En 2015, Adam Littler, periodista de la BBC, se infiltró como peón en un almacén de Amazon en Gales. Durante las 11 horas que duraba su turno debía llevar en todo momento un dispositivo electrónico que le iba indicando los objetos que debía recolectar,el lugar donde estaban y el tiempo estimado en llegar hasta ellos. Cuando este tiempo se sobrepasaba, comenzaba a sonar una alarma. El artefacto también midió la distancia que caminó dentro del almacén y la velocidad a la que lo hizo el intrépido reportero que declaró en primetime haberse sentido como un robot. El año pasado la propia Amazon patentó una versión más sofisticada, una pulsera que vibra en función de la cercanía al objeto a recoger y alerta de la presencia humana a los robots de verdad que han sustituido a peones como Adam. Uber no necesita pulseras para conocer en tiempo real la localización de sus conductores, la velocidad en sus desplazamientos o la distancia recorrida. Complejos algoritmos estiman la calidad de la conducción y la contrastan con la calificación que los chóferes reciben de sus pasajeros. Si la puntuación media baja de un determinado nivel, el conductor será despedido, como si un capítulo de Black Mirror se tratara. En el entorno de las oficinas, la situación no es muy diferente. Google afirma que es un algoritmo el que propone la actualización salarial de sus empleados basándose en un montón de datos que no concretan pero entre los que destacan que no está el sexo del trabajador. Departamentos de atención al cliente prueban avanzados sistemas de análisis de voz para conocer el estado de ánimo de sus agentes y correlarlo a los resultados: ¿venden más los comerciales felices? Y es que sensores, girómetros, tarjetas de identificación, cámaras, apps corporativas o herramientas de análisis de los logs que generan nuestros ordenadores y móviles han convertido el trabajo en el epicentro de eso que Shoshana Zuboff llama el “capitalismo de vigilancia”. Este afán de las empresas por convertir en datos a sus trabajadores puede suponer hasta 30 GB semanales por empleado pero ignora todas esas variables “ No numerables” que según Deleuze y Guattari eran el patrimonio de las minorías y las fuentes de la diferenciación. La pregunta si esta ingente cantidad de datos sirve para algo más allá de la vigilancia y el control que convierte nuestros espacios de trabajo en el panóptico de Foucault.Porque tal vez todos estos datos que en el coto plazo parecen aumentar el poder de jefes y corporaciones acaben cuestionado la existencia de ambos.
Empecemos por los jefes, en su libro Bullshit jobs( que podríamos traducir como trabajos de postureo para evitar nombres más escatológicos ),el antropólogo David Graeber adviertía del enorme crecimiento de puestos de trabajos que no sirven para absolutamente nada. Incluye aquí Graever a coaches y asesores aduladores, solucionadores de problemas que ellos mismos crean y como no, el creciente número de jefes que gestionan a gente que no necesita ser gestionada. Si la tecnología es capaz de medir el trabajo, repartirlo,optimizarlo y agregarlo, ¿ quién necesita un jefe? Esas mismas tecnologías de control y vigilancia,pueden bien empleadas ser herramientas de autogestión del trabajo que generen organizaciones más horizontales, menos jerárquicas y con un reparto del trabajo y los salarios mucho más justos. Sería justicia poética que la misma herramienta con la que su jefe quería vigilarle acabara con el mismo concepto de jefe.
Pero los cambios podrían ir mucho más allá. Ronald Coase recibió el premio Nobel de economía por dar respuesta a una complicada cuestión.¿ por qué existen las empresas? El economista británico demostró que los costes de transacción, básicamente el de encontrar el recurso adecuado en el momento adecuado justificaban la existencia de complejas organizaciones. Perola tecnología ha disminuido estos costes exponencialmente. Hoy las tareas y procesos pueden distribuirse en tiempo real y surgen formas de trabajo distribuidas geográficamente y asíncronas.Trabajar juntos estando separados en el espacio y en el tiempo es una realidad hoy eso posibilita nuevos modelos organizativos.Siguiendo la terminología de Eric S. Raymond, frente a las antiguas catedrales los nuevos bazares. Frente a modelos centralizados y jerárquicos, modelos horizontales y distribuidos.
En definitiva, la tecnología que ya cambió el cómo, dónde y cuando trabajamos va a cambiar también el mismo concepto de trabajo. Sea cual sea ese cambio, no culpe al algoritmo. Culpe al que lo controla.