Leí en algún sitio que la nostalgia es como el sexo anal: dolorosa y placentera al mismo tiempo. La nostalgia duele, pero es un dolor en el que gusta revolcarse, como cuando uno tiene una muela suelta y no puede parar de juguetear con ella, con la punta de la lengua, provocando pequeños pinchazos y molestias que, sorprendentemente, contra su propia naturaleza, provocan un templado bienestar. Asocio la nostalgia con mirar la tarde nublada a través del ventanal, fumando un rubio americano, a observar la lluvia lenta desde dentro de un bar de madera, tomando un té, a pasear visitando todos los portales donde has vivido, tratando de atisbar en los balcones a los nuevos habitantes. Ser nostálgico no solo es una condición, sino también una afición, o un vicio.
Los Planetas, la gran banda del indie patrio, han anunciado una gira con motivo del 30 aniversario de su primer disco, Super 8, lanzado el 13 de junio de 1994 (no sé por qué lo celebran en 2023). En los conciertos tocarán todas las canciones seguidas, empezando por el inicio ruidista de De viaje y pasando luego por grandes hits como Qué puedo hacer, Si está bien, Briggitte o Desorden, con sus guiños a Joy Division, a la que alguien llamó la canción más triste del mundo (yo conozco otras más tristes: Fade into you de Mazzy Star o Qué nos va a pasar de La Buena Vida).
Los Planetas fueron un día el frescor drogotonto de la juventud noventera y ahora ya es un grupo para puretas, que es la forma boomer de llamar a los boomers. En sus conciertos, donde antes predominaba el nutrido flequillo ahora manda la coronilla pelada. Hay música que me cuesta escuchar, por lo fuertemente asociada que está a ciertos momentos de mi juventud, que fue tan hermosa y melancólica y extática y rara. Los Planetas me recuerdan a los corazones rotos y zozobras de los años drogadictos, a la fascinación por irse de casa y conocer las cosas del mundo, a la irresponsabilidad de la fiesta interminable, a la sensación de que nada iba a acabar, a la húmeda sordidez.
Cuando escucho a Los Planetas se me coge una cosa entre molesta y placentera en el estómago y me apetece irme a beber cerveza, para explorar mejor la nostalgia y calmar la ansiedad. Me pasa con otras músicas: por ejemplo, el disco Is this it de The Strokes o el Dummy de Portishead o el Nada de Los Enemigos o casi toda la discografía de los Surfin’ Bichos, por no mencionar la discografía esencial del punk y el hardcore melódico de los 90, cuando se también llevaban los pelos de colores, pero con otros peinados.
Dicen que el sentido más evocador es el del olfato: de repente, cruzando una calle, percibes el olor de alguien que se fue hace tiempo y ese alguien se hace presente de una manera casi física, como un tortazo. La música no lo es menos. Debe ser porque, aunque vivimos sometidos al totalitario flujo del tiempo, la música grabada lo sortea, está fijada, idéntica, para siempre. Cuando escuchas un disco de hace 30 años, la música es exactamente la misma, aunque todo lo demás alrededor haya cambiado.
A veces hago ese experimento: me pongo en los auriculares la canción aquella de Los Planetas, cierro los ojos, y me imagino que nada ha cambiado alrededor, y que, cuando los abra, estaré en un tiempo pretérito. Lo más curioso de la nostalgia es que, en muchas ocasiones, ese tiempo pretérito no era mejor que el tiempo presente, pero su lejanía duele igualmente, como si extrañáramos algo peor de lo que tenemos.
¿Por qué debería yo emocionarme recordando tiempos donde todo era más incierto y difícil? Podría responderme lo que nos respondemos siempre: que el tiempo actúa como un filtro benevolente, que hace que lo bueno permanezca en la memoria y que se disuelva lo malo. Pero, dándole vueltas a este dilema, comprendí que la razón de mi nostalgia no era echar de menos tiempos mejores, sino, simplemente, la emoción ante la belleza de un tiempo anterior, quizás, del milagro de haber estado vivo.
En los últimos tiempos ha habido mucha discusión sobre la nostalgia, pero de la misma manera que sobre la libertad: sin explicar de qué nostalgia (o libertad) estamos hablando. Que si la nostalgia de la socialdemocracia. Que si la nostalgia del franquismo. Que si la nostalgia de la EGB. Que si la nostalgia de unos tiempos más apacibles donde ciertas minorías era perseguidas. Que si la nostalgia de la clase obrera.
Yo siento la nostalgia como una emoción más íntima. Esa experiencia estética de la vida pasada concebida como una película: ese era el dolor placentero de la nostalgia.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.