De un tiempo a esta parte, poco nuevo abriga mi mente y mucho menos en cuestiones periodísticas. Se me atasca la emoción desatada por toparme con algo totalmente distinto que, debo admitir en mi caso, huele a viejo. A reporteros borrachos huidos al anochecer, tintineantes cajones y humeantes cubículos condensando la atmósfera a base de nicotina.
Barrida mi añeja fantasía, y despejada la legaña del prejuicio, asumo que sí me topo regularmente con fardonas fórmulas de comunicación. Algunas, llamativas por su talento audiovisual. Otras, que desparraman en el infantilismo y abollan el buen gusto. Lo último de Inés Hernand durante la gala de los premios Goya, recorre el segundo círculo; el del desparrame lujurioso de la búsqueda malograda de protagonismo.
Lo primero que me llamó la atención en los muchos cortes que vi de la actuación de Hernand (antes de fustigarme con el show completo), fue el uso de “ícono” como adjetivo recurrente. Como digo, me llamó la atención, pero no me sorprendió. Cuando parece (por lo que se vivió en la ceremonia, al menos) que tu cotidianidad comunicativa se sustenta en el uso incombustible de emoticonos en redes sociales, se puede padecer lo que Freud llamó en Psicopatología de la vida cotidiana, un acto fallido. O lapsus freudiano.
No se opuso nunca el buen moravo a ver el término “freudiano” a la cola de sus descubrimientos. Sigmund tenía la egomanía tan poco a raya como el consumo de cocaína. Un vicio que, según cuentan, lo ponía espídico como esos gargajos humanos de los festivales a las 5 de la mañana. Seres sobreexcitados, simpáticos pero torpes, que te llenan de vergüenza y ternura. Un poco como Inés Hernand en los Goya.
Supongo que la tipa pensó que ir de tal palo bañado en acelerante era la fórmula correcta. Si bien, desde luego, no parece la adecuada, visto el organismo público que lucía en el micrófono. Personalmente, me parece dabuten que en sus encuentros y emisiones privadas toree con capote de verdulera. Que se lance a la verborrea del actor de improvisación en periodo de prueba. Pero, en una cita como esa, descorchar una bufonería tan cascabelera, con movimientos saltimbanquis como el Igor de El jovencito Frankenstein, creo que se hace bola. Tiktokizar la televisión, vaya, se digiere regulín.
A renglón seguido de la polémica azuzada, quizás el mayor problema que veo sean sus últimas declaraciones. Esas en las que, en vez de aceptar el calentón y asumir la patinada, huye hacia adelante tirando de moralina y no de moraleja, para reivindicar, con papada de gallo, que ella es “comunicadora y entretiene”.
A mí el entretenimiento me flipa. Me gustan los payasos felices y los payasos tristes, los trapecistas de la palabra y los domadores de la interpretación. Pero a la radiotelevisión pública de mi país le pido, más que entretenimiento, un estándar de calidad y objetividad. Por no hablar de modales…
Y a quien me llame rancio, quede claro que ni calvo, ni con tres pelucas. Se puede reportajear un evento con cachondeo, salero y taconeo de faraona, sin descargar eructos de porquera. Es innecesario bocachanclear el desliz de tu micción (que para eso Ausonia gasta mucho en publi) o confesar que la cita en la que te encuentras te tiene hasta la risueña rendija, sólo para hacer la coña. Esa psicología me recuerda a la del metepatas sin gota gracia, que, ante la mueca de estalactita de sus chistes malos, se pone a darse porrazos a ver si así roba alguna carcajada.
En su desgañitado halago a Pedro Sánchez, y en la respuesta que le ha dado este por X, no merece la pena entrar. Se retratan solos, a lo Dorian Grey, acariciándose tan descarada y públicamente. Lo cual me da un tanganazo de urticaria y vergüenza ajena, sí, pero tampoco me parece una justificación a la altura del despido, tan demandado popularmente, de la “comunicadora” Hernand. Uno, como se vanaglorian los gringos en las películas, también cree en las segundas oportunidades.
A todo esto, algo que también me deja mosca es el término de “comunicadora”… que suena igual a cuando se llama “gestor de residuos” a los basureros. O a los mafiosos. Un poco trampantojo de la vergüenza, o la ilegalidad, vaya.
Luego, saliendo brevemente en defensa de la celebridad de Internet (puñetas, menudos apelativos te gastas, reina), por mucho que el consejo de RTVE haya comunicado su pique, Hernand tiene todo el derecho a saltar con un clásico “¿pá’ qué me invitas si sabes cómo me pongo?”. La presentadora, en fin, te podrá molar o no, pero va de frente con su rollo.
Así que, para el consejo de RTVE, me juego este cuellecito de cisne blanco mío a que habría una cola de manzana y media de periodistas, preparadísimos y tan agudos como la gallina esta, encantados de cubrir la gala. Profesionales, para curar en vergüenza a la corporación, que se habrán empollado el libro de estilo de la marca… ¡O, mejor aún! A los que ni les habría hecho falta porque poseen algo que la carrera de influencer acaba empañando; el sentido común.
He leído por ahí que se defiende la elección de Inés Hernand por su “tono juvenil y desenfado”. ¿Tono juvenil y desenfadado, dicen? ¡Yo soy joven! ¡Yo soy un capullo extremadamente desenfadado! Pero sé cuándo llamar a alguien de usted, o soltarle un “¿qué pasa compadre”, como también sé que a las 4 de la mañana, en un antro de mala muerte, me presto ágil a un concurso de pedos (y a ganarlo), pero que es mejor apretar el esfínter si estoy en una entrevista de trabajo. Según el lugar, cortesía y modo, ante todo.
En general, cuando informar en una cadena pública de un evento de tamaña importancia como los Goya se convierte en un espectáculo de variedades rústicas, es momento de tomarle la temperatura a la sociedad. Y hay fiebre; una fiebre por llamar la atención y el despertar de una curiosidad por oler la descarga que atrae miradas.
Lo de Inés Hernand, en concreto, se está tironeando mucho hacia la polarización que aviva. Si te gusta, eres susceptible de encarnar el insulto mileísta al grito de “¡zurdo de mierda!”. Si te irrita, resulta que flotas con la panza llena de coñac Soberano en la fachosfera. Lo suyo sería espantar estos maniqueísmos tan cenutrios. Ahora, no deja de ser cierto que la propia Inés se viste con orgullo la armadura ideológica, consciente de que a los que le dan la lana, les gusta verse reflejados en ella.
Pero eso, ainch, no es una mácula autóctona de esta nueva raza llamada “comunicadores” (básicamente, influencers encoñados con la actualidad), se extiende a cualquier profesión. Visto lo chunga que está la vida, hasta el antitaurino hace de tripas corazón, y se pone a currar en Las Ventas si hace falta para llegar a fin de mes. Aunque en el caso de los perioencers, o influistas, claro, hay mucho más parné en juego.
Voces ajenas a mi ignorancia me han asaltado reivindicando la agilidad mental de Inés Hernand, por ejemplo, en programas como el que comparte con Mercedes Milá. Y es verdad, vaya, que la moza no está domesticada por un insobornable histrionismo de choripán. No es cafre por naturaleza. Lo cual quiere decir que esa actitud chabacana adherida a ella durante la gala, como una plasta de chapapote, le salta premeditada.
Queda claro así que su petardez de animadora dialéctica no le impide, ni mucho menos, realizar piruetas con cierta agudeza mental. Arranques con chicha, vamos. Otra cosa, parece, es que los entierre bajo pestiños de alelada porque su público así se lo demanda… así lo quiere… así le gusta consumirla.
Inés Hernand viene a entretener, ¿vale? Y no le va mal, pues demuestra con sus cifras récord que ya no nos va lo de informar. Que ahora nos pone performar. Y Hernand es una comunicadora, que sería al periodismo lo que Marina Abramovic es al arte, cuando la serbia se lanza a temeridades macarrónicas propias de un “¡no tienes cojones!” crepuscular, más que de un arrebato esencialmente creativo. No hace falta que les diga lo que triunfa Marina.
The show must go on, baby. Pero, sobre todo, tiene que dar beneficios. Y los influencers en eso tienen muchos argumentos. Si no, ¿de qué iba a ser la profesión más deseada en España? Perricas, fama, poco tajo y una superioridad moral acunada en no rendir cuentas a nadie, salvo a uno mismo. Se diga lo que se diga. Se haga lo que se haga.
Me entero, así de últimas, que Inés cobra 15.000 boniatos por tres días de machaque en el Benidorm Fest… Lejos de mí presumir de poder sustituirla. Hacer el ganso tanto rato me da jaqueca, y me puedo poner a vomitar lo más grande. Sea como fuere, por semejante morterada, es para darle una vueltica… que si me mareo, oye, ¿qué demonios? , siempre me queda la Biodramina.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.