Larry tiene 78 años, una mirada profunda y una risa contagiosa. Nació en una granja de un pequeño pueblo de South Dakota, ese Mid West tan extraordinariamente dibujado en los fotogramas de los hermanos Coen y en el endurecido rostro de Martin Sheen en Badlands (Terrence Malick, 1973). Me revela que su comida favorita es la mantequilla. Mientras me prepara unos huevos poché sobre una tostada de pan alemán, discutimos, entre carcajadas, si la mantequilla puede ser considerada una comida o un alimento. En el garaje de su casa dos placas dejan bien claro al visitante que se encuentra en territorio de los Green Bay Packers y de los Milwaukee Brewers. La matrícula de su Chevrolet da fe de su amor por la barbershop, la música a capella que renació en las barberías norteamericanas de los años treinta en donde los instrumentos musicales son sustituidos de manera magistral por voces humanas. Todos los jueves, después de cenar, tiene una inquebrantable cita con su coro de barbershop en el que canta como bajo desde hace más de sesenta años.
Larry cree firmemente en la democracia. Cuando habla de ella se pone serio, como si estuviese ante la misma presencia de Dios. No es para menos, ya que empeñó la vida educando ciudadanos. Ha sido profesor de historia y gobierno, director del High School de su ciudad y, una vez jubilado, formador de los directores de todo el estado de Wisconsin.
Se sirve café en la taza del instituto donde entregó media vida mientras comparte conmigo su teoría de los dos líderes. Para Larry existen dos modelos de liderazgo: el basado en el poder y el que lo hace en el servicio. Me aclara, ates de nada, que ambos lideres tienen poder pero se relacionan con él de formas no solo diferentes sino opuesta . El primero quiere el poder por el poder y desea el cargo como un fin en sí mismo para poder controlar y dominar a los demás. Leyendo algunas de las páginas del Principe de Maquiavelo uno se hace una buena idea de a quién se refiere Larry. El segundo líder, en cambio, no desea el poder para sí mismo sino para servir, empoderar y hacer crecer en dignidad a los demás, como así lo hicieron Abraham Lincoln, Thomas Jefferson o Martin Luther King.
El viejo profesor entristece repentinamente su mirada cuando al buscar un ejemplo de líder de poder me habla de Donald Trump. La razón de su pesadumbre no está tanto en que Trump haya sido un mal líder como en que el trumpismo ha sido una potente bomba de relojería contra la democracia en América. El 30% de los estadounidenses creen en la Teoría de la Gran Mentira según la cual Biden llegó a la Casa Blanca mediante un fraude electoral. Donald Trump ha convertido la mentira en su política: se ha atribuido logros de otras administraciones, por ejemplo, dijo que programa de atención sanitaria Veteran’s Choice creado por Obama lo había hecho él, ha llamado a Kamala Harris “zorra extremista”, mintió sobre su fortuna para aparecer entre los 400 hombres más ricos del mundo y aparentar ser el rey Midas de los negocios, miente continuamente sobre los datos que la ciencia aporta sobre el cambio climático, afirmó que estuvo en contra de la invasión a Irak a pesar de los videos en donde muestra su apoyo la iniciativa de George Bush, mintió diciendo que hay un miembro de la OTAN que debe dinero a EEUU (es fácil entender que Trump fuese el candidato de Putin), afirmó sin pruebas que le habían robado las elecciones en 2020, usó en esta campaña la falacia de que la población carcelaria del mundo había disminuido porque los delincuentes están entrando ilegalmente en su país o la extravagancia de que los inmigrantes haitianos se comieron 20 mil mascotas de los habitantes de un pueblo de Ohio. La mentira lesiona la palabra en su interior. Sin la verdad el lenguaje va perdiendo propiedades, se hace menos resistente y pone en peligro la posibilidad misma del diálogo sobre el que se sustenta la democracia. La política es el arte de ponerse de acuerdo y la democracia liberal la mejor manera que hemos encontrado para convivir, y vivir bien, los que disentimos. El trumpismo no representa una opción política sino la no política al introducir la posverdad en los parlamentos. El Oxford Dictionaries recoge esta palabra para denominar el fenómeno por el cual, ante una intensa emoción, los hechos y los datos se vuelve irrelevantes. Ya no es cierto que el dato mata el relato, y Trump bien lo sabe, por ello en su estrategia de comunicación lo sentimental y lo identitario ha sido usado como un poderoso instrumento de movilización. Pero, este tipo de discursos también esconden una falta de propuestas políticas. Funcionan también como una cortina para no hablar de política concretas que puedan ser contrastadas y evaluadas. Por todo ello, insitimos, El trumpismo no representa una opción política sino la no política.
¿Para qué dialogar si la verdad no existe? ¿Para qué atender a las evidencias cuando el criterio de verdad es la intensidad de mi sentimiento? ¿Para qué llegar a acuerdos si no te reconozco como mi interlocutor? ¿Para qué parlamentar si puedo imponer mis decisiones sin someterlas a la consideración de otros? ¿Para que escuchar visiones distintas a la mía si no estoy dispuesto a cambiar mi parecer, si no reconozco en mi la posibilidad de estar equivocado? Cuando el diálogo es un sinsentido, la confrontación es la posición más lógica. Así, la comunidad de ciudadanos que buscaban el bien común se polariza y se enfrenta en una lucha que solo puede tener como objetivo final la eliminación total del enemigo. En ese momento, la democracia habrá muerto definitivamente.
Me dice Larry que el primer ataque a la democracia tuvo lugar con el asalto al Capitolio del pasado 6 de enero de 2021. El segundo tuvo lugar en las redes sociales donde hordas de demagogos combaten los hechos y, haciendo uso de la inmigración, el aborto, la raza, la religión y la identidad, dividieron a la ciudadanía en bandos irreconciliables.
Larry, que peina canas, me advierte de que la democracia, para existir, no necesita que sus ciudadanos compartan una misma ideología, pero es esencial que respeten la verdad y la justicia. Todo diálogo se hace imposible si no se comparte un mínimo consenso de la realidad. Si la mentira termina imponiéndose sobre la verdad, la democracia habrá muerto definitivamente.
*Eduardo Infante es filósofo y bético. Su último libro es Aquiles en TikTok ( Ariel, 2023)