de Foreman, HBO decidió colgar los guantes de la retransmisión pugilística en 2018. Los servicios de streaming y las redes sociales estaban enterrando los beneficios de la cadena con más de 1000 combates a sus espaldas. El pay-per-view de boxeo, al parecer, ha dejado de ser rentable para una cadena que dice querer centrarse en el storytelling (vaya un término repugnante).
Así, mientras una empresa se baja del ring, otra camina erguida, confiada y pija, hasta la salle du jeu de Paume, antaño lugar donde se prendió la chispa de la Revolución Francesa en París, y hoy llamada pista de tenis. Netflix viene a recoger el testigo de las cadenas de cable y satélite a través del streaming. El espectáculo del deporte comienza a formar parte de la compañía que ha puesto en jaque a la industria del ocio internacional, y ha cambiado nuestros hábitos de consumo audiovisuales.
¿Su desflore? Una contienda muy-mucho-española. Un duelo de raquetas entre uno de los mejores tenistas de la historia, Rafa Nadal, y el joven aspirante, Carlos Alcaraz. Porque la empresa afincada en Los Gatos, California, tiene en muy buena estima el producto español. Al fin y al cabo, sus mejores cifras de este año son La Sociedad de la Nieva, de J. A Bayona, y el spin off de La casa de papel, titulado: Berlín. Lo cual demuestra que en España no sólo somos de los mejores de la clase en deporte, sino también en entretenimiento de masas… Cada cual discierna si eso es algo de lo que enorgullecerse.
Para el enfrentamiento llamado; La leyenda contra el prodigio; Murcia vs. Mallorca; zarangollo vs. sobrasada (menudo de filón de nombre), Netflix no ha escatimado en postín, oropel y glamour. Sabe que tiene que apostar a lo grande, si quiere ganar a lo grande. Por eso ha organizado el encuentro en Las Vegas, donde nace y muere el sueño americano, y el show está servido sólo con mentar el nombre.
Al principio de esta pieza hemos hablado de boxeo, un deporte que, ya desde sus orígenes en los combates sin guantes decimonónicos, época dorada del gran Jem Belcher, encarnaba el tradicional panem et circenses de la República Romana. La pelea, el combate, la gresca, el duelo a puñetazos era y siempre será un espectáculo en sí mismo. Y la industria que se ha erguido detrás no ha dejado de dopar esa exhibición, hasta el punto de resultar difícil de distinguir la lucha libre, de los deportes de combate y las artes marciales.
El tenis, tradicionalmente más dandy, propio de clubs privados, falditas plisadas, aguas de pepino y una jet set internacional catalogable en las gradas, se ha ido resistiendo a esa intoxicación del negocio por encima de todo. Pero hoy el fan pasa a ser suscriptor y la competición reglada, un bombazo publicitario. ¿Cuántas portadas han hablado del ganador del Torneo de Acapulco, el abierto mejicano de tenis? Salvo la prensa deportiva; escasas. En cambio, el slam de Netflix ha cautivado la atención del mundo, incluso de los no-aficionados al deporte.
Si Netflix logró disparar el interés internacional por el ajedrez con Gambito de Dama (oh, Ana Taylor-Joy, alabada seas), ¿por qué no azuzar el interés por el tenis entre los suscriptores de la plataforma? Si la montaña no va a Mahoma… Por descontado, esta deriva tendrá sus consecuencias; como un creciente desinterés por los campeonatos, a favor de llamativas exhibiciones que pueden terminar como esas bizarras peleas; 3 vs. 1, David contra Goliat, etcétera, en las que tan docto se ha vuelto el youtuber Jordi Wild con su Dogfight Wild Tournament.
Al final, el deporte siempre es una forma de espectáculo, pero lo suyo es que no se transforme en puro entretenimiento. En la competición existe una batalla que merece la pena contemplar de principio a fin, pero el negocio provoca olas para que el ciudadano medio surfee, breve y puntualmente, quedándose sólo con quien ganó, como si el deporte fuese una máquina tragaperras. Una analogía acertada, visto el lugar de celebración del evento, y el jackpot de un millón y medio de euros que ha ganado Nadal por su participación, y el millón que se ha embolsado el aspirante Alcaraz.
Netflix ya tiene toda la estructura de la piscina de olas deportiva montada. Disfruta de las perras, la promoción, el nombre… Sin duda, hemos entrado en la época dorada del streaming deportivo, ahora que se oyen los ecos de la extremaunción de las cadenas de cable y satélite tradicionales. De momento, el tenis, la Fórmula 1 y el golf, son las presas en las que enfocan las cámaras el gigante rojo, pero hasta el sacrosanto boxeo, deporte con el que HBO disparó su audiencia hace más de 45 años, empieza a entrar en el campo de visión de Netflix… Jake Paul, sin ir más lejos, ya anda en tejemanejes con ellos para streamear sus combates.
Por tanto, dicho queda. Para los que dieron por tumbada a la compañía de streaming ante su pasado bajón, como hicieran otros agoreros, hombres de mala fe, con Alí cuando perdió contra Frazier, sepan que la revancha sólo acaba de empezar…
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.