Se agita en el interior de tu bolsillo un aperitivo de la ¡felicidad! Galo, muchacho, es afrodisiaco, lo sabes. El estimulante palpitar te avecina la satisfacción de un deseo estanco, plomizo y subconsciente. No es un conejito Duracell reptando inquieto hacia tus partes lo que te excita. Es la oportunidad, sabrosa, como el jugo de sandía, de sentirte conectado, conectado con algo; con seres; ambiciones o expectativas. El Samsung, poco importa que sea una cascarria vieja y caduca, casi con olor a naftalina y madera vieja, tiembla y te invita al baile. Y túúúú… princesita de cuento sonrojada, aceptas el flirteo con el apetito de los buitres.
Te duele aceptarlo, pero te gusta. Como cuando a Ross le clavaron un índice en el ojal. Reacio, casi siempre, pero inerme a desearlo desde entonces. No sufras, Galo, chico, ahí lo tienes en la cabeza. El oráculo del mundo que se parece a una pastilla de jabón alérgica al agua. Pero tú, a diferencia de Ross, tienes razones de peso para rechazar tus gustos. Sabes, o por lo menos intuyes, que la hiperconectividad ha matado la sorpresa, lanzado al paredón de fusilamiento los tropiezos cotidianos y reventado con garrote vil las cervicales de la poca concentración de la que gozábamos -oh, sí, el plural es tu persona en este cuento. De la flagelación no te libras, querido-. La jerarquía ascendente de la pereza y la soledad ha sido eficazmente parcheada por estas maquinitas infernales, diseñadas en ensimismados cerebros bien dotados, y vendidas por sementales de cualquier género bien dotados de falta de cerebro. ¡Ah!, pero ricos, riquísimos, en ambición. Creyentes, verdaderos exégetas de las palabras de Elon Musk o Jeff Bezos a los que, como ángeles que los miran, rinden la pleitesía de sus sueños.
No te hace falta un batallón de sabelotodos para enfrentarte a la realidad. Sin tu Samsung sabes vivir, pero te costaría un huevo. Te abandonas a alucinaciones industriales cuando tu realidad es la del mundo ultramoderno. Estás hecho a su imagen y semejanza. Abigarrado de conocimientos, padeces la adicción de absorberlo todo; fumar información sin filtro hasta quedar grasos los pulmones. La diabólica costumbre del síndrome de Hubris. Que pedante es la ignorancia… Internet no te ha hecho todo un hombre, pero sí ha pateado el sendero que sigues hacia la erudición. Ejem… bájate del carro, pongamos más hacia la chulería ilustrada. Te crees polímata y llegas justito a rata de dos patas. No eres más que un cliché. Echas bilis, inquieto, ofendido y rabioso como un galgo al que le han dado peluche por liebre, cuando te hablan de nuevas tecnologías y sobreinformación. Sientes que estarías capacitado para volver a hablar con el quiosquero cada día y a visitar Discos Ziggy por la tarde. Sin embargo, no consumes otra prensa que no sea digital y no te compras un disco desde Para todos los públicos de Extremoduro. Eres una posibilidad hípster. Un cretino potencial. Te humilla reconocer la vibración que enciende tu deseo y por eso debes camuflarla en rebozados de desprecio. La crítica ciega es el delirium tremens de quienes se emborrachan con la nostalgia de lo analógico. ¿Nostalgia? ¿Nostalgia de qué?, si tú te emocionaste con las pantallas táctiles, vibrabas de emoción con tu perfil de Tuenti, berreabas, como un bonobo apareándose, para lograr tener entre tus manos el último formato de consola, y te encanta poder alquilar por minutos un coche eléctrico que, ni viviendo de mortadela, te podrías comprar. Pobre llorón, creyéndose vanguardista por estar en la retaguardia del progreso tecnológico…
Cierto, añoras algo tangible, la inocencia de tu infancia. Ese momento en que el espíritu crítico es tan débil como la cáscara de huevo. Si la ignorancia da la felicidad, la inocencia da la dicha. Ahora te sabes hipócrita, como cura predicando la pureza entre las piernas de un monaguillo. Te crees convidado a partir en busca de la ausencia y el silencio de las tierras alejadas de internet. Piensas en playas de pechos y vientres desnudos con cubatas de coco y cigarros del tamaño de dedos gordos del pie con gota. Shhhh… Bájate del carro… Durarías dos días. Te gusta el asfalto y lo que supone. Estás infectado, muchacho, del placer de la velocidad y el ruido itinerante de la compañía al alcance de un clic.
Ves películas y series ambientadas en los noventa y crees que esa era tu época. Te imaginas amaneciendo con un radiodespertador escupiendo el último hit de Nirvana, y comprando el periódico en el mismo garito donde te sufragan los Camel que te irás a fumar a la tasca de confianza. Pedirás a Asunción que te deje usar el fijo, tienes que llamar a la redacción porque acabas de ver por la tele de tubo que Nostradamus predijo el fin del mundo en el cambio de milenio y, ¡hostia!, esa pieza es tuya. Prevés recorrer tres o cuatro pitonisas para ilustrar tus catastróficas palabras. Porque te gusta, y da igual la década por la que te arrastres, patear las cosas al rincón de los dramas. Ahora, las pitonisas no te reciben, las piezas sobre alineación de los astros se han jodido en una pequeña inundación y no tienes margen de leer más que Profecías, del propio Nostradamus, sin contrastar fuentes. Acabas con una biografía de Simo Häyhä y se te queda la misma cara que al finlandés cuando te dicen que hay dos erratas en la pieza, un poco cutre ya de por sí, y que ya se ha mandado a imprenta. Galo, vas a quedar como el mayor cenizo del día. Ojalá, rezas a Nostradamus y a la verga mágica de Rasputín, hubiese una forma de resolver semejante tropiezo.
Torbellino al futuro, o al presente, mejor dicho. Te crees neoludita y bendices cada día la magia de la tecnología para corregir. Te percatas, como si el espeso escroto de una verdad universal se posase dulcemente sobre tu cara, que el culturismo de la técnica que ha acompañado al mundo hasta la digitalización te conviene. El ser humano ha adaptado el medio a él, claro, lo que lo ha llevado a la acumulación desenfrenada como leitmotiv existencial, pero también le ha permitido no sucumbir al veneno de su innegable vulnerabilidad, de su dependencia al error; en el que tanto te recreas fardando de ser «contradictorio» o, si te pones pijo, «discordante». Porque no olvides que si te da para joder de capricho con las palabras es porque has tenido acceso a todas las que has querido, y más, a un precio ridículo y cómodo. Y, ojo, no por ello las has integrado menos. No haber ido a la biblioteca no te impidió descargarte Diálogos sobre la religión natural de Hume y, desde luego, no tener que ir, habiendo internet, te abrió las puertas a leer artículos de Tom Wolfe, o Hunter S. Thompson, que si tienes que leer en inglés a los dieciocho mejor zumbas al bar a ver si te encuentras a alguien. Porque los smartphones te han negado ir a darte un voltio sin que te distraigan -nadie entiende que no te lleves el mensáfono, aunque tú sigas sin hacerlo-, pero te han permitido lanzar tu obra contra las puertas de todos aquellos que ahora te guardan bajo su ala y estar al tanto. Cuando lo intentaste a la antigua, a puerta fría en las redacciones, como los testigos de Jehová, te comiste la del coprofílico.
Abrain, camarada, no creo que nadie se confunda. Es sabido que reclamas desde siempre la justa medida de las cosas. De poder acceder a un multiverso de conocimiento, a hacer de cada uno el altavoz del multiverso de su desconocimiento, hay un paso. Seguramente sean hechos codependientes, pero todos sabemos que entre papá y mamá siempre hay un favorito. La misma tecnología que nos salva de la estupidez es la que nos da las mejores herramientas para caer en ella.
Bien por darte cuenta de que, con las redes, antes se era y ahora se exhibe, pero eso es como las pipas; no matan ellas, sino quien las empuña. Eh, y es verdad. Si los humanos tuviésemos la capacidad de domesticar nuestros impulsos bajo las tres leyes de Isaac Asimov, tener un Kaláshnikov de 7,62 mm sería una forma cojonuda de pasar una tarde reventando botes de cristal en un páramo. Ouch… Na… N,n,n,n,n,n no se puede. Nuestro falso libre albedrío nos impide asegurar nada semejante. Habría víctimas y, como en la guerra, padres que entierran a sus hijos. Muchacho, lo has repetido muchas veces; en el equilibrio se encuentra el secreto de la serenidad. ¡Mucha tecnología, poca diversión! ¡Un error, un error! Ahora, para negarla completamente, mejor te vas al Amish Village, en Pensilvania, y amén de masturbarte con estampitas de la virgen. Negociar el matiz es alta política, y te las das de secretario de Tus Naciones Unidas. Así que negocia un punto medio. Rosa Luxemburgo decía que si no te mueves no sientes las cadenas. Ya te has movido y has visto cuáles son. Las tienes de dos materiales. Las que están hechas de electricidad, gadgets y cibernética, y las compuestas por tu cinismo ególatra, inquietud de patanes alternativos, que niega la obviedad: dependes de la tecnología, aunque la tecnología no te defina. Librarse de las dos es una mala idea. Las violentas mareas de la sociedad líquida amenazarían con arrastrarte a las profundidades de la insolencia y la imbecilidad. Sólo Dios, o Nostradamus, sabe lo que se esconde en el mañana. Pero no está de más conocer tus debilidades y las cadenas que te amarran. Tal vez así, yo qué sé, tengas la buena fortuna de aflojarlas según las necesidades. ¿Acaso hay algo mejor que ser dueño de tu debilidad?
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.