La era del control. Nostalgia de la peseta y el cotilleo de patio

Me cuesta aceptar que era más libre a los 15 que a los 40. Me gustaba el mundo analógico en el que no se podía saber en todo momento dónde están tus hijos. Me gustaba el mundo cuando las personas estaban al cargo.

¿Alguien se acuerda de cuando las multas no llegaban? Cometer una infracción era una ruleta rusa. ¿Llegará, no llegará?.. ¡Qué nervios!.. Al final algunas llegaban, claro, pero si no pagabas, pues otro pequeño porcentaje también desaparecía, y así. Daba la sensación de tener escapatoria, un mínimo de margen de maniobra, 10 km/h más que estaban “permitidos”, alimento para la picaresca y para el alma. O al menos para mi alma gamberra.

Yo mantuve mucho tiempo mi dirección de DNI en Sevilla porque así no me llegaban las de la zona azul de Madrid. Qué buenos tiempos. Ahora ya no hay ni zona azul en Madrid. Y si entras con el coche en el centro te acompaña la Interpol a casa.

Me gustaba el mundo cuando las personas estaban al cargo. Me gustaba que fueran lentas, que se perdieran los papeles. Ese caos administrativo. Los ordenadores no salen a tomar café ni se distraen, cotejan datos, son prácticamente infalibles. Suerte de los hackers que nos dan un poco de cuartelillo de vez en cuando. (Pido personal a los compañeros de ciberseguridad).

Estamos controlados en todo momento. Por GPS,  Google Maps me pregunta divertido si quiero saber cuales son mis novedades este mes. “¡Oh! Has conocido el pueblo de Esparraguera en el último partido de tu hijo”, “estuviste en Canarias en Semana Santa”. Eso por no hablar de los movimientos diarios, perfectamente registrados. Controlados por nuestros bancos: “Parece que tienes saldo disponible, ¿has considerado hacer una inversión?”, por la compañía telefónica, hacienda, el SNS, el INSS, la Seguridad social, la báscula, Hacienda, tu madre y tu vecino de abajo. Eso como poco. Quizá también tu dentista te acosa para decirte cuándo te toca la siguiente revisión.

A mí a veces me da por desactivar el GPS, como máxima rebeldía,  pero  ya no se vivir sin Google Maps, ni sin mandar ubicación, y lo tengo que activar otra vez, al final me da pereza hacer eso todo el rato y elijo dejarme controlar.

Hace ya años que decidí pasar por el aro, es todo mucho más fácil si navegas con el viento a favor, aunque no sé dibujar la línea entre control conveniente y el derecho a la intimidad. Necesitamos las nuevas herramientas para funcionar, pero no se pueden usar si no delegas el control sobre tu información personal. La comodidad se estrella con la intimidad.

En el capítulo de la intimidad concluyo que Instagram ha destruido el misterio.  Los artistas han perdido para mí toda la gracia. Se me ha terminado el enamoramiento por Mila Jovovich con solo seguirla dos días por redes, también cayó la reina Jennifer Connelly cuando vi las fotos de su árbol de navidad. La rutina de maquillaje de Julianne Moore, ¿por qué me hacéis esto, Diosas del Olimpo? He decidido que, si me gusta alguien no lo voy a seguir porque pierde toda la gracia. Regalar la información nos hace perder valor, ante cualquier observador. Y la información agiliza pero también limita, si te dan solo lo que te gusta, ¿cómo saber si te pueden gustar otras cosas?

Me entra un poco de manía persecutoria que se agudiza cuando me enseñan ventiladores de techo, mientras que a mi chico solo le entran anuncios de eslavas solteras. ¿También es machista el algoritmo? ¿Si estuviese programado distinto tendríamos un mundo menos machista? ¿Sería posible controlar esta información de modo que se nos adoctrine para algo más enriquecedor que el puro consumo? ¿Nos podrían enseñar ciencia y tecnología y arte y cultura? Dicen por ahí que eso es lo que hacen en China.. ¿Qué opinas, Rodrigo Taramona?

Hubo gran polémica en Reino Unido con la instalación de cámaras de vigilancia en las calles. Francamente parece una medida excelente, pero también entraña múltiples versiones y debate sobre el control interno versus el externo. Yo admito que el interno lo tengo flojo, pero me resisto a sucumbir al externo. No quiero que se me grabe paseando cuando debería estar trabajando, o borracha en mitad de la noche, o fumando un porro, o besándome bajo una farola con mi amante. Vale que no tendría que estar haciendo ninguna de esas cosas, y que a priori a la Policía solo le interesan las acciones delictivas, pero ahí queda eso registrado, para mirarlo en caso de que haya algo que investigar. El mensaje es: “Te estamos observando”. Tengo que admitir que es bastante disuasorio.

Me rebelo ante la autoridad, no es que no la comprenda, pero me gustaba el mundo analógico en el que no se podía saber en todo momento dónde estaban tus hijos, por muy conveniente que pueda parecer ahora. Tener la posibilidad de controlar casi que nos obliga a hacerlo, y ahora pareces mal padre si no tienes a tus hijos con el chip localizador, no muy distinto del de tu gato, solo que ellos no son de tu propiedad, nadie lo es. Y parece que el derecho a la intimidad no existe, y que hay un compromiso con la localización y que la naturaleza de la información es ser pública.

En el nuevo manual de las buenas maneras las preguntas deberían ser políticamente incorrectas. Hablar de temas gratuitos que te apetezcan debería ser el código de honor, ofrecer para enriquecer la sala, y no de datos prosaicos como el qué película vista anoche o si te tomaste una copa ni con quién. Pero nos exhibimos, y cada vez que lo hacemos, ávidos de regalar nuestra vida, con la fantasía de exhibicionista de interesar, perdemos un poco de charm.

Mis padres le decían siempre a mi hermana, que si algún día le pasaba algo tardaríamos semanas en saberlo, porque nunca decía dónde iba, ni por cuánto tiempo. Pero se vivía con aquello que se tenía delante, en la realidad, sin la distracción constante. Y además se pagaba en pesetas. Compréndase mi nostalgia.

No consigo adaptarme a esta sensación de opresión y persecución, de control constante. Me cuesta aceptar que era más libre a los 15 que a los 40, y que el tiempo que salía de casa era mío por completo, si obviamos a algunas vecinas cotillas, cámaras de seguridad de antaño, que en alguna ocasión les fueron a mis padres con cuentos.

También las cámaras de los teléfonos son espías potenciales. Miedo a una grabación dejándote llevar en un parque o una playa, o mantener una caída ridícula, o incluso el riesgo de capturar tu muerte, como muchas, lo que debería ser el evento más privado, o tu nacimiento. Todo está registrado, y por tanto en riesgo de caer o de ser visto fuera de tu control o el de tu memoria. Vivimos peligrosamente cerca de la distopía del Gran Hermano, aceptada voluntariamente desde los argumentos de la seguridad y la comodidad, y la información, no es más que cotilleo que no cambia nada. Como las viejas que hablaban con mis padres, que no me quitaron de ningún morreo ni de ningún porro, y que solo sirvieron para el sensacionalismo de patio.

*Elvira Herrería Martínez es licenciada en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, especialista en Psiquiatría por la Universidad de Alcalá de Henares y máster en Longevidad y Antienvejecimiento por la Universidad de Barcelona.

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