Se dice que existe una gran brecha generacional, que no hay quien entienda a los jóvenes, que vaya raros que son y que están echados a perder. Lo de la brecha generacional existe desde que existen generaciones, de hecho, yace en el propio concepto de generación que existan brechas que las separen. De otro modo las diferentes cohortes humanas serían un continuo homogéneo a través de la historia, como un churro inmutable. Ya los caldeos, unas personas que vivían por donde Mesopotamia, escribían en tablillas que la juventud estaba muy loca y que era peligrosa: “Nuestra juventud es decadente e indisciplinada. Los hijos no escuchan ya los consejos de los mayores. El fin de los tiempos está próximo”. Esto se escribió hace 4.000 años: no imaginaban todo lo que iba a pasar después.
Sin embargo, no creo que el desfase con los jóvenes sea más grande en lo pretérito reciente, sino todo lo contrario. Cuando yo era (más) joven (nací en 1980), la generación de nuestros padres vivía en un mundo paralelo, bastante ajena a la cultura juvenil. Pero, primero, ¿qué es la cultura juvenil? El concepto de juventud no ha existido siempre, al menos tal y como hoy la concebimos: tradicionalmente los niños se convertían en adultos directamente y se ponían a desarrollar una vida como tales, trabajando, saliendo adelante, formando una familia, eso cuando no trabajaban durante la mismísima niñez en el campo, en las minas, en los talleres o en las fábricas (las leyes que abolieron el trabajo infantil no son tan antiguas).
En el siglo XX, cuando las condiciones materiales lo permitieron (veáse el libro Teenage: la invención de la juventud de Jon Savage), surgió ese periodo mágico que hoy llamamos juventud, entre la niñez y la adultez, que se dedica fundamentalmente a formarse y a disfrutar de la vida, muchas veces bajo el paraguas familiar. La verdadera dimensión de la juventud, creo yo, solo se capta a toro pasado, por contraste con los dolores y responsabilidades posteriores, cuando uno ya no es joven, de modo que nunca se acaba de ser joven con conocimiento de causa.
Formarse, disfrutar y, ah, también consumir. Lo que llamamos cultura juvenil son los modos de consumo cultural que surgieron cuando los jóvenes eran muchos y tenían dinero que gastar, no es casualidad que esta cultura viviera un apogeo en los años 60, 70, etc, cuando gran cantidad de chavales, miembros del baby boom, que engordaban la pirámide demográfica por abajo, como Dios manda y no como ahora (¿quién pagará las pensiones?), estaban dispuestos a comprar discos de rock, pantalones vaqueros, libros contraculturales, camisetas guays, videojuegos, etc. La cultura juvenil se asoció con la música popular, la rebeldía, la tecnología, también, en algunos casos, con la política radical.
España estaba a otra cosa. En otros países la cultura juvenil llegó antes y de forma más generalizada: cuando voy a Benidorm veo a pandillas de jubilados tatuados, que escuchan música excelsa y que fueron en su juventud británica punks, skinheads o mods. En España, debido a la dictadura franquista, la cultura juvenil entró de forma más dificultosa y minoritaria (ya saben, había que viajar a Londres a por los vinilos, el concierto de los Beatles en las Ventas fue un escándalo, etc), aunque haberla la hubo, en forma de ye yé, de forma puntual.
La cultura juvenil que viví en mi adolescencia y juventud no se parecía prácticamente nada a la que vivieron mis padres en el franquismo, más allá de que había grifa y discos de Los Bravos. En cambio, la juventud de ahora es una evolución lógica y sin ruptura de la juventud precedente. La música urbana actual, la que lo peta en todo el orbe, contiene grandes elementos del hip hop y la música electrónica, géneros musicales que eclosionaron en España cuando yo era un chaval, y empezaba el éxtasis y El Príncipe de Bel Air.
El pertenecer a un tribu urbana y llevar outfits llamativos y los pelos de colores es una cosa que comenzó en España con la Movida de los 80 (o incluso antes, con la contracultura) y que anunció en los 90 El País de las Tentaciones, contra la sociología parda y gris del franquismo: esos colorinchis, tatuajes y piercings son, mutatis mutandis, los mismos que llevan los jóvenes de ahora, a los que les cuesta escandalizar a unos padres que hicieron lo mismo, y que en algunos casos lo siguen haciendo, porque el estilo de vida juvenil casi se ha generalizado en la sociedad, llegando al “envejecimiento activo” que se le propone a nuestros mayores, que no es otra cosa que envejecer llevando la misma vida que un universitario que no pasa por clase.
Los videojuegos, que llenan ahora buena parte del tiempo y los sueños de un sector no desdeñable de la muchachada (sobre todo masculina), también se popularizaron en esas décadas de fin de siglo a base de Spectrums, Ataris, Megadrives de Sega y SuperNintendos. No nací en Internet, pero a los de mi quinta nos abdujo a eso de los 15 años, de modo que viví como un joven todo el desarrollo de la Red, del Microsoft Messenger al Instagram, pasado por los blogs, Google, YouTube o los fotologs. De hecho, aunque los mayores no usemos Internet igual que los jóvenes, ahora estamos todos rozándonos en el mismo sitio, y la gente de cierta edad suele perseguir a las masas juveniles cuando estas se cambian de red social.
De modo que los chavales ya no están en el parque haciendo sus cosas raras alejados de las miradas de sus mayores, si no en el mismo sitio que nosotros, donde, aunque no les entendamos del todo, sí les podemos observar y compartir (e incluso pervertir) sus códigos. ¿Ok boomer?
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.