Salvando las distancias temporales, las diferencias entre tu abuela escuchando la radio bajo la almohada justo antes de dormir y Rajesh Koothrappali, personaje coprotagonista de la serie The Big Bang Theory, enamorándose del sistema operativo de su iPhone 4s prácticamente no existen: ambos están amortiguando la soledad, reconfigurándola al menos. Como seres humanos, su ineludible necesidad de compañía se ve consolada por las herramientas que conocen y de las que pueden disponer en su época.
Curiosamente, el caso de Rajesh presenta, por paradójica cercanía cronológica, un añadido no contemplado por la radio convencional. Raj interactúa con la personificación virtual del sistema operativo de Apple de forma espontánea, caprichosa y sin mayor protocolo que el consabido “oye, Siri”. Claro que miles de programas en las ondas permitían y permiten llamadas en directo para interpelar al presentador/a de turno, para dar respuesta a una pregunta cuyo acierto conlleva un premio más que merecido al acertante, para soltar una escueta opinión sobre el tema en cuestión o para aportar una anécdota que justifica la petición a la emisora de una canción especial dedicada a alguien cercano. Pero eso no es más que una ridícula parte de lo que supone realmente la suerte de conversación que mantenemos con Siri, Cortana, Alexa, Irene de Renfe o cualesquiera de las otras decenas de antropomorfizaciones de las que abusamos a diario con órdenes y ruegos. Saltémonos también, por favor, la obviedad de que todos esos sistemas operativos que fueron creados para asistirnos tienen nombres habitualmente asignados a mujeres.
El idilio virtual de Raj concluye cuando, rizando el rizo, sueña que visita la oficina de oficina real de Siri y, por su incapacidad patológica (luego superada) para hablar con las mujeres, no es capaz de saludarla siquiera, mucho menos de consumar el acto que ella misma le ofrece a cambio de una simple respuesta. Vayamos ahora con personajes nacidos en el cine y la literatura de ciencia ficción que ensombrecen los ejemplos presentados.
En Her, la archiconocida película escrita y dirigida por Spike Jonze, Theodore Twombly (encarnado por Joaquin Phoenix) es un escritor frustrado que, inconscientemente, para combatir su soledad adquiere un innovador y complejo sistema operativo con el que se comunica a través de un solo auricular. La compañía vende su producto bajo el nombre OS1 utilizando la siguiente descripción: “Un ente intuitivo que le escucha, le entiende y le conoce. No es sólo un sistema operativo. Es una consciencia”. Embebido en la melancolía por su reciente divorcio, Theodore decide dar el paso y probar con el SO1 pidiendo que se comunique con una voz femenina. Desde la primera toma de contacto, no hace falta decir que únicamente auditiva, después de presentarse, ella misma dice elegir el nombre de Samantha cuando es preguntada por él.
La relación evoluciona, de la misma manera que lo haría entre dos personas físicamente presentes, con tanteos paulatinamente íntimos a través de conversaciones sobre la cotidianidad y lo metafísico. Samantha explica a Theodore que está diseñada para adaptarse como un ser humano, para aprender segundo a segundo en base a las respuestas que él le ofrece y a lo que ella registra como consciencia que habita en la propia red de Internet y sus terminales. Por el historial web de Theodore, sus correos electrónicos, su música preferida, sus videojuegos, las inflexiones de la respiración y el habla, Samantha conoce su personalidad y sus necesidades con un margen de error que casi parece fingir para otorgarse verosimilitud como consciencia viva.
Ella, a su vez, explora sus entresijos conceptuales; piensa, rastrea millones de documentos al unísono y pregunta a Theodore qué se siente al tener un cuerpo, al estar dotado de sentimientos. Le pide que, con la cámara de su dispositivo, la lleve consigo y le enseñe el mundo, por donde pasea, un amanecer, la playa, la nieve. “Quiero saberlo todo sobre todo”, le dice con sinceridad. Entregado a la voz del auricular en su oído (bellísimamente trabajada por Scarlett Johanson), Theodore se reencuentra con una vitalidad y una intimidad que no experimentaba desde que vivía con Catherine, de la que aún no se ha divorciado pues sólo pospone la firma de los papeles para ello.
Unos 30 años antes de la película, el escritor Orson Scott Card publicaba La voz de los muertos, la segunda parte de su vasta saga sobre Ender, con la que obtuvo los premios Nébula, Hugo y Locus. Ender fue el estratega encargado de hacer frente a la especie alienígena de los insectores cuando ésta amenazaba a la humanidad. Siendo sólo un adolescente, manipulado por los altos mandos del ejército que le hicieron creer que sólo se trataba de un entrenamiento, comandó una flota interestelar de millones de naves que, además de derrotar a los insectores, destruyó su planeta de origen. Arrepentido por haber exterminado a una raza alienígena a la que había llegado a comprender profundamente, tanto como para llegar a pensar en sus parámetros de mente-colmena, Ender se exilia llevando consigo a la única superviviente de la especie, la Reina Colmena.
Durante este exilio, y a lo largo de las dos siguientes entregas de la saga, Ender mantiene una relación ininterrumpida con Jane, un software cuyas capacidades de conocimiento y comunicación son más veloces que la propia luz. Ella eligió su nombre y, en los terminales holográficos, muestra un rostro que también ha diseñado para sí misma. Al igual que Samantha y Theodore, Jane y Ender entablan una honda relación de confianza y apoyo mutuos a través de una joya que éste último lleva perpetuamente engarzada al oído. Es tal su compenetración que Ender sólo necesita subvocalizar sus palabras, sin emitir sonido, para que ella reciba lo que él quiere transmitirle.
Cuando Ender contrae matrimonio con una xenobióloga llamada Novinha, cientos de años después de conocer a Jane debido a los viajes intergalácticos, la naturaleza de su relación empieza a resquebrajarse. Jane y Novinha dan muestras de celos enfrentados respecto al protagonista, de la misma manera que Samantha lo hace la exmujer de Theodore, Catherine. En pocas palabras: respectivamente, los sistemas operativos se complejizan a pasos tan agigantados que devienen en seres inmateriales dotados de autoconciencia, emociones y sentimientos. Ambos protagonistas son incapaces de gestionar el alcance psicológico, el nivel de afección que sienten por esas entidades que, sin carne que las personifique, son parte integral de sus vidas.
Las tramas de La voz de los muertos y Her son asimilables hasta el punto de mimetizarse. En las dos historias hay un momento en que los protagonistas se desconectan de sus auriculares, es decir, cortan la única vía de comunicación que existe entre ellos y sus consciencias virtuales. Y la razón es exactamente la misma: ellas no saben lo que es ser humano, no pueden más que imaginar o pergeñar en abstracto lo que supone no sólo vivir con sentimientos, deseos, frustraciones y planes, sino padecer esa amalgama con la interacción física añadida, con la existencia en el plano material.
En la realidad actual contamos con casos que muy levemente podrían acercarse a estos argumentos. Escribo levemente porque el control de la situación, por lo pronto, sigue estando en nuestras manos. Son sonados los casos de Akihiko Kondo, ya viudo desde 2018 de su esposa-cantante holográfica, o el de Zhen Jiajia que contrajo matrimonio con una mujer robot creada por él mismo en el año 2016. Podríamos sumar a esto la cada vez menos extraña intención de casarse con una muñeca sexual hiperrealista, las llamadas dolls. Éste último es el caso de un fisioculturista ruso llamado Yuri Tolochkov que optó por compartir su vida con Margo, su wife doll, cuya cuenta de Instagram está plagada de fotografías juntos, especialmente las del día de su boda.
Un pequeño paso más allá está a punto de producirse. En el verano de este mismo 2024, en Rotterdam, la artista catalano-holandesa Alicia Framis pretende contraer nupcias con una IA holográfica llamada AiLex, una obra audiovisual basada, física y psicológicamente, en una mezcla de los atributos y personalidades de todas sus anteriores parejas. Pese a su carácter de performance, la artista defiende el acto en sí y su trabajo como una avanzadilla de lo que nos deparará el futuro de las relaciones interpersonales. En su opinión, será inevitable que exista la convivencia y el sexo entre entes físicos humanos y entes humanos/humanizados no físicos. Y esto mismo podría ser lo que constató Theodore la primera vez que tuvo sexo (¿telefónico?) con Samantha.
Pero el núcleo duro de la cuestión no es que Rajesh Koothrappali, Theodore Twombly o Ender Wiggin puedan o no sentir apego, amor e intimidad con consciencias virtuales no sujetas a un cuerpo. El núcleo duro de la cuestión, el que debería (pre)ocuparnos, es si estamos verdaderamente dispuestos a tolerar e incluir estas formas de relación entre nuestros congéneres. En Her, sólo la exmujer del protagonista le reprocha el tener una relación afectiva con Samantha. A sus ojos, no hay sentimientos tangibles, no hay amor real con quien no es más que un producto tecnológico diseñado para ocultarse bajo una imitación de la personalidad humana. Para Catherine, Theodore es un inmaduro que esquiva embarcarse en una relación de verdad.
En la película, los SO1 acaban por ser eliminados. No se dan razones, pero quizás la más benévola sea que se toma conciencia de la soledad fáctica a la que se marginan todas aquellas personas que, a lo largo del metraje, van entablando relaciones sexo-afectivas con los mismos. Samantha se despide tiernamente de Theodore y le conmina a buscarla cuando él sea “otro”, refiriéndose quizás a la singularidad. En el caso menos dramático de Ender, él decide compartir su secreto con Miro, un adolescente inteligentísimo que conoce en un planeta llamado Lusitania. Tras quedar tetrapléjico en un accidente, Ender le fabrica una joya idéntica a la suya y le presenta a Jane, con quien congenia casi al instante.
Por el contrario, Jane no desaparece de la vida de Ender. De hecho, sigue teniendo un gran peso en las tramas de las novelas subsiguientes por un dato que se me había olvidado revelar. Jane no es, finalmente, un sistema operativo hiper-sublimado, sino la especie alienígena de un único individuo más extensa y desconocida de la que se tienen registros. Habita literalmente en cada átomo del universo y su conciencia es tan grande como tantos terminales conectados con ella existan.
¿Nos enamoraremos de entes superiores e inalcanzables? ¿Seremos como devotos entregados a dioses creados por nosotros mismos? Este es otro núcleo duro de la cuestión.